Llego así, bastante cansado, a mi hotel de la plaza de Santa Ana. El barrio parece muy calmado y silencioso. Me siento en un sillón del hall y no sé por qué razón, quizá por el propio cansancio, pienso en los libros que he leído sobre España, libros que, según me aseguraron, eran buenos, elaborados por los más agudos observadores, nacionales y extranjeros, de este país.
En general, todos estos libros dicen lo mismo. España, dicen estos papeles, es una cosa inmóvil. La Monarquía es una situación eterna. La duración de esta monarquía está garantizada, primero, por el Ejército y la Marina, que es una llave intocable. Luego, por el latifundismo del sur, de Andalucía y Extremadura. Luego, por la Iglesia católica, apostólica y romana, por la que los españoles sienten una adoración viva, activa, pintoresca e indispensable. Luego, porque el dinero es monárquico. Luego, aún, porque la industrialización es incipiente, porque el orden público es fácil y porque la clase media es rabiosamente monárquica… Y gran parte del pueblo, también…
Ahora bien, en el día de hoy, 14 de abril, todas las impresionantes columnas del templo inmóvil se han derrumbado. Me vienen tales ganas de reír que, si no estuviera tan cansado, si el día no hubiera sido tan ajetreado, estas ganas serían aún más abundantes. ¡Cómo han envejecido los observadores de España! El día de hoy los ha convertido en insoportables gagás. Los viejos —ya se sabe— son los más hiperbólicos, los que más mienten. Lo deben de hacer por tradición, ¡pues han mentido tanto! ¡Qué inseguridades más curiosas tiene la vida! De ahora en adelante, ¿qué vamos a leer sobre España?
En ésas, veo a don Julio Camba entrar por la puerta del hotel. Da la impresión de haber engordado: llevaba tiempo sin verlo. Tiene la cara brillante, las facciones algo congestionadas, se tambalea un poco. Habrá pasado la noche celebrando el advenimiento, con algunos amigos.
—¡Sí! —me dice con un habla algo atropellada—. He venido a Madrid por lo de la República. Aspiro a una embajada. Tengo méritos, creo yo, suficientes. He vivido casi toda mi vida en el extranjero. Conozco varios idiomas, no tan bien como Xammar, desde luego. De joven fui anarquista. Lerroux lo sabe y espero que lo tenga en cuenta.
En efecto, valdría la pena tenerlo en cuenta, pero estos humoristas profesionales como Camba nunca se sabe si hablan en broma o hablan en serio. Que don Julio Camba sería un buen embajador, está fuera de toda duda. Juega al póquer como los ángeles.