Tras haber cenado, hallándome en la Puerta del Sol y en la calle Mayor, me parece indispensable acercarme a lo que hasta ahora ha sido el Palacio de Oriente o Palacio Real.
Grupos de aspecto suburbial, con alguna mujer, ligeramente bebidos, con banderas, latas de petróleo, trozos de estatuas mutiladas o derribadas, van y vienen por las calles, gritando y cantando, pero con aire de estar ya un poco cansados. Llego a la plaza. La enorme mole del edificio, cerrado a cal y canto y en la más absoluta oscuridad, produce una gran impresión. Su aspecto es tétrico, fantasmal, dramático. Los sucesivos momentos de la historia proyectan, sobre los edificios que con ellos se relacionan, visiones diferentes, como si segregaran sentimientos humanos. Ante estas piedras, geométricas e italianas, pienso en el claroscuro del estilo de Shakespeare. El ex Rey hace horas que se ha marchado.
La plaza es una caldera humana. En los jardines delanteros se ve algún cuerpo tumbado en el suelo, durmiendo —algunos, roncando—. Las oleadas humanas se suceden sin parar, van y vienen enarbolando gritos y canciones, vivas y mueras, gesticulantes, con las facciones descompuestas y sudadas. El Palacio parece muerto. Los golfillos de Madrid se suben a los árboles, ocupan las garitas de los soldados. Algunos tratan de encaramarse por los sillares de la fachada. La gente pasa frente al edificio —el tráfico rodado es nulo—: unos con el puño en alto, la cara pálida, la garganta rota de tanto gritar; otros (pocos) contemplan, con aire pasmado y melancólico, el gran palacio, que, si todo va bien, será la tumba de los Borbones de España. Una mujer, sentada en un banco, con una criatura dormida en brazos, observa con la mirada perdida el gran edificio… En el balcón de la fachada, el pueblo ha colgado, atada a una caña, una bandera republicana hecha deprisa y corriendo, con miserables andrajos de suburbio.
Madrid vive una madrugada frenética. Vuelvo a pie, paso a paso, por la calle del Arenal. Paso frente al hotel donde vi, tras los cristales del comedor, a Menéndez Pelayo ante una taza de café y una copita de coñac. La oleada de gente dirigiéndose a la plaza de Oriente no cesa nunca. Al final de la calle se ve el resplandor rojizo de los arcos voltaicos de la Puerta del Sol y una nube de polvo amarillo —de carretera castellana— que tornasola la luz blanca. El Ministerio de Gobernación está iluminado a giorno. Los miembros del Gobierno provisional presentes en Madrid deben de estar reunidos para ir siguiendo, por momentos, los acontecimientos de toda España.
En la Puerta del Sol oigo a una señorita de mal vivir decirle a una amiga, con aire resignado:
—Con esto de la República, todavía no me he estrenado…