LAS CUESTIONES ESENCIALES

Dentro de la confusión sistemática —que algunas personas consideran general, progresiva— de la actual situación, parece como si hubiera cierta tendencia a concentrar en determinadas cuestiones todo el programa republicano. El nuevo régimen quiere hacer muchas cosas, probablemente porque se siente obligado a ello por las elecciones. Yo, personalmente, siempre he creído que una cosa es la teoría, siempre hiperbólica, y otra la práctica —que siempre es difícil y requiere una gran vitalidad—. A pesar de mi extrema juventud, he oído hablar en esta tierra —en cafés, academias, libros, etcétera— de tantas teorías que, para no molestar a los intelectuales, no voy a referirme al asco que estas elucubraciones han producido en mí. Yo soy un hombre que tiende a dar una importancia decisiva a la práctica.

La primera cuestión que el nuevo régimen tiene planteada es la de la reforma agraria en Andalucía y Extremadura, y quizá en gran parte de Castilla. Enorme cuestión. Todo hace suponer que la República pretende crear un organismo para hacer la reforma agraria. El problema es inmenso, impresionante. Todo hace suponer que, por una u otra razón, el encargo ha recaído en el presidente del Gobierno provisional, o sea, en don Niceto Alcalá-Zamora. Don Niceto fue ministro de la Monarquía en una u otra situación liberal —da igual—. Yo creo que este hombre es un bonachón. El ministro Indalecio Prieto sostiene casi a diario, en la tertulia del café Riego (antes, Fornos) de la calle de Alcalá, a la que asisto a veces, que don Niceto no es más que un loco. (Ignoro si este adjetivo va muy ligado al mantenimiento de la coexistencia de un régimen. No lo veo muy claro. Esto tal vez demuestre que la clase dirigente de la República está todavía por hacer y que, con el tiempo, seguramente se va a hacer. Si se pretende conservar las esencias, quizá lo mejor sería hablar de un modo más ecuánime). La idea que yo tengo de don Niceto es que es un andaluz que habla el castellano de su país, un castellano-andaluz cerrado (que, según el señor Lequerica, no será nunca comprendido en Bilbao) envuelto en una costra de verbosidad barroco-jurídica y académica, esplendorosamente expresivo aunque escasamente inteligible. ¿Qué reforma pretende hacer el señor Alcalá-Zamora en su país? Se habla mucho de la creación de un organismo presidido por don Niceto, que va a encargarse de la reforma. Pero ¿qué reforma pretende hacer este señor? ¿Está capacitado para afrontarla?¿Va a ser una reforma basada en el pago de las tierras del llamado latifundio, o estas tierras van a ser pura y simplemente depredadas en virtud de la revolución republicana? En los cafés de Madrid —que, en definitiva, no son más que una réplica de los Consejos de Ministros— no se habla de otra cosa. ¿Qué hará don Niceto?¿Hará la reforma agraria?¿Ganará tiempo y no la hará?¿La hará o no la hará? El periodismo de Madrid es siempre lo mismo: el futuro, lo que podría ser, lo que será o no será. No tiene nada que ver jamás con la realidad de cada momento. Es la respuesta de siempre: ya veremos… vuelva usted mañana…

Por mis noticias, don Niceto Alcalá-Zamora no tiene mucha prisa en hacer la reforma agraria. Otros amores le quitan el sueño… —dicen en su entourage y en las obras de los hermanos Quintero—. Don Niceto querría hacer una segunda Cámara: una especie de Senado, que no sería propiamente un Senado, sino un organismo nacional y a la vez regional que debería llamarse algo así como el Tribunal de Garantías. Don Niceto, político arcaico en definitiva, considera que una sola Cámara equivale a entregarse demasiado a la Revolución. Quiere compensarlo. Teniendo en cuenta lo que se propone, sobre todo si incluye una manipulación jurídica, su voluntad es considerable. Vistas las cosas en su conjunto, el señor Prieto no tiene razón al decir que el señor Alcalá-Zamora es un demente. Lo demencial es que los socialistas y el señor Alcalá-Zamora deban sentarse en la misma mesa.

La segunda gran cuestión es la de la Iglesia.

Tras la quema de los conventos, a la que ya nos referimos, el régimen republicano ha tendido a considerar la cuestión de la Iglesia —agravada y efervescente en estos momentos por el asunto de la separación de los cementerios civiles y los cementerios católicos, que a menudo reciben el nombre de cementerios municipales— como una cuestión de orden público. Y, por lo tanto, el ministro encargado de la cuestión es el ministro de Gobernación, o sea, don Miguel Maura, que ofrece la sorpresa de ser, junto al presidente Alcalá-Zamora, el único católico practicante del Gobierno provisional. Parece que lo más natural habría sido que don Fernando de los Ríos, ministro de Justicia, se hubiera cuidado directamente de la cuestión religiosa, ya que su Ministerio abarca muchas de las dependencias de la relación entre el Estado y la Iglesia. Lo cierto, sin embargo, es que el señor Fernando de los Ríos fue lo suficientemente hábil en esta cuestión para mantenerse en la sombra más discreta y más segura. A mi entender, don Fernando es uno de los hombres más inteligentes de este Gobierno provisional, el más cauto, el más discreto y el más hábil para quitarse de encima las dificultades. Algunos creen que estas cualidades de don Fernando —socialista de gran melifluidad, granadino muy bien vestido y sin los exabruptos de mala educación de sus compañeros— provienen de cierta tendencia a la pura, declarada pereza meridional. Pero puede que sea una apreciación sin mucho fundamento real. Lo cierto es que el señor Maura ha tenido que encargarse —a veces con su acostumbrada violencia— de la cuestión religiosa. El cardenal primado de Toledo, Segura, cruzó la frontera. Los jesuitas fueron expulsados. Un día sí y otro también, en alguna parte de la Península queman una cosa u otra. Creer que la cuestión de los jesuitas puede resolverse en este país con una expulsión policial es un error mayúsculo. A mí no me han educado los jesuitas y, por consiguiente, no tengo nada en contra de esta orden, como suele ocurrirles a las personas que se han educado con ellos. Ahora bien: creo que esta expulsión hizo un gran mal al régimen republicano, sobre todo en Francia, en Inglaterra y en Estados Unidos, país en el que vive la tercera parte de los jesuitas que constituyen la orden de san Ignacio. El señor Ramon d’Abadal hizo un discurso en el Congreso en contra de la expulsión de los jesuitas, en medio de un barullo impresionante. El único diputado que lo escuchó fue don Miguel de Unamuno, que se sentó a su lado para enterarse de algo.

En aquel momento, el nuncio apostólico era monseñor Tedeschini —un hombre alto, bien plantado, bien vestido, frío pero agradable, que daba la impresión de ser un diplomático mucho más acorde con los gobiernos consolidados y arcaicos que con aquel cafarnaúm republicano, ruidoso e incipiente—. En la Nunciatura de Madrid trabajaba en aquel entonces un amigo mío, periodista italiano, corresponsal del Corriere: era el señor Gulino, hombre gordo y cargado de hombros, con aspecto de tendero, extremadamente cauto, escéptico y muy hábil. Nos encontrábamos a veces en los medios periodísticos y me contaba cosas divertidas. El nuncio Tedeschini estaba glacialmente molesto.

Ma, caro Gulino, cosa facciamo? —le decía el nuncio—. Dove è il governo in Spagna?

Gulino le aconsejaba que fuera a ver a Lerroux, ministro degli Affari Esteri, y que hablaran del Concordato. Tedeschini iba, con su presencia acostumbrada. La decepción era total. Lerroux no sabía nada del Concordato —o, cuando menos, eso parecía—. Daba la impresión de no saber nada de nada. El nuncio se quedaba de una pieza.

Ma, dove è il governo di Spagna, caro signore Gulino? —le decía al día siguiente Tedeschini, siempre glacial.

Vada a vedere don Fernando, ministro della Giustizia! È un ministro in gamba!

Iba, y el resultado era idéntico. Don Fernando se escurría como un congrio en las profundidades.

Era el juego habitual de Madrid. Iban haciendo pasar al nuncio de ministerio en ministerio, sin el menor resultado.

Con don Miguel Maura los encontronazos fueron más fuertes. A veces Maura llegaba a niveles de energumenismo considerable. La frialdad de Tedeschini, sus insinuaciones académicas y disimuladas, su admirable guante blanco, lo sacaban de quicio. Cuanto más se excitaba Maura, más sonreía el nuncio. Era una discusión enervante, que puede que gustara al ministro, pues éste era su ambiente, y que dejaba al diplomático vaticano cansado y deprimido. Lo que más le deprimía era pensar que Maura era un católico practicante. No estaba acostumbrado a semejante contratiempo. En la Nunciatura iba repitiendo:

Ma, signore Gulino, dove è il governo in Spagna?

Cuanto más fuerte y desagradable había sido el embate coloquial de Maura, más dulce, azucarado y agradable era el recibimiento que le hacía al día siguiente el señor Alcalá-Zamora, presidente del Gobierno provisional. Se le abría de brazos, le pedía la bendición; si el nuncio se hubiera distraído, se le habría arrodillado. Ahora bien: una vez iniciada la conversación, como quiera que Tedeschini hablaba italiano o un castellano muy chapurreado y el presidente del Gobierno utilizaba un andaluz de Jaén muy cerrado, no había forma de establecer un diálogo conectado. El nuncio decía una cosa y el presidente otra, sin asomo de relación. Era lamentable. Tedeschini trató de hablarle en latín (resultado fatal) o en francés para ver de mejorar el diálogo. Los resultados fueron delirantes. Tedeschini salía de estas entrevistas aún más fatigado que de las de Maura y con muchísimos menos resultados. Con ninguno, para ser exactos.

Gulino me dijo, al cabo de unos años, que Tedeschini había realizado su nunciatura en Madrid preguntándose casi a diario: «Ma dove è il governo in Spagna, ma dove è il governo in questo paese…?», sin sacar en ningún momento nada en claro. Lo hicieron pasar de una oficina a otra. Recibió su recompensa por este estado de dubitación. El Papa de la época lo nombró cardenal de curia y vivió en Roma muchos años, feliz, admirado e insignificante.

El éxodo del cardenal Segura, primado de España, a quien Maura envió a la frontera, tuvo como principal efecto la colocación del cardenal de Tarragona, el doctor Vidal i Barraquer, al frente de los asuntos eclesiásticos de España. El cardenal de Toledo, Segura, que había sido anteriormente obispo de Sevilla y que, según muchos testimonios, es un personaje de un fanatismo obtuso, rústico y primario, quizá no tuviera suficiente categoría para aguantar esta tempestad. De forma milagrosa, al cardenal Vidal, de Barcelona, arzobispo y cardenal de Tarragona, le tocó asumir una situación muy complicada, terriblemente anárquica. Estos días lo he conocido. Es exactamente lo contrario del cardenal Segura. El cardenal Vidal es un hombre tierno, tolerante, negociador, optimista, la forma humana más opuesta al intemperante eclesiástico castellano. Simpático, acogedor, enormemente cultivado, notabilísimo, este pobre hombre está en una situación de lo más precaria, aunque no creo que se asuste. Es un hombre impávido. Su fe es como una roca. Sabe muchas cosas —muchas más que todos sus partenaires del Gobierno—. Catalán y catalanista, el cardenal Vidal ha dejado todo esto al margen. Le ha parecido que, para negociar, lo primero que tenía que hacer era declararse notoriamente republicano. Era lo que no habían hecho jamás ni el cardenal Segura ni el nuncio apostólico Tedeschini. El cardenal de Tarragona lo ha hecho, y las cosas han mejorado, al menos en apariencia. En un breve diálogo mantenido con él en el Hotel de Roma (avenida Peñalver), me dijo que no pensaba visitar a mucha gente y que quería más bien escribir cartas. Las palabras vuelan con facilidad, y las cartas son la historia. Y, así, escribió muchas cartas. En mi opinión, el cardenal Vidal i Barraquer ha salvado una gran cantidad de cosas de la Iglesia peninsular durante el período catastrófico de la República. Le oí decir algunas veces esta frase: «Ahora que en España se ha instaurado la democracia, espero que a nosotros, los católicos, que somos la mayoría, nos atiendan…». Es una frase irreversible, pero quizá demasiado hiperbólica. ¿Puede afirmarse que España es mayoritariamente católica? La afirmación, ¿no es una exageración del cardenal Vidal? ¿Cómo es el cardenal Vidal i Barraquer? Yo creo que es un catalán típico y auténtico que cree que el mundo de los hombres y de las mujeres está regido por un sistema de fuerzas espirituales. ¿Es un error? ¿Es verdad? Sería incapaz de hacer el menor comentario sobre una cuestión tan sensacional.

El señor Manuel Azaña ha sido el encargado de resolver la cuestión militar. Yo no he creído nunca que el señor Azaña fuera un antimilitarista destructor y sistemático. Es un hombre al que le gustaría tener un ejército bueno y eficaz, en vez de un ejército vasto e insignificante. Trabaja en ello día y noche, y algo saldrá de ahí. Es el hombre de este Gobierno que menos habla —el que mantiene un mutismo más interesante—. ¿En qué consistirá la reforma militar de este señor? En estos momentos se está incubando —es decir, cocinando—. A medida que van pasando los días, el señor Azaña se va convirtiendo en el interrogante más misterioso del régimen. Cuando se descubra, ¿qué será este hombre?

Y, finalmente, hay otro asunto muy importante: el Estatuto de Cataluña. A medida que en el Gobierno provisional se ha ido rompiendo la unanimidad republicana y se han creado dos partidos, el de la derecha del señor Lerroux, y el de la izquierda, con los socialistas y el señor Azaña, la situación parece haberse aclarado. De todas formas, el grupo catalán puede ser de mucha utilidad para el grupo de la izquierda. En la cosa parlamentaria, los votos son muy importantes, decisivos. Todo esto llegará —está llegando—. Será muy importante y tal vez decisivo. No cuesta demasiado darse cuenta.

Y éste es el programa que el régimen se ha dado. Es muy vasto. Todo hace suponer que se pretende llevarlo a cabo todo a la vez —simultáneamente y todo a la vez—. Algunos observadores consideran que con el ritmo que se ha tomado y el peso de la carga la resistencia será limitada. De todos los términos del programa, el que da la impresión de ir más lento es el de la reforma agraria. Los demás parecen haber cogido cierta velocidad. Durante la Tercera República francesa las cosas fueron con más calma, quizá porque el régimen no era tan precario.