MAYO DE 1932. MUERTE DE SALVATELLA

En la vida social y política de Madrid, la simpatía juega siempre un papel importante, mucho más importante que en otras ciudades. En Madrid, los catalanes tenemos fama de antipáticos. Somos unos desaboríos, como se dice por estos lares. Sin embargo, cuando un catalán sale del gusto de esta tierra, su éxito es fulminante, definitivo. Ha habido catalanes que han hecho en Madrid lo que han querido: Junoy, Rusiñol, Bagaría. Salvatella, que acaba de morir, tenía también una gran simpatía. Era una figura popular, que la gente consideraba, respetaba y seguía.

Salvatella había crecido en aquella Barcelona caótica, apasionada, trágica y pueril de principios de siglo; se había formado en el despacho de aquel famoso trueno llamado Vallès i Ribot, y había sido elevado a la representación parlamentaria en el momento glorioso de Solidaritat[13]. Desde el punto de vista intelectual, era una mentalidad espontáneamente izquierdista: casi sin querer, reducía las cosas a contrastes —el bien y el mal—; sabía dar vida y calor a los tópicos más gratuitos; era grandilocuente, rápido, personal, y tenía una admirable tendencia a la iconoclastia, a la indisciplina. Por temperamento era un liberal, preocupado por dar siempre la impresión de ser un hombre sincero, enemigo de los procedimientos que él llamaba tortuosos, el maquiavelismo y el jesuitismo. Durante un montón de años, su máxima preocupación fueron los hombres de la Lliga. No fueron nunca santos de su devoción. La tenacidad de estos hombres casi le causaba espanto. Prat era un «Maquiavelo»; Cambó, un «hombre retorcido»; Duran i Ventosa, un «jesuita». En esto Salvatella opinaba igual que los izquierdistas de su época.

Dos días antes de morir, Salvatella aún me decía:

—¡Los izquierdistas somos unos tarambanas! ¡La Lliga todavía volverá a gobernar! Es terrible…

De cara, parecía un monosabio. Tenía una calva reluciente, bruñida, en cuya superficie la luz del hall del Palace se había entretenido mucho tiempo. Era muy elegante y esmerado en el trato y en el vestir. No había nadie como él para pasar tardes enteras hablando de política, para contar anécdotas, para echar luz sobre algún punto oscuro del pasado más reciente o del presente. En su tertulia del Palace, la conversación no flaqueaba nunca. El tono era casi siempre sarcástico, salubre y positivamente verdadero. Salvatella era inimitable contando anécdotas de Figueras, del Ampurdán, de la antigua Maison Dorée. En su cara, Salvatella conservaba una cosa: el haber ido mucho en tartana, el haber hecho muchos mítines federales, el haber perdido media vida en los escaños del Congreso. Por encima de todo, era una excelente persona: cualquier catalán llegado a Madrid encontraba en Salvatella una buena acogida, un amigo seguro, un buen consejo. Había hecho innumerables favores, tenía amigos en todas partes; era cordial, afectuoso y muy cumplido.

Salvatella fue diputado a los veintitrés años, y en el Congreso cogió fama de orador, instantáneamente. Existía un cliché de orador de la oposición —grandilocuente y elevado—, y Salvatella dio este tono con un virtuosismo evidente. Cuando Azcárate y Álvarez fueron a Palacio y fundaron aquella cosa tan divertida llamada el reformismo, Salvatella acentuó la nota republicana y llegó fácilmente a jefe de la Conjunción republicano-socialista. Mientras tanto, a raíz de la muerte de Vallès i Ribot se había trasladado a Madrid, donde se había convertido en una silueta de lo más popular. Salvatella fue el jefe del republicanismo en el momento en que estas ideas llegaron a su máximo grado de inocuidad e inofensividad. A la sazón, nadie se habría creído que los republicanos de toda la vida —que eran los únicos que existían entonces en el campo republicano— pudieran traer la República. Ante el convencimiento de la inutilidad del republicanismo, Salvatella tuvo en un momento dado la sinceridad de hacerse monárquico. Yo siempre le decía que el mero hecho de hacerse monárquico había supuesto un fuerte golpe para la Monarquía. Se había hecho romanonista, por reacción quizá contra la Lliga. Romanones le hizo ministro dos veces, y Salvatella fue un ministro muy discreto, pero fue un ministro en situaciones fantásticas, en las situaciones más frívolas que el más frívolo de los liberalismos pudiera llegar jamás a imaginar. Se encontró siendo ministro en los momentos del 13 de septiembre de 1923. Esto le salvó y le mostró el camino para abandonar el barco viendo que el naufragio era implacablemente fatídico. Aprovechó la oportunidad de un artículo publicado en San Sebastián, que produjo el efecto de una bomba terrible. Volvió a odiar lo que él llamaba el «maquiavelismo» y el «jesuitismo». Se separó de Romanones porque le parecía demasiado complicado y malicioso. Por último, defendió el mismo primitivismo sucinto que mantenía a los veintitrés años en aquel Ampurdán de su juventud, casi tan lleno como ahora de embobamiento.

Salvatella ha muerto pobre. Los decretos agrarios de la República le han hecho perder lo poco que tenía su señora. Descanse en paz.