Nuestra política va entrando en el terreno de la magia pura, y el más insignificante de los adjetivos usados para referirse a los hombres es «genial». Todo es genial: los discursos, los textos legales, los hombres… ¿Adónde iremos a parar?
Un amigo mío catalán —para ser exactos, una de las mayores personalidades de nuestro país— almorzaba un día en Mac Kenna House, en Londres. El invitado de honor era Mister Baldwin, primer ministro de Inglaterra. En un momento dado, Mister Baldwin le hizo a nuestro amigo una serie de preguntas sobre España. Le pidió que le explicara el estado del utillaje de los puertos, los sistemas de transporte, el estado de las carreteras, el grado de racionalidad y de coherencia de estos elementos tomados en su conjunto. A medida que el interés de Mister Baldwin por estas cosas iba creciendo, nuestro amigo, sorprendido por la vulgaridad de las preguntas, no salía de su asombro.
Al final de la comida, Mister Mac Kenna le pregunta al catalán:
—Bueno, ¿qué efecto le ha causado Mister Baldwin?
—Bien. Pero ¿qué quiere que le diga? No me ha parecido genial en ningún momento…
—¡Genial! —el inglés con una sonrisa—. ¿Cree usted que si Mister Baldwin fuera un genio habría llegado a ser primer ministro de Inglaterra?