El señor Macià ha llegado a Madrid para entregar el Estatuto de Cataluña. En Atocha ha sido recibido por varios centenares de sindicalistas y algunas docenas de catalanes. La prensa ha sido muy correcta. Madrid no se ha salido de su indiferencia habitual. Quienes creían que iban a ocurrir grandes catástrofes se han equivocado.
Mi amigo Alavedra, que ha venido con el señor Macià, me dice mientras tomamos una cerveza en una terraza de la calle de Alcalá:
—Antes de salir de Barcelona, fuimos a tirar al blanco. Nadie sabía lo que iba a pasar. ¡Toque! —dice Alavedra, secretario del Presidente—. Llevo una pistola de dos palmos…
Estas ganas de hacer historia que se observan hoy bajo los plátanos de la Rambla me agradan. Pero me temo que no podremos pasar de tirar al blanco y que las historias que se escriban acerca de estos días, a no ser que las escriba gente con imaginación, se le caerán a uno de las manos.
Lo más sorprendente del señor Macià en estos momentos es su grado de conservación, su magnífica salud. Tiene el triunfo en la cara. A pesar de su edad, no se le escapa nada: sigue el protocolo, cambia de traje tantas veces como es preciso, aguanta como el más pintado. Ahora bien: el triunfo conserva, da salud, aumenta la vitalidad. El señor Macià tendrá este aspecto brillante mientras mande. El día que deje de mandar le va a ocurrir quizá lo mismo que a aquel mono de América… Esta historia puede aplicarse a todos los políticos cuando sienten el choque de la derrota, de cara, frontal.
Un señor de Lérida venía de América y traía un mono, dentro de una jaula, naturalmente. Un marinero del barco, un día que estaba borracho, cometió una brutalidad: el mono sacaba la cola por entre las maderas de la caja y se la cortó. Ante la sorpresa general, no pasó nada: al cabo de dos o tres días la lesión de la cola casi había cicatrizado. El mono, dentro de la caja, hacía la vida normal. Pero el señor de Lérida arribó a Barcelona y llegó la hora de sacar el mono de la jaula. Y entonces empezó la desazón y la ansiedad del animal: se puso a buscarse la cola; busca a la derecha, busca a la izquierda, y delante y detrás. Y no se encontraba la cola… Y el mono empezó a gritar y a desazonarse, y a hacer toda suerte de cosas extrañas. Perdió el apetito y al final se murió de tristeza, por no tener cola, completamente abatido.
A veces, a los políticos, cuando pierden la partida, les sucede esto. Naturalmente, yo deseo que el triunfo del señor Macià sea largo, y venturoso para todos.
Aun así, la excelente salud del señor Macià no quita que en el trato directo dé la impresión de estar gagá. Es un gagá lleno de salud, muy difícil de comprender, porque este señor no ha hecho nunca el menor esfuerzo para ser comprendido con cierta claridad. Su expresividad es escasa.
Es un hombre que ha nacido para símbolo, impenetrable y lejano. No creo que nadie sepa cuáles son las ideas y el pensamiento del señor Macià. Los símbolos no pasan del «¿qué tal?, ¿cómo está?». También leen algún que otro discurso de vez en cuando. Dudo que existan en Cataluña más de cinco personas que hayan pasado, en el trato con el señor Macià, del «¿qué tal?, ¿cómo está?».
Por otra parte, el señor Macià posee un aspecto interesante: es un conservador. Quiero decir que es un hombre que ve el mundo a través de la necesidad imprescindible de conservar las propias posiciones. En Cataluña pasarán las cosas más absurdas: si estas cosas le sirven al señor Macià para mantener y conservar sus posiciones particulares, se van a convertir en dogmas nacionales. Esta tendencia a la propia conservación hará que el señor Macià dedique su ya dilatada experiencia política al problema electoral. En los meses venideros, el problema de Cataluña no será más que un pequeño detalle accesorio de la cuestión electoral. ¡Ganar las elecciones! ¡Ganar las elecciones siempre! ¡Ganar las elecciones como sea! En los próximos meses, el problema catalán va a quedar reducido a esto.
El señor Macià es una reminiscencia muy curiosa del siglo pasado, de la mentalidad del siglo pasado. No es que sea un hombre de doctrina sólida y cristalizada. Es un empírico puro. Pero lo curioso es que en todas y cada una de las posiciones políticas adoptadas sucesivamente por el señor Macià ha mantenido el tono maximalista, tozudo, dogmático. Esta tozudez, esta estrechez mental —tan típica de los políticos del siglo pasado—, ha dado a la gente aquella sensación de plenitud y de satisfacción que sólo dan los sistemas cerrados. La gente ha confundido la tozudez de cada momento con la doctrina general.
Pero esto agrada a la gente porque viene del sustrato, de abajo. Es la clave de la popularidad que en uno u otro momento de su vida tuvieron los políticos del siglo pasado. ¿Qué decimos de Prim, de Espartero, de Narváez y de todos los gallitos del siglo pasado cuando pretendemos alabarlos? Decimos que estos hombres los tuvieron bien puestos. Y si nos sale un político a tono con nuestra época, ¿podemos acaso dejar de considerarlo demasiado inclinado al diálogo, a la composición, excesivamente hábil para la confitería social?
¿Macià, hombre moderno? ¡Qué va! Aparentemente, la gente lo sigue porque cree que el programa del señor Macià consiste en poner bidet y cuarto de baño en todas las casas. Pero, del señor Macià, lo que cuenta en realidad para la gente es lo que tiene de superviviente de la época de las guerras carlistas, lo que tiene de mentalidad estrecha y fanática, lo que tiene de hombre que —vamos a suponer— los tiene bien puestos.