Para oírlo cada día, el orador más agradable sigue siendo, dentro de todo, Soriano. Es un hombre muy culto, baqueteado por la vida, que habla con un tono familiar, lleno de espíritu, naturalísimo. Soriano tiene algo de un buen orador inglés, cáustico, inteligente, sin fraseología. Sus interrupciones son célebres. La que hizo a Cordero: «¡Reses más bravas que usted he lidiado, señor Cordero…!», es una interrupción de antología.
Ocurre, sin embargo, que Soriano ha envejecido, ha perdido combatividad e interés por muchas cosas. No obstante, su aire algo fatigado lo acompaña y lo afina. Se va tornando un hombre de facciones místicas —según la pintura del país.
Cordero —conocido en Galicia por Cordeiro— es el típico orador socialista. Es un hombre alto, vulgar, con un gran bigote, de espesas cejas, gesticulación plebeya, descuidado en el vestir, lleno de caspa, que domina todos los tópicos de la pornografía humanitaria y los trémolos más primarios del sentimentalismo. Soriano es un hombre fino, con una forma de conversar correcta y elevada, lleno de reminiscencias intelectuales, con una voz de falsete, educadísimo. Cordero es el barítono vulgar, el típico encargado de los mercados, el orador de mitin atropellado e irresponsable.
Parlamentariamente, los jabalíes no tienen ningún interés. De todos ellos, Balbotín es el más orador: orador enfático, profeta sin tono, retórico lleno de convencionalismo. Pérez Madrigal es un tímido y, como todos los temperamentos tímidos, su reacción más natural es el exabrupto cínico.
—Me gusta la política… —me decía Pérez Madrigal, a quien se considera el jabalí—. En Ciudad Real no he hecho más que hablar de política toda la vida. Ahora soy diputado, y para hacer lo que he hecho siempre me dan mil pesetas. ¡Qué sueño, qué delicia!
La gente habla de Lluhí. Lluhí llegó al Congreso con una terrible fama de comecuras. Se le consideraba puro ardor rojo, la más auténtica encarnación del nuevo estilo, el revolucionario cien por cien, el extremista típico. Sus intervenciones en el Congreso han sido cortísimas y —excepto el lapsus sufrido al hablar del amor libre— de un tenor discreto y moderadísimo. De modo que Lluhí, en vez de cargar la nota y corresponder a la fama que tenía, se presentó con unos adjetivos suaves, grises, de tono menor, con una voz blanca y una gesticulación imperceptible. Ossorio, el día que escuchó la primera intervención de Lluhí, estaba al lado de Ortega y Gasset y, tras quedar muy sorprendido viendo que la fama de Lluhí no se correspondía con la realidad, dijo con sonrisa satisfecha:
—Pues ¿sabe usted que este Lluhí, hijo de mi amigo el abogado Lluhí de Barcelona, no es tan energúmeno como la gente decía…?
Hay diputados que nadie sabe muy bien quiénes son y que andan rodeados de un respeto universal. Es el caso del señor Martínez Barrio. Sobre este radical de Sevilla, sorprendo el siguiente diálogo:
—Es un grado muy elevado de la francmasonería… —dice un señor.
—¿Grado treinta y tres?
—Treinta y tres, duplicado…
El federal Ayuso —don Hilari— es un señor pequeño, con barbilla, la mirada viva, que habla de una manera divertida e incoherente. Ayuso es un federal de toda la vida que lleva capa en invierno y hace de profesor de griego. No hay nada tan divertido como los federales españoles. En primer lugar, naturalmente, no tienen casi nada de federales, si es que tienen algo. Se llaman federales para dar a entender tan sólo que son más radicales que los republicanos y los socialistas. En una palabra, están dispuestos a que todos sepan que son los más terribles en cada momento. Lo cierto es que, en España, cuando alguien ha salido algo tarambana, le basta y le sobra con llamarse a sí mismo federal para que lo tomen por lo que no es.
En la derecha apunta la figura de Gil-Robles. Este hombre va a crecer, no me cabe la menor duda. Su cara, enormemente vulgar, de hospiciano, no le hará ningún mal en los tiempos que corren. Es profesor universitario y habla con voz de tenorcillo muy desenvuelta. Hará carrera. Gil-Robles es un instrumento de Herrera —y Herrera, de El Debate, es una de las personalidades más considerables del país.
El comandante Franco habla bajo, embarullado, confuso. Siempre que lo veo recuerdo una anécdota suya. Cuando Franco se perdió en medio del Atlántico durante el raid patriótico en América, me encontraba yo viviendo en una casa de campo. El país entero vivió unos días con la congoja por los gloriosos aviadores perdidos. Por fin, un barco de guerra inglés los encontró flotando en el mar. El día en que llegó la noticia hubo en toda la Península una verdadera alegría. ¡Los han encontrado ya! —decía la gente, sonriente y satisfecha.
Le digo al masovero, que está labrando:
—¡Los han encontrado ya!
—¿A quién han encontrado? —dice el payés, deteniendo la yegua y volviendo la cabeza.
—¡Al comandante Franco!
—¿Al comandante Franco? —responde el hombre, intrigadísimo. Y añade, tras un instante de recapitulación—: Si es comandante, lo habrán encontrado en algún café…
Viendo la actuación política de este gallego de ojos negros y melancólicos, tímido e intrigante —el típico personaje que se pasa la vida sentado en los cafés—, me acuerdo siempre de la frase del payés y con el tiempo cada vez me parece más justa.
¡Cuánta gente innominada hay en el Congreso! ¡Cuánta gente sin nada que hacer! Le pregunto a un compañero, en la tribuna de prensa:
—¿Quién es aquel señor?
—¡Es un diputado de verdad! Sabe sentarse en el escaño a la perfección…