12 DE JULIO. MENOS BRILLANTE

En mis tiempos —allá por 1921—, Madrid era un pueblo de La Mancha enganchado a una ciudad residencial. Entre el Manzanares por un lado, y el Prado y la Castellana por el otro, estaba el pueblo; más allá de la Castellana, sobre todo en el barrio de Salamanca, la ciudad presentaba un aspecto fino y elegante.

En aquella época —y, en realidad, hasta la implantación de la República—, la sociedad de Madrid era un verdadero entramado. Era prácticamente una ciudad de Andalucía que vivía de un determinado sistema agrario. La aristocracia de Extremadura y Andalucía, los grandes terratenientes, los propietarios, consideraban a Madrid como su ciudad de lujo o, si se prefiere, como su ciudad residencial. Desde la llegada del nuevo régimen, las regiones de la Península más castigadas han sido Andalucía y Extremadura. Estas dos regiones viven en medio de una agitación social catastrófica, a la espera de la reforma agraria. El precio de la tierra ha bajado considerablemente. Las dificultades económicas de la propiedad no cesan de aumentar. Esta clase ya casi no tiene posibilidades. Madrid se ha resentido fatalmente de esta decadencia. Se han cerrado grandes casas, todos los palacios. Se ha ido mucha gente. Madrid, ciudad que vivía en gran parte de un estamento aristocrático que le daba una brillantez maravillosa, se ha quedado algo opaca.

Esto ha provocado que las industrias de lujo y de placer de Madrid hayan sufrido la natural caída. La vida social, nocturna o deportiva se ha reducido. Aquellos fulgores de la ciudad al caer la noche —coches, joyas, charoles, pelo engominado—, cuando en las terrazas de los cafés hay aquel olor de marisco devorado por la gente, son mucho más raros. La vida, alrededor de las embajadas, no tiene ya la volubilidad de antaño. Salvo el embajador francés —Monsieur Herbette es un entusiasta del nuevo régimen y un especialista en revoluciones—, las demás representaciones diplomáticas no parecen haber superado aún la emoción de lo insólito y lo inesperado que les produjo el cambio de régimen. Todo lo que está ligado a la vida social —teatros, reuniones, etcétera— se ha esfumado. En Madrid había un teatro convencional realizado por esta sociedad —un teatro cursi, extremadamente enrarecido, convencional y cristalizado— que la clase media y la burocracia admiraban debido a su deseo de ascensión y, sobre todo, a su tendencia al mimetismo. Este teatro ha desaparecido y hoy se representan obras truculentas que hace dos años no hubieran podido representarse.

La República trata de formar una sociedad. La tendencia consiste en hacer un entramado básicamente político, basado en las señoras de las altas jerarquías de la administración del Estado. Estas señoras se han puesto a aprender denodadamente el francés. Dentro de unos años, ya lo sabrán. Esta sociedad, si algún día alcanza a formarse, será un reflejo —un pálido reflejo, claro— de la sociedad del Directorio en Francia. ¡Sociedad inclusera! —dicen los viejos aristócratas indignados—. ¿A qué viene esta indignación? ¡Lástima que no vayamos a tener nunca el gusto de conocer a un pequeño Barras, ni a un Cambacérès mediano, ni a una sombra de Joséphine de Beauharnais, ni a un microscópico Bonaparte! Por otra parte, resulta de lo más natural que la República procure formar una sociedad. ¿Cómo podría justificarse la agitación humana, si no fuera por el derecho y la impunidad que da decir tonterías a las señoras de vez en cuando?

La nueva política, mejor dicho, la nueva clase política, ha hecho disminuir un poco el tono de Madrid. Me acuerdo de la carcajada que hubo aquí al publicar la prensa ilustrada la fotografía del embajador en Londres, Pérez de Ayala, en pantalón corto y medias de seda. ¿A qué viene esta risa?¿Acaso alguien se cree que las costumbres de Inglaterra cambian cuando los demás países hacen revoluciones?¡No seamos provincianos!

En las librerías, en los quioscos de periódicos, cada día abunda más la literatura rusa, traducida de no sé qué idioma. No creo que pueda precisarse con exactitud. Directamente traducido del ruso, no hay gran cosa. Puede asegurarse que esta proliferación irá en aumento. Es una propaganda deliberada y que, por ser marxista, se considera científica. ¡Científica! Dejémoslo… La propaganda rusa, que se hace impunemente, es siempre la misma: consiste en crear, primero, lo que llaman una cultura, una cultura popular, tan minoritaria como ustedes quieran, pero capaz de crear unos fanáticos. Tan pronto como resulta posible, se estructura sobre esta cultura una política. Todo llegará, no se preocupen. Es indefectible. En la pensión me dicen que la gente preferiría que en las tiendas de libros hubiera algunos pornográficos. Aunque en el fondo da igual. En realidad, se trata de lo mismo. No es fácil distinguir las tumefacciones humanas —o así me lo parece.

Empiezan a llegar diputados. Es gente de casa de huéspedes, de pensión, de hotel de segunda como mucho. Algunos pueden permanecer perfectamente tres días sin afeitarse. Es lamentable. Por eso consideramos que el señor Prieto ha hecho bien imponiendo el criterio de que los ministros deben ser decorativos, deben vestirse y seguir en todo momento el protocolo. Largo Caballero exige a los gobernadores el tratamiento al que tiene derecho. Es digno de encomio —suponiendo que sea cierto.

La revolución es un hecho. Para la gente que va llegando al Congreso, el cambio de personal es total, evidente. La continuidad se ha roto. La inseguridad es absoluta. El interrogante es evidente. Este interrogante no tendría importancia alguna si no afectara a la enorme cantidad de gente que ha de comer y beber cada día —sin falta.

El Madrid de la República es una ciudad muy distinta de lo que fue en tiempos de la Monarquía. Su tono, en general, ha bajado, y pasará cierto tiempo hasta que la vieja sociedad enganche al carro republicano o sea sustituida por la nueva sociedad. Puede que la ciudad sea hoy menos frívola; sin duda. Pero habrá que amueblar el ropero de Madrid y sacar el polvo al sombrero con asiduidad. Me refiero al viejo sombrero.