CINCO DE LA TARDE

Me encuentro a esta hora en la puerta de la Peña, el gran club aristocrático y acomodado de Madrid, de tanto renombre. En el club hay juego, restaurante, biblioteca y tertulia de personas que, poco o mucho, han tenido su peso. Por los alrededores vi siempre a toreros, algunos muy afamados, banderilleros, monosabios y todo tipo de personas vinculadas con la llamada fiesta nacional. En aquel momento, los porteros y empleados de la casa dialogan primero con unas señoras de aspecto suburbial ligeramente desgarrado, y les hacen luego magníficas y señoriales reverencias. En Madrid ha habido siempre criados de primera categoría. Al cabo de poco, la bandera republicana es izada en el mástil de la Peña. Todo junto no ha durado más que un instante.

Pienso en lo acontecido. A mi modesto entender, tiene cierta profundidad. Una monarquía —que, según oí decir en el café, duraba quince siglos— ha caído como un peso muerto, que se desploma, minada por todas partes, por la altura y por la base. Nada ha resistido, y en este sentido es algo sensacional.

Madrid, cuya única razón de existir durante tantos siglos ha sido, como quien dice, la Monarquía, ha visto hundirse las instituciones, desaparecer sus símbolos, con el alborozo del pueblo desbordado y con la casi absoluta indiferencia de las clases altas, y no digamos los funcionarios. Ni la aristocracia —que se lo debe todo a la Monarquía— ni el ejército, que en tantas ocasiones sirvió de excusa a las instituciones reales, han dado por el momento señales de vida. Los círculos aristocráticos eran una especie de baluartes monárquicos. En estos círculos se ha producido como una especie de campeonato para ver quién izaba primero la bandera republicana. Este hundimiento general ha sido, a mi entender, lo que más ha impresionado al observador objetivo, que se encuentra, sin pensarlo a veces, con el profundo dramatismo de las cosas y tiene que tragarse, aunque no vaya muy sobrado de lecturas históricas (como es mi caso), el fondo amargo de los fenómenos de la existencia humana. La frivolidad de Madrid —que en las clases altas parece una copia de la de París—, el carácter insondable de esta ciudad, tan pobre y mísera, el cretinismo de las clases cuya única razón de existir ha sido el carnaval de la Monarquía, ha constituido un fenómeno de lo más extraordinario.