Santiago Rusiñol ha muerto en una modestísima habitación de la gran Fonda del Comercio de Aranjuez, situada en la avenida de la República. Estas últimas semanas Rusiñol había dado muestras de una fatiga extraordinaria. Andaba con pasos fantasmales y se ahogaba. Hacía esfuerzos, exaltado por la abundancia vegetal y floral de Aranjuez. Todavía pintaba. Decía que el temblor que tenía en la mano le venía bien para pintar el ligero movimiento de las hojas movidas por el vientecillo ingrávido. Pero todo se acaba… La agonía consistió en dos horas de respiración enormemente dificultosa, un esfuerzo para buscar aire con la boca sedienta. Una fuerte inyección de morfina le produjo un aletargamiento que lo insensibilizó. A las dos de la madrugada —noche calurosa, con el vaho del gran jardín entrando por la ventana abierta, la bombilla de fonda que arde pálida sobre las sábanas amarillentas y deshace las facciones cadavéricas, un grupo de personas silenciosas frente a la fonda que escucha el jadeo del moribundo con la cabeza gacha y un cigarrillo colgando de los labios—, a las dos de la madrugada Rusiñol se queda sin pulso y el cuerpo se le enfría lentamente.
Ahora vemos a Rusiñol de cuerpo presente, tendido en la pequeña cama de la habitación, cubierto con una sábana. Las facciones, blancas, medio borradas, bajo el claroscuro de la barba y el desorden del pelo de la cabeza, tienen algo de cansancio y de liberación inefable. La señora Rusiñol, menuda y pálida, está sentada en un sillón de mimbre junto a la cama. El sol castellano de junio entra por las rendijas de la persiana. Un abejorro zumba en la habitación. Afuera, la vida de la pequeña ciudad provinciana transcurre con una pereza afable. En medio del abatimiento que produce la presencia de la muerte, sólo hay una nota aguda: es la manola del cromo que cuelga en la cabecera de la cama. Bajo la manola se lee: Fumad papel bambú. La gran nariz israelita de Rusiñol da la impresión de seguir complaciéndose en esta nota grotesca y cotidiana.
Rusiñol fue un gran conservador, un hombre rico, trabajador, siempre dispuesto a desempeñar, ante las llamaradas de la vida, los papeles más variopintos. Todo cuanto hizo es distinguido, personal, y tiene cierta gracia. Sin embargo, no llegó nunca al fondo de las cosas, y, como a todos los románticos, se lo llevó la melodía de la vida engañosa y fácil. En Francia, país de jerarquías establecidas, Rusiñol habría sido apreciado. Aquí, en cambio, no pasó de ser un hombre legendario. Afortunadamente para él, en esta tierra de pasiones africanas que logran enturbiar las cosas más auténticas de la vida social, Rusiñol pudo vivir en un plano superior, algo lejano, elegante, disimulando con su espíritu irónico, bondadoso, de una chabacanería barcelonesa de buena ley dulcificada por la vida de París, un fondo de amargura y de desencanto vital.