El profesor Sainz Rodríguez, por ser un gran admirador y discípulo de Menéndez Pelayo, siente cierta curiosidad por las cosas de Cataluña. Su erudición se concentra sobre todo en la producción mística de la literatura castellana. Así pues, vamos en taxi a su domicilio —al piso que habita en la calle del Conde de Romanones—. Vamos en taxi porque el profesor pesa muchos kilos, está muy gordo, y eso de andar demasiado le da más bien pereza.
En el piso del profesor hay una cantidad de libros fenomenal. Libros en todas partes. ¡Impresionante biblioteca! Impresionante en cuanto a la cantidad y en cuanto a la calidad. Una de las mejores y más considerables bibliotecas personales que he visto en esta ciudad. Divagando por delante de las estanterías encuentro la obra completa —o casi— del señor Antoni Puigblanch. Están La Inquisición sin máscara, los Opúsculos gramático-satíricos y el Tratado de la regeneración política de España. Tengo una idea vaga del señor Puigblanch —lo que dicen de él los diccionarios enciclopédicos habituales, que es poquita cosa—, pero siento admiración por él y no sé muy bien por qué motivo. Quizá le admiro porque era de Mataró, porque he visto su retrato en la fachada del Ayuntamiento de esta ciudad, porque vivió las Cortes de Cádiz, porque fue uno de los autores de la destrucción de la Inquisición española —el principal, tal vez—, porque tuvo convicciones liberales graníticas y porque vivió exiliado tantos años en Londres, donde murió, pobre y solitario. En la fachada del Ayuntamiento de Mataró hay tres medallas esculpidas: la del arzobispo de Tarragona, Creus, gran personaje carlista de la Junta de La Seo de Urgel; la del señor Biada, promotor y constructor del primer ferrocarril de España, de Barcelona a Mataró; y la del pobre y liberal Puigblanch. ¡Qué galimatías más catalán!
Ante la obra de Puigblanch, me quedo literalmente embelesado, embobado. ¡No había visto nunca estos libros, pese a haberlos buscado durante tanto tiempo! Yo he tenido siempre la manía de buscar libros que han resultado inencontrables —inencontrables a veces por mis escasas posibilidades crematísticas, a veces porque son realmente inencontrables—. No deja de ser una curiosa manía.
Ante mi fascinación por la obra de Puigblanch, el profesor se muestra sorprendido. Y aún se muestra más sorprendido cuando le digo que no lo he leído nunca, mas siento por este hombre una admiración infundada pero real.
—¿Conoce usted el juicio de don Marcelino sobre Puigblanch? —me pregunta.
Lo conozco. Es una opinión aturdidora pero real, de un interés cuando menos extraordinario.
Ante mi entusiasmo, el profesor se enternece y me ofrece dejármelos unos días, pero con la promesa real de devolvérselos.
—¡Llévese los libros! —me dice—. Si puede usted volver a casa, déjelos aquí. Si no puede, delos a nuestro amigo Figueras, que, como buen banquero, debe estar poco interesado en estos mamotretos…
Me despido del profesor con un gran paquete formado por los Opúsculos gramático-satíricos y el Tratado de la regeneración política de España. He dejado La Inquisición sin máscara, porque el tema está algo pasado de moda y ya hace años que la Inquisición fue destruida. Sería incapaz de describir la satisfacción que me produce llevar este paquete de papeles bajo el brazo. Camino deprisa, interesado tan sólo en llegar a la pensión y leer, encerrado en mi habitación, las obras de Puigblanch. Es lo que he hecho durante muchas horas, absolutamente fascinado.
Voy a copiar ahora algunos, pocos, juicios de Puigblanch sobre unas cuantas cosas básicas de España.
Primero, los andaluces. Puigblanch conocía bastante bien Andalucía —igual de bien, quizá, que los que hoy hablan de ella, o más—. «Los hombres de Andalucía —escribe— son los de más talento natural de España… pero por su carácter moral los menos idóneos para pertenecer a un pueblo libre», a pesar de haber nacido «en lo más delicioso de la España». «El andaluz es indiferente a la libertad», como lo es también el castellano, formado en un país «que se contentó con envidiar a Aragón en libertad, ayudando a quitársela». Puigblanch caracteriza a las diferentes regiones o pueblos de la Península conforme a la actitud que mantuvieron ante sus privilegios. Considera que los catalanes son los más orgullosos de su libertad. Pero… «El catalán mismo, en otro tiempo de carácter tan libre —dice—, ha perdido no poco su amor a la libertad, después que se halla unido al indolente castellano, sobre todo después de los repetidos esfuerzos que ha hecho para recobrarla…».
Dejemos correr las citas, pues no terminaríamos nunca. ¿Qué ha cambiado en la Península desde que Puigblanch exhaló estos juicios? ¿Algo real? Lo dudo. ¿Quieren eliminar a los caciques?¡Adelante! Pero, entonces, ¿quién va a hacer la política? ¿Quién va a hacer la política en estos lugares en los que no sienten el menor interés —hoy como en la época del mataronense— por la libertad? Sería mucho más franco y positivo, no que se hablara de ello, sino que se intentara constituir un gran caciquismo, una oligarquía, una gran política republicana. Lo único que cabe decir a este respecto es que, de no constituirse, el sufrimiento de todos los que formamos parte de ella será grande, considerable.