Los socialistas suben, van a más… Leo en el órgano oficial del partido, El Socialista, que hay que dar todo el poder a los comités.
Vuelvo a leer el libro de Joaquín Costa Oligarquía y caciquismo. Esta obra, escrita con un sentido crítico, demuestra todo lo contrario de lo que pretende su autor.
Demuestra, por un lado, que la democracia, entendida como un sistema de gobierno, no es eficaz si no se manifiesta en forma de oligarquía; demuestra, además, que en la política española no ha habido más que caciquismo. Me gustaría saber si Costa, antes de escribir su libro, conocía el gran tratado de política escrito por el senador italiano ochocentista Mosca, en el que figura una apología filosófica y realista, muy documentada, sobre la oligarquía, literalmente inolvidable. Es un libro del que se habla poco, pero que casi todos los políticos de aquel país han leído a escondidas. Es un libro normativo, indispensable. La esencia de la política es la oligarquía y, lo mismo que el resto de las cosas positivas de este mundo, la oligarquía hay que ponerla en práctica con sumo cuidado, con prudencia, con calma y corrección. Todo político es un oligarca más o menos disimulado; pero como en este mundo cada día hay más moral, es decir, más racionalismo y más matemáticas…, los métodos oligárquicos hay que atribuirlos siempre al adversario. El embate antioligárquico forma parte de las formas más elementales de la lucha política habitual.
En la actualidad se repiten los lugares comunes más vulgares sobre el caciquismo, de forma generalizada. La gente trata el asunto con apasionamiento. Ha salido un cretino que ha escrito en los periódicos que cualquiera sirve para la política. Sobre el problema del caciquismo, los únicos españoles a los que he oído hablar de ello sin hipocresía han sido Unamuno y Cossío. Ambos son conocedores de la organización política real en Castilla. Consideran que es un fenómeno político de lo más natural, que el caciquismo es una simple forma de la división del trabajo humano. Hay hombres y mujeres —rústicos o refinados, inteligentes o espesos— que siempre van a necesitar de alguien que les resuelva los problemas políticos. Para este tipo de trabajo, siempre van a confiar en esta persona. Los relojes, ¿acaso no los hacen los relojeros? Las cerraduras, ¿acaso no las hacen los cerrajeros? Y la flauta, ¿quién la toca, más que los flautistas? Se quiera o no, la política van a hacerla siempre los políticos —o sea, los profesionales, los oligarcas—. Ahora bien: a los políticos —a lo que en Inglaterra, Francia o Estados Unidos llaman políticos— aquí los llamamos despectivamente caciques. Hemos resuelto, asimismo, que estos caciques deben desaparecer. ¿Por qué?¡No seamos cándidos! Aunque pretendiéramos prescindir de ellos por decreto, no podríamos.
Los países del mundo donde hay más caciquismo son Inglaterra y Francia. En España había un caciquismo encarnado en la nobleza y en la burguesía. Todo lo que se ha hecho, mucho o poco, en España, lo han hecho los caciques —suponiendo que hayan hecho algo, se entiende, porque en muchos casos no han ido más allá de la pura inmovilidad—. Estos caciques, cuando han tenido un poco de vanidad y de gusto por la acción, han dejado fortunas considerables al interés general.
Ahora nace el nuevo caciquismo. «¡Todo el poder para los comités!», dicen los socialistas. No obstante, el caciquismo de los comités será mucho más ineficaz y más deliberante que el tradicional. En Rusia, el caciquismo está organizado y es intocable, absoluto.