MARTES, 12 DE MAYO

Mi amigo Ruiz Manent, hijo del señor Ruiz i Pablo, menorquín, conocidísimo en Barcelona, alto funcionario de Gobernación, colaborador directo del ministro (Maura), me cuenta con aire patético la trágica noche del domingo, que él pasó con el Gobierno y los funcionarios, encerrados en el Ministerio. Cansados, rendidos, enervados, entre el incesante ruido del teléfono, las órdenes y las contraórdenes, y el miedo cerval por lo que pudiera estar ocurriendo en otros lugares de España, pasamos —me dice Ruiz Manent— sin duda las peores horas de nuestra vida. Afortunadamente, el desastre no fue más allá de Madrid. El general director del Orden Público (Blanco) parecía fuera de sí. El ministro (Maura) parecía exaltado, pero deprimido. ¡Qué noche, Dios mío, qué noche!

Uno de los que más sufrió fue el señor Recasens Siches, director general de Administración Local y gran pontífice de la Filosofía del Derecho más jurídica y enrevesada. En Madrid, al profesor Recasens lo llaman la mariposa que voló sobre el mar. Es un joven lleno de tacto, de prudencia, de una finura considerable. Pues bien: en el momento en que Recasens, abatido, pudo dejarse caer en un sofá para descansar un instante, un funcionario de la casa le comunicó que había empezado la quema de conventos. El funcionario aprovechó la ocasión para insinuar —el funcionario debía de ser un fresco— de forma imperceptible:

—Ante un problema así, ¿qué solución propondría el tratadista Stamler?

Recasens estaba tan deslomado —me dice este amigo— que no tuvo siquiera ánimo para arrojarle un tintero a la cabeza…

—Y el Gobierno, ¿qué actitud adoptó ante los acontecimientos? —le pregunto yo a mi amigo.

—La totalidad del Gobierno estaba en contra de lo sucedido, pero la manifestación de esta contrariedad tuvo matices muy dispares.

—Esta disparidad de matices, ¿le parece grave?

—Me parece muy grave, pero se entiende que esto queda entre nosotros.