LUNES, 11. QUEMA DE LOS CONVENTOS

Sale la primera bocanada de humo del rosetón de la iglesia del convento de jesuitas de la Flor. Este establecimiento no está muy lejos de la pensión donde vivo. La señora de la casa me llama descompuesta y alarmada, y me invita a subir a la azotea para ver el fuego desde allí.

Arriba, en la azotea, hay bastante gente. Un orador trata de informar a los que estamos allí. Debe de ser —supongo— un inquilino de la casa. Según este ciudadano, una docena de criaturas, tres o cuatro descamisados, dos o tres furias, lo han hecho todo. Con unos tablones que había en la Gran Vía han reventado una ventana baja. Una vez dentro de la iglesia, han hecho una pila con sillas y bancos, lo han rociado con petróleo, y ha ardido todo como pajuelas. Detrás del rosetón de la iglesia se ve una llama larga, altísima, que se estremece y llega hasta el techo. Afuera, en la Gran Vía, la Guardia Civil a caballo, mano sobre mano, mata el tiempo fumando cigarrillos a escondidas.

Ante el incendio, la reacción de la gente es francamente curiosa. Poco después del inicio del fuego, sube por los dos tramos de la Gran Vía una riada humana que viene sin duda a contemplarlo. Las azoteas de los alrededores están llenas de gente. En la nuestra, el hecho es comentado con volubilidad. Una nube de vendedores ambulantes se ha situado muy cerca de la acera del convento previendo que un gran gentío iba a desfilar ante la popularísima iglesia envuelta en llamas. De esta manera, una parte de los madrileños ha podido contemplar el espectáculo comiendo churros, buñuelos y estos helados que aquí se llaman polos. También se ofrecen cordones para los zapatos, tres corbatas por una peseta, gomas para llevar bien sujeto el varillaje de los paraguas, matasuegras, pliegos de cordel, retratos de Galán y García Hernández, y no sé cuántas cosas más. Es francamente curioso ver al pueblo de Madrid con un churro en la boca, el ojo lleno de curiosidad, una sonrisa festiva en la cara, mirando cómo sale el humo del convento. De vez en cuando, se oye el estrépito de un tejado que se hunde, con un ruido que parece que lo estén desgajando, en medio de una nube de polvo y humo. La gente se mira entonces con una especie de sombra de extraño terror. La gente se quita de encima el resquemor de la quema como buenamente puede. A veces me da la impresión de que la gente entra en el olvido observando que el día es espléndido, que no sopla ni un aleteo de viento. A veces, en Castilla, hay días así: extáticos, encantados, inmóviles. Realmente, es un día escogido adrede para quemar conventos sin drama, viendo cómo las espirales de humo siguen una verticalidad admirable, que parece hecha a propósito. Sólo pensar en los estragos que habrían podido producir de haber hecho viento, esta calma del aire parece una concesión humanitaria —me atrevería a decir providencial— para estos incendios.

Una gran parte de la población de Madrid desfila mientras tanto por la Gran Vía. Los vendedores se hinchan a vender. Muchos ciudadanos, apuntalados en la pared, aprovechan el tiempo para hacerse limpiar los zapatos. Durante largas horas, no ha habido nada en Madrid tan entretenido como la quema de conventos. Sería un error, sin embargo, creer que todo el mundo lo ha visto igual. Muchos ciudadanos lo han contemplado con caras largas y tristes. Resignadas, no sé. Casi me atrevería a decir que esta terrible insensatez ha gustado poquísimo en Madrid, por no decir que no ha gustado nada —entre las personas conscientes, claro está.