Primero vivimos la apoteosis popular, fabulosa, del 14 de abril. Para digerir esta apoteosis —algo nunca visto tal vez en España—, siguieron luego unos días más bien tranquilos. Los observadores forasteros, la prensa extranjera, manifestaron su asombro ante un cambio de régimen tan unánime, plácido, sin efusión de sangre, pacífico. Tras tantos años —siglos— en los que los observadores habían demostrado el enorme arraigo de la Monarquía, el árbol ha caído sin que ningún rayo lo haya hendido. Al contemplar estas cosas, cada día me parece más extraño —inexplicable— que el periódico me haya enviado aquí para seguir los acontecimientos. Las informaciones periodísticas se han hecho siempre a base de ideas preconcebidas y de libros. Ahora, en esta tierra, no hay nada: ni ideas preconcebidas, ni libros, ni papeles. No entiendo nada. Me ocurre como a la inmensa mayoría de los ciudadanos del país: no veo nada. ¿Qué sucede bajo la superficie de las cosas? Como a gran parte de los republicanos, me falla completamente la información.
Las cosas, ahora, vuelven a animarse. Los cafés están llenos —la tarde entera y parte de la noche—. Hay innumerables tertulias, renovadas constantemente: unas se van y otras vienen. Son todas políticas. Una pequeñez cualquiera se convierte en un asunto político. Se discute encarnizadamente. A veces el asunto es tan insignificante que resulta difícil entenderlo. El periodista no puede entrar en este hormigueo de nimiedades grotescas. La nimiedad es una de las características del provincianismo. Pero es un hecho: a la gente le gusta esta efervescencia. Mi amigo Serradell, leridano, de los valles —si no ando equivocado— de Lérida, un hombre joven, grueso, gran personaje de la francmasonería, se pasea al atardecer, rodeado de muchos amigos, por la calle de Alcalá. Se asemeja a veces a un Buda joven y rubio al que la afluencia humana mantiene algo displicente. Si le encuentro por casualidad en el hall del Palace, me saluda en un castellano abarrocado y engolado, siempre equívoco, con una satisfacción que le rezuma por todo el cuerpo, contenido, envarado y difícil. Por su forma de hablar, sospecho a veces que ha leído a Quevedo. Otras, que no sabe nada de nada, y que habla de esta manera porque está convencido de que hay que hablar así. ¡Pero este acento de Lérida!
Esta agitación que se ha producido en los cafés —en las casas particulares debe de ocurrir otro tanto— parece en ocasiones un fenómeno de satisfacción. En otras ocasiones ya no lo parece tanto. ¿Cuál será la causa? ¿En qué consistirá?