Ya hace días que los miembros del Gobierno que vivían en Francia han vuelto a Madrid. En su viaje de vuelta fueron aplaudidos y ovacionados esplendorosamente. Así pues, el Gobierno provisional está al completo.
Estos días se ve por las calles cómo se rejuvenecen las caras y cómo se redondean las posaderas de determinada cantidad de gente. Se hacen los primeros nombramientos de altos cargos —algo importantísimo—. Hay cola, va todo a la rebatiña, las intrigas no cesan. Encuentro a mi viejo amigo el ex senador y ex conquistador Manteca, el cual, si no ando equivocado, es de la parte de Valencia. Está desconsolado. Considera que estos nombramientos han puesto de manifiesto el impudor de mucha gente.
—Si esto sigue así —me dice—, cada nombramiento le hará perder un tiempo precioso al nuevo régimen. Quizá valdría más que los altos cargos se subastasen o se sorteasen. ¿No somos todos igual de inteligentes?
Y, para terminar de hacerme partícipe de sus opiniones, me dice que acaba de crearse una nueva palabra, que es la palabra enchufismo, que la palabra ha tenido un éxito enorme, y que el hecho podría causar muchos estragos morales. Para enchufarse, para tener no solamente un cargo, sino dos —me asegura—, hay mucha gente.
—Amigo Manteca, ¡seamos ecuánimes! —le digo yo—. El enchufismo es precisamente el más claro de los signos revolucionarios y el único indiscutible, la prueba más palmaria de que la revolución ha empezado. Una revolución, ¿acaso es algo más que un simple cambio de personal? Comprenderá usted, señor Manteca, que los cuatro gatos que nos reuníamos en París, en la Rotonde de Montparnasse, para desbarrar contra la Dictadura, éramos poquita gente. Ahora se acerca más. ¿Puede desearse nada mejor para el fortalecimiento y la prosperidad del régimen?
Tras despedirme del ex senador Manteca —que permaneció en medio de la calle rascándose la oreja—, tuve el placer de saludar a Gabriel Alomar, a quien conozco desde hace muchísimos años. Está radiante y tiene los pómulos colorados. Los periódicos aseguran que el señor Alomar va a ser nombrado o bien embajador en Roma —en el Quirinal—, o bien en Bruselas.
—¿Debo felicitarlo, señor Alomar? —le digo yo. —Sí, ¡ya puede felicitarme! —responde contundente—. Hablamos un rato. Alomar saca unos papeles de su cartera y tiene la amabilidad de ofrecérmelos para que los lea.
Son anuncios de los comerciantes de uniformes y de los sastres especializados en ropa oficial —de embajador, claro—, proyectos y presupuestos del traje que deberá ponerse para ejercer de embajador en determinados momentos.
Alomar lo encuentra todo endemoniadamente caro.
—Fíjese en esta partida —me dice—. El bordado del uniforme de embajador… Vale un dineral…
Sí. En efecto: vale un dineral. Se produce una pausa. Luego me dice, con un aspecto de consternación que deja paso a la vivacidad:
—El uniforme, ¿qué quiere que le diga? El uniforme no tendré más remedio que hacérmelo en Madrid. Ahora, lo del bordado ya es otro cantar. En Mallorca hay unas monjas que bordan admirablemente y por un precio muy razonable…
—De todas maneras…
—Sí, sí, ya veo por dónde va. A usted le parece que el régimen tiende más bien al anticlericalismo… Resulta inevitable. Comprenderá… Mire, a mí se me tiene por un anticlerical. Lo he sido y sigo siéndolo, pero mi anticlericalismo ha sido siempre inconcreto, abstracto. No me he metido nunca con los curas vivos, existentes. Si le dijera que no me interesan, le diría la verdad. Ahora, lo del uniforme es diferente. Los uniformes de embajador son demasiado caros. Nosotros, los que malvivimos de la pluma, tenemos que defendernos. Estas monjas de Mallorca, que bordan tan bien y por un precio tan razonable, debo confesarle que las admiro…
—Lo mismo digo.
El señor Gabriel Alomar será un buen embajador. No parece que esté dispuesto a perder la serenidad así como así.