Deben de haber pasado once años desde la última vez que estuve en Madrid. Todo está desconocido, transformado. Como la mayoría de las poblaciones del país, Madrid ha dado un salto considerable —hay quien dice que exagerado—. Once años atrás, la Gran Vía llegaba hasta la Red de San Luis. Era la avenida Peñalver —rotulada ahora Pi i Margall—. El segundo tramo, hasta la plaza de Callao, está prácticamente terminado. El tercero está muy avanzado.
El primer tramo, la actual Pi i Margall, no tiene nada de particular. Es un enorme escaparate de confitería arquitectónica, de estilo cataclismático. El segundo es más simple, más frío quizá, y posee al comienzo el edificio de la Compañía Telefónica, que es bastante alto, y al que un día Ortega y Gasset, puesto a filosofar sobre la urbanización actual de esta ciudad, llamó el mango de la sartén de Madrid. El tercero será por el estilo, pero tal vez aún más verticalmente norteamericano.
Lo que ha cambiado sobre todo en Madrid es la vida. Era una ciudad de aspecto marcadamente provinciano, con poco confort, amplias y bajas casonas, con una vida familiar muy intensa y modesta, con señoras púdicas y beatas, una gran frecuentación de la iglesia, con un gran sentimiento de admiración por la Casa Real —un auténtico misticismo monárquico— y la aristocracia, un espeso entramado de relaciones de vecindad y una vida popular sentimental, ingeniosa y algo empapada en vino. Una de las cosas más agradables del viejo Madrid tal vez fuera que los suelos de las casas y de los pisos estaban entarimados, es decir, que eran de madera. Ahora las casas nuevas tienen mosaicos en el suelo y son glaciales. En Madrid, en invierno, hace frío, y el progreso, desde este punto de vista, ha sido lamentable. Era el Madrid de las macetas de albahaca en el alféizar de las ventanas, de las persianas verdes, de las finas cornisas bajo el cielo enorme de Castilla, de los empedrados horribles, del gris burocrático y taboadesco, y de aquellas codornices enjauladas que se oyen las noches de primavera en las calles solitarias y que hacían blat segat, blat segat…[4] Todo esto se ha desvanecido.
Hoy el centro de Madrid tiene todo el aspecto externo de una ciudad moderna. Mucha gente tiene un aire deportivo y actual. La cursilería pálida y casuística que percibí años atrás en Recoletos, los juegos de las chicas de aspecto virtuoso pero picante, ¿qué ha sido de ello? Las construcciones que se levantan hoy día tienen un confort mediano, aparentemente al menos. Hoy la gente no podría pasar sin cuarto de baño. El sexo femenino ilustrado —¡ilustrado!— conoce y practica el bidet. Un día oí cómo la esposa de un ex gobernador civil le decía a otra señora: «Sí, sí, en casa tenemos cuarto de baño, ¡y a mucha honra!». Las relaciones entre hombres y mujeres parecen más libres, más aireadas, menos afectadas de cursilería. Claro que en Madrid, al igual que en todas las ciudades del sur, hay que tener en cuenta la parte de mimetismo externo y superficial. Pero lo cierto es que todo quiere ser moderno, y, si no norteamericano, cuando menos europeo.
Ahora bien, lo curioso es que esta transformación de la capital del país se ha producido sin que la ciudad haya dejado de ser lo que ha sido siempre: una ciudad de aristócratas (andaluces, por lo general), de funcionarios y de tenderos.
En resumen, pues, hay algo en Madrid que ha progresado mucho: el hedonismo individual. Ahora bien: a mi modo de ver, este hedonismo creciente, el considerable paso adelante dado durante la Dictadura, ha contribuido poderosamente, en tanto que factor activo, al cambio de régimen. Toda época de inmovilidad política hace ganar dinero. En España el dinero es dictatorial, inseparable del orden público. En cambio, las revoluciones empobrecen. Si el capitalismo no gana dinero, las inversiones son imposibles. El dinero lleva a aumentar el hedonismo personal, los cuartos de baño, los bidets, la buena mesa, los viajes, las costumbres de la vida fácil y ligera, que han hecho mucho más por la instauración del nuevo régimen que todos los comités revolucionarios juntos y sus brillantes y vacuas proclamas.
La Dictadura tuvo muchas facetas, algunas insoportables. Pero tuvo una voluminosamente positiva: a saber, el empujón dado al progreso material del país. Y esto es lo que hundió a la Monarquía. Cuando el capitalismo gana dinero, cada día quiere ganar más. Cuando se produce un parón, un colapso, todo el mundo busca una nueva fórmula política para volver a las ganancias anteriores. Una de las cosas más inexplicables de la vida es que no pueda ganarse siempre dinero. Las ondulaciones de la vida son inconcebibles.
La Dictadura fue un gobierno de personas mediocres, mejor dicho, muy mediocres, que, por el hecho de mantener durante siete años un orden social y público, lo que ha venido en llamarse la paz y la tranquilidad del país, hizo que los españoles creyeran que España era un país rico. La estabilización de la vida general, el mantenimiento del precio de la moneda, aceleró considerablemente la circulación de capitales. Se hicieron muchas cosas y pasaron tantos duros ante los ojos de la gente y a tanta velocidad, que la gente creyó que había más moneda y más asequible de la que había en realidad. Todo lo cual, claro, es relativo —relativo en relación con otros países—. Lo cierto es que se creó una ilusión económica, y que esta ilusión impulsó en buena medida el hedonismo de la gente. El hedonismo no tiene límites y, cuando se conoce, se inscribe implícitamente en el partido del progreso indefinido —en el partido de los grifos que manan siempre.
Se produjo, sin embargo, el colapso —el parón en el rellano de 1930—. Con algo de paciencia, esta crisis habría podido superarse. Pero la gente estaba embalada y no habría tolerado que todos los grifos —y no sólo los del cuarto de baño— dejaran de manar. Es en este momento cuando se incorporan al movimiento de la subversión personas de historia y temperamento conservadores, que, aparte de dar a la gente garantías ideológicas, le dan la certeza de que existe un obstáculo que impide que se acentúe el progreso material. Tuvo lugar entonces un hecho singular en este país; a saber, la formación de un movimiento político integrado por ex ministros de la Monarquía, a los que llamaron monárquicos sin Rey. Sus nombres, todo el mundo los recuerda: en todo caso, resultan indiferentes. El obstáculo —dijeron los conservadores republicanos— es la Monarquía. En el preciso instante en que la parte más difícil de la opinión digirió este pronóstico, la Monarquía estuvo herida de muerte. Cuando se consideró que la institución ya no podía garantizar el mantenimiento de las vacas gordas de la época anterior, se trasladó al nuevo régimen el mantenimiento de lo experimentado con tanta satisfacción. La Monarquía fue arrinconada como un trasto viejo, inútil y acabado. En pocas palabras: se estimó que una república a la francesa, burguesa, con negocios y confort, haría marchar al país de un modo admirable. Y en ésas estamos.
En la transformación del Madrid antiguo está tal vez la llave que explica la adhesión de esta ciudad a las ideas republicanas —por el momento, se entiende.