El hotel de la plaza de Santa Ana, que es donde suele alojarse don Julio Camba, resulta un poco demasiado caro para mis posibilidades; mi tarea actual consiste, pues, en encontrar una pensión cuyo precio sea más razonable. Pasando por la Gran Vía, entre la Telefónica y la plaza del Callao, leo en un portal: Pensión X… Espléndidos y espaciosos cuartos de baño. Me dirijo hacia allí.
Una señora gorda y fresca, muy rubia, de carnadura más bien abundante, con una matinée[3] y unas horquillas en el pelo, se dispone amablemente a enseñarme los cuartos de baño. Sin embargo, de este tipo de cuartos, solo hay uno. Entramos. La bañera está llena de tiestos con geranios y palmeras de pasillo. Del brazo del aparato de la ducha, que parece muy oxidado, sale un cordel que llega hasta la cerradura de la ventana y sirve para tender la ropa semanal. Permanezco frente a la señora en un estado de cortesía extrañada.
—¡Caballero! —me dispara la señora con una volubilidad muy risueña que va dando paso a una sonrisa a medida que sus observaciones van completándose—. Caballero, quitaremos los tiestos, y la ducha funcionará. La casa no pondrá ningún obstáculo al aseo y a la limpieza de los huéspedes. ¡No faltaría más! Ni hablar. El cuarto está siempre libre, porque, como usted comprenderá, en Madrid, en este ambiente, se lava muy poca gente, casi nadie…
No creo que puedan dársele a un pobre huésped como yo más ilusiones higiénicas a base de delatar las incurias de los demás —lo que siempre es positivo, puesto que, fatalmente, alguien tiene que pagar los platos rotos—, y en esto consistió la proposición de aquella dama. Sea como sea, estaba tan harto de esta historia del alojamiento que me quedé en la casa, sin precisar fecha alguna.