EPILOGO

Siervito descascaraba con las uñas un lienzo de pared, y Emperador, receloso y con las orejas tiesas para tratar de oír algo, se paseaba mohino por la carretera. La Tránsito contó que cuando venían en el camión de los exilados, al llegar al páramo de Guatavita le dio a Siervo tanta tos que pensó decirle al chofer que los dejara allí no más, en uno de esos ranchos donde «posan» los arrieros que van a Covarachía con su recua de caballitos peludos; pero Siervo no quiso quedarse.

—Se me metió un frío en el costado, sumercé. Con la calorcita de la vega, en un tantico se me pasa.

Tránsito siguió contando que el médico del hospital de Sogamoso le recomendó que se cuidara, porque tenía el corazón descompuesto y un riñón que le bailaba en el cuerpo.

—Eso será del palo que los chulavitas me dieron en las costillas —murmuró Siervo con aquella voz ronca y destemplada que apenas podía entendérsele.

—Y tiene también algo en el pecho y en la garganta, pues sopla como un fuelle y de noche jadea como si se fuera a morir.

—¡Los males no faltan, mi amo.

Tenía la mirada vaga y triste, y una sonrisa dulce y humilde jugueteaba en sus labios delgaditos.

—¡Quién sabe qué le pasa! —dijo Tránsito—. Será que también se me quiere ir, como el Ceferino…

Don Ramírez había regresado la víspera de la capital, y comentaba las últimas noticias con don Resuro Pimiento el del páramo, con Antonio Avila el de la Carrera, con Angelito Duarte el de Agua Blanca, con Juan de la Cruz el del Palmar, con don Bauta el de la Quinta, y con don Rubiano el regidor. Los rodeaban peones y medianeros que lanzaban a veces exclamaciones de asombro.

—El general y el ejército ya no podían aguantar un día más esa vergüenza, esa calamidad de dos cabezas y muchas colas que se estaba tragando al país en los últimos años. Cuando tomó las riendas del gobierno en sus manos y prometió el perdón y la paz a todos los colombianos, miles de guerrilleros depusieron las armas en Casanare, en el Cocuy, en Chita… Pero dime, ¿Tú qué hacías durante estos dos años en Sogamoso? —le preguntó a Siervo.

—Casi nadita, sumercé.

—¿Cómo que nada? ¡Trabajar! ¡Qué íbamos a hacer sino trabajar, mano Siervo! Verá, sumercé: él jornaleaba en Paz del Río, donde están enganchando peones para tender la línea del ferrocarril; y yo lavaba los trapos, cocinaba y cuidaba al niño.

A Siervo se le había borrado el recuerdo de aquellos largos años de espera, que se habían arrastrado tan lentamente cuando los vivía echando pica y removiendo tierra en el banqueo del ferrocarril, dedicado a atesorar, centavo a centavo, hasta reunir doscientos pesos que ahora calentaba y acariciaba en el bolsillo. Hoy, esos años, se le reducían a un sueño en el recuerdo, a una sombra que se disipaba a la luz cruda y violenta del Chicamocha. No vale la pena el pasado, cuando el hombre se encuentra en el umbral del porvenir. Y él pensaba que al fin, aun cuando no fuera sino por salir de él, don Ramírez le recibiría esos centavos y le daría la tierra. Por el resto pagaría réditos y continuaría obligado a la hacienda con tres jornales al mes, que empezaría a cumplir desde el día siguiente. A la madrugada lo verían llegar, como hace dos años, como hace cinco, como hace diez, como toda la vida…

—Está muy bien, puedes comprar la tierra. A Siervo no le cabía el alma en el cuerpo.

—¿Eso que dice sumercé es de veras?

—Ven conmigo y firmas la promesa de compra. Te daré un recibo por los ciento cincuenta pesos y te prestaré un bulto de maíz.

—¿Por qué no de tabaquito, sumercé? —gimoteó la Tránsito—. Mire que sólo el tabaquito es aguantador en el verano y sabe agradecer cualquier llovizna. Así le pagaremos más pronto lo que salimos a deber, que son…, que son…

—Trescientos cincuenta pesos.

—¿No considera cuánto trabajo son trescientos cincuenta pesos, sumercé? Si a yo me da miedo de que le vayamos a quedar mal, cuando oigo mentar tanto dinero.

—¡Vos callate, mujer!

—¿Acaso no me dijo que le rogara a don Ramírez que por caridad de Dios nos dejara sembrar tabaco?

—Si lo sembraran, sería en compañía con la hacienda.

—¿Y no se podría lograr que fuera para nosotros solitos? Desde hace años de años venimos trabajando en la hacienda, y don Ramírez y los patrones son nuestros propios padres, y si ellos nos faltaran, ¡Ave María Purísima!, ¿quién podría ayudarnos?

—Ya veremos. Cuando completen la mitad del valor de la tierra, podrán sembrar tabaco como medianeros.

—¿Y cuánto más quedaría faltando para eso que sumercé dice de la medianía?

—Cien pesos.

—¡Dos cosechitas! por lo menos —exclamó Tránsito.

Don Ramírez redactó la póliza y la leyó en voz alta en el corredor, porque en la oficina se veía muy poco. Siervo se hizo repetir la parte correspondiente a los linderos, y luego preguntó.

—¿Ya volvieron los Valdeleones?

—Se quedaron en el Cocuy, si es que no los mataron. Esa tierrita la tiene ahora arrendada Antonio Melgarejo.

—¡Así quién dice nada! Es un buen vecino. ¿Y qué es de la vida de don Floro?

—Regresó a la vega y allá está moliendo caña en el trapiche.

—¿Me daría sumercé una ordencita para que me entregaran unos bultos de paja? El rancho está en el suelo.

—Ahora no es posible. La necesito toda para empajar los caneyes que quemaron los chulavitas. Tal vez después:… ¿Y les parece que quedó bien la póliza?

—Si sumercé me llevara la mano, se la firmaría ahorita mismo. Y sumercé puede entregarme el recibito por los ciento cincuenta pesos, que aquí tengo donde guardarlo.

—¡Pero antes yo quisiera hacerle un reclamo a don Ramírez! —se atrevió a decir la Tránsito.

—¿Y eso para qué reclamos a estas horas? —protestó Siervo.

—Me pareció, con perdón del patrón aquí presente, que en esos escritos no se mientan las escurrajas de la toma, y ese derechito lo teníamos ganado desde antes de que nos echaran los godos. A yo me parece, con perdón de sumercé, que sin agüita no vale la pena comprar ese pedregalón donde se pasan tantos trabajos.

Siervo abrió tamaños ojos. Don Ramírez sonrió complaciente.

—De veras que se me estaban olvidando las escurrajas… Eran dos días, ¿No es cierto?

—Eran tres días con sus noches, sumercé.

—¿Tres días con sus noches en el mes? ¡Sería demasiado!

Siervo la miraba con angustia, mientras don Ramírez entraba a la oficina a consultar los cuadros donde apuntaba los turnos de aguas en la vega.

—Tiene razón la Tránsito —dijo—. Sólo que así, con tanta agua, la tierra vale mucho más de los quinientos pesos que yo pensaba.

Una hora de discusión tuvo don Ramírez con la Tránsito, primero por el agua de las escurrajas y después por el precio. Siervito, fatigado, se quedó dormido sobre las piedras del corredor de los peones, y Emperador se atrevió al fin a trasponer el portón y se le acostó encima. Siervo tosía, carraspeaba, escupía a lo lejos por encima de la baranda y jadeaba como si tuviera un bulto de plomo sobre las costillas. A veces se agarraba a una columna del corredor, porque la cabeza le daba vueltas. Le parecía que aquella larga conversación no iba a terminar nunca. Se angustiaba pensando que a la puerta del horno se quema el pan, y la insistencia de la Tránsito porfiando primero por el agua, y más tarde por el precio, podía echar a perder el negocio. Este quedó arreglado por fin, firmado a ruego con la asistencia de don Roso, quien llegó al corredor encabezando la cuadrilla de peones. Se las echaba de valiente con mano Siervo, a quien le relató todas sus aventuras y desventuras en la montaña, durante la persecución de los últimos meses. No hablaba para Siervo, sino para don Ramírez, pero éste no lo escuchaba.

Durante la lectura de la póliza, Siervo y Tránsito se quitaron el sombrero y después de la firma se echaron la bendición y les dieron las gracias a don Ramírez y a don Roso.

—¡Camine ahora sí, que se nos hace tarde! —dijo ella.

El sol ya estaba encima de las montañas de Onzaga. Las nubes se desflecaban sobre la sierra del Cocuy y se estaban dorando a fuego lento, porque comenzaba a agonizar la tarde.

Trotaban en fila india, como solían: primero, Siervo cargado con el bulto de semilla, después la Tránsito con Siervito de la mano, y a la zaga el perro. El sol se sostenía en vilo sobre la cuchilla de Onzaga, pero grandes manchas de color violeta rodaban cuesta abajo.

—¡Apure, mano Siervo, antes de que anochezca!

El apenas podía con la carga. Sudaba a chorros, suspiraba, maldecía entre dientes y sentía que las fuerzas lo abandonaban poco a poco. La fragancia de los cañaverales que se asoman al camino y el olor de los caneyes del tabaco le hacían cosquillas en la garganta y lo hacían toser.

—¡No puedo más, mana Tránsito! Espéreme un tan­ tico.

Se sentó en una piedra, a la vera del camino, cerca a la casita de los Cárdenas.

—¡Ah, malhaya un sorbito de guarapo!

Cuando Alejandrino le alcanzó una totuma, y lo examinó a la luz de un postrer rayo de sol que enrojecía el camino, le dijo a Tránsito:

—Tiene la muerte en la cara. ¿Qué le pasa a mano Siervo?

—¿A yo? Nada. Nada sino que traigo aquí, en la faltriquera, el recibo por las arras que le di a don Ramírez sobre la orillita de la vega. Ahora sí no hay quien me eche cacho, mano Alejo, porque tengo tierra, y en pocos años levantaré una casa como la suya, de adobe cocido y con techo de teja, toda pintada de colorado, que es el color que más nos favorece a los liberales.

—¡Que Santa Rita se la conceda, mano Siervo! Pero aún así, me parece que tiene muy mala cara.

—¿Cuándo la he tenido bonita? Las enfermedades no faltan, pero ya tengo lo más importante, que es la tierra. Todo lo demás en esta vida es paja, como la que no quiso darme don Ramírez para techar el rancho.

—A Dios gracias yo logré juntar unos centavos mientras andaba por el Reino, cuando me echaron de aquí, y al volver me pude fabricar esta casa de teja. Con la ayuda de Nuestra Señora, que no ha de faltarme, creo que a la vuelta de tres años podré comprar esa planadita que se extiende hacia el lado del Jeque.

—Así sea, mano Alejo. Yo voy a sembrar tabaco y una platanera, en «El Bosque». Sólo le pido a Nuestra Señora de Chiquinquirá que la salud no me falle, pues las ganas de trabajar me están sobrando.

—¡Camine, mano Siervo, que ya está cayendo la noche! —le dijo la Tránsito.

El sol se había cansado de rodar sobre la cuchilla de Onzaga, y la noche se desplomó de golpe sobre el cañón del Chicamocha. Del fondo del abismo se levantaba una sombra tibia y espesa. Los cañaverales, rendidos de cansancio, se dejaban acariciar por la brisa. Siervo se despidió de Alejandrino Cárdenas y trotó por la carretera adelante; pero sus piernas, duras y elásticas, ya no le obedecían como antaño. Tuvo que detenerse y apoyarse en el barranco de la carretera.

—No sé qué me está pasando, mana Tránsito.

—¡Muévase!, que todavía tenemos que bajar por el atajo de la peña…

—Estoy sudando a chorros.

—Deme el bulto de maíz, y hágase cargo del Siervito y el perro.

—Y esas sombras que veo, y esos fríos que me corren por la espalda, y esos calores que me azotan la cara ¿qué serán, mana Tránsito?

Se había sentado sobre una piedra, en la cuneta del camino, y acezaba como un perro. Emperador comenzó a ladrar, como si hubiera visto pasar una alma bendita.

—¿A quién le ladra Emperador, mana Tránsito?

—¡Yo qué sé! Tal vez pronto va a salir la luna sobre las sierras del Cocuy. Conviene que sigamos, mano Siervo, porque a este paso no vamos a llegar nunca.

—¡Aguárdese un tantico!

Siervito se arrancó a llorar, y el perro siguió ladrando.

—¡Mire que ya está noche, mano Siervo!

—Ya voy…

Se levantó trabajosamente, trastabillando como si estuviera borracho. Se palpaba con una mano el pecho, y con la otra se apoyaba en el barranco. Más de una hora tardaron en llegar al aprisco, porque la tos, el sofoco y la flojera de las piernas, no le dejaban caminar aprisa. Sentía deseos de tirarse a la orilla de la carretera para descansar hasta el otro d ía, pero tenía que seguir, porque de lo contrario no llegaría nunca a la vega.

—¡Me duele mucho el brazo, mana Tránsito!

—Sentémonos aquí en el aprisco a descansar un rato mientras eso se le pasa, mano Siervo. ¡Lástima grande que la niebla que sube del río, y la noche que está muy oscura, porque no ha salido la luna, no nos dejen columbrar la vega! ¡Ya la tierrita es nuestra, mano Siervo! ¿Sí me oye lo que le digo? Nuestra y de nadie más… Cierto que todavía nos falta mucho tiempo para acabar de pagarla, pues pasarán por lo menos dos años antes de que nos entreguen la escritura, pero por algo se empieza. Poquito a poco se anda lejos, mano Siervo, y ya tenemos caminados por lo menos veinte años…

—¿Veinte no más? ¡Toda la vida, mana Tránsito, toda la vida!

Siervo se tiró sobre la tierra dura del aprisco, salpicada de boñiga y de cagarrutas de cabra. Se tendió bocarriba. Un gemido sordo se escapó de sus labios.

—Creo que me voy a enfermar, mana Tránsito. Me parece que esta noche ya no podremos bajar a la vega. No podría dar un paso.

¿Por qué no hace un esfuercito? En media hora de bajar al trote por el atajo, llegaríamos a la orilla del río. Ya va a alumbrar la luna, la luna nueva, porque las nubes se están poniendo amarillas sobre la sierra del Güicán… ¿Por qué no bajamos, mano Siervo? En llegando a la vega, en el rancho de los Melgarejos le haré una agua de panela bien caliente, para que sude, y verá cómo toda esa maluquera se le pasa.

Siervo cerró los ojos y apretó los labios. A poco de allí un ronquido sordo comenzó a borbotar en su garganta.

—¡Ya salió la luna, la luna, mano Siervo! Si se levanta y se asoma a la cerca del aprisco, verá allá abajo el río que relumbra a pedazos entre la vega.

—¡Y si ya no pudiera ver la tierrita en esta vida, Virgen Santísima!

—¿Por qué dice esas cosas, mano Siervo?

Siervito y Emperador, rendidos de cansancio y de sueño, se quedaron dormidos el uno sobre el otro, vueltos un ovillo sobre el suelo, sin importarles que la luna les embadurnara de luz al un o la boca y el hocico al otro. Siervo gemía. Tenía la frente brillante de sudor, y la angustia le agrandaba los ojos y no le daba sosiego.

—¡Preste el papelito, mana Tránsito!

—¿Para qué lo quiere?

—¿No me lo puede leer?

—Yo no sé de esas cosas, mano Siervo. Se lo puedo contar, pues me lo sé de memoria …

—¿Quedaron bien claritos los linderos por el lado de don Floro y de los Valdeleones?

—¡A quien se lo dice!

—¿Y las escurrajas?

—Yo misma logré que don Ramírez dejara apuntado con todas sus letras eso de que nos tocan tres días enteros con sus noches del agua que escurre de la toma de don Floro Dueñas.

—¡Ya no veo nada, mana Tránsito! ¡Ya no la veo!

—¡Cómo va a ser eso, si la luna ya está en el cielo y se vuelca sobre la vega. Abra los ojos y la mira, mano Siervo…

Rodaron algunas piedras, crujieron las ramas de unos arbustos, y llegó corriendo Antonio Melgarejo.

¡Por la Virgen Santísima! —exclamó al entrar al aprisco y ver a la Tránsito en pie y a Siervo tendido en tierra.

—Somo gente de paz, mano Antonio. Estamos decansando un tantico mientras al Siervo se le pasa un sofoco que le dio en la subida del Jeque. Ahora somos vecinos, según nos dijo don Ramírez, y Dios nos lo conserve muchos años…

—Gracias, mana Tránsito. Pero es que…

—¿Qué pasa?

—Es que cuando estábamos comiendo la mazamorrita en el corredor del rancho que fue de los Valdeleones, donde ahora asistimos como arrendatarios, vimos de pronto a un viviente que bajaba saltando por la cuesta de la Peña Morada. Parecía volar, mana Tránsito, y mi mujer pensó que no era un viviente sino un alma bendita…

—¿No sería el Ceferino, mano Antonio? ¿O sería el Atanasio?

—Yo lo atisbé cuando bajó saltando sobre las piedras. Llegó al lugar donde todavía se levantan, medio chamuscados, los cuatro palos de su rancho…

—¿Del nuestro?

—Del mismo. Se echaron a ladrar los perros y a yo se me pararon los pelos y un frío me corrió por el espinazo. El hombrecito se agachó y besó la tierra. Luego se dio vuelta hacia nosotros, y la luna le cayó en el rostro. Mi mujer dio un grito: ¡Era el Siervo, mana Tránsito! ¡Era el Siervo Joya!

—No puede ser, porque aquí lo tiene en cuerpo y alma, echado sobre un montón de boñiga al lado de Siervito y el perro.

Cuando Antonio se inclinó sobre él, lo tentó frío y tieso, con los ojos velados por una nube y la boca abierta.

Tránsito llegó a la casa de la hacienda cuando amanecía. Don Roso, el mayordomo, llamaba a lista a los peones de obligación, que saldrían después del desayuno a regar los colinos del tabaco recién plantados en las eras.

—¿Siervo Joya?… ¡Oh, Siervo Joya!… ¿Dónde está Siervo Joya?

—Se quedó en el aprisco, estirado en el suelo y con cuatro velas en los cabos.

—¡No diga, mana Tránsito!

—Se murió a la nochecita de ayer. Venía a emprestarle dos peones para que me ayuden a cargarlo hasta la capilla. En el primer camión que pase para arriba me iré a Soatá por el cura.

—¡Compasión del Siervo, mana Tránsito! La acompaño en su pena.

—¿Ya anda por aquí don Ramírez?

—Está allá dentro, turnando el desayuno. ¿Quiere que se lo llame?

—No le moleste por tan poco. Aquí lo espero. Venía a decirle que desbaratemos el trato de la tierrita de la vega, y que me haga la caridad de devolverme las arras que le entregamos ayer tarde. No tengo ni un real para el cajón, y las velas, y el responso, y el cura; y con lo que sobre es menester que sigamos viviendo yo, y el Siervito y el perro.

—¡Ah vida ésta, mana Tránsito! ¡Conque se quedó en fin de cuentas mano Siervo sin tierra!