La realidad de esas aprensiones se confirmó al otro día, cuando muy de mañana don Floro en su mula y Siervo a pie, los dos subieron a la carretera donde montaron en el primer camión que pasó para Soatá. El primero quería demandar al segundo ante el alcalde, por el robo del agua en la noche pasad a. Llegaron a la alcaldía, y el guardia que se encontraba a la puerta, y el nuevo secretario, y un escribiente a quien no conocían, los recibieron con cara de pocos amigos.
—¿A qué vienen? —les preguntó el alcalde—. Muestren la cédula.
Y cuando la mostraron:
—¿De manera que no votaron en las últimas elecciones?
—No tocaba, sumercé.
—¡Ajá! ¿Tú eres el Siervo Joya? ¿El que mató a mano Atanasia, el de la Chorrera?
—El mismo, para servirle a sumercé.
—¿Cuándo te soltaron de la cárcel?
—Hace ya varios meses, sumercé.
—¿No serás de los abrileños, que se fugaron cuando tus jefes les abrieron las puertas de la cárcel de Santa Rosa de Viterbo?
—¡Ave María Purísima, sumercé!
A Siervo le pasaban sombras por la cara, y tenía la voz más destemplada y ronca que nunca.
—Tienes que andarte de aquí en adelante con mucho cuidado, porque tengo orden del directorio conservador de reabrir el juicio en que estás comprometido. Yo no quiero perjudicarte a ti, que eres un pobre diablo, sino a tus jefes que son todos unos asesinos. Por ahora, tendrás la obligación de presentarte cada ocho días en la alcaldía.
¿Entiendes? ¡Y cuidado con que se te olvide!
—Sí, mi amo.
—Yo venía —comenzó a decir don Floro Dueñas con el rostro verde por la rabia y el miedo— yo venía a solicitar del señor alcalde…
—Con vos nada tengo que hablar. Ya terminó para siempre, ¿lo oyes?, para siempre el dominio de los liberales en este pueblo. Si tienes alguna queja, corre a ponérsela a tus jefes liberales. Y ahora váyanse, que tengo mucho que hacer.
—Sucede, señor alcalde, que en la noche pasada Siervo Joya aquí presente, que es mi vecino en un arriendito que tiene sobre la vega del río…
—Mejor es que nos arreglemos afuera, don Floro, —le dijo Siervo por lo bajo—. Acuérdese que para los liberales ya no hay alcalde.
—Digo que nos vamos ya, señor alcalde. No querernos molestarlo. Sólo quisiéramos saber si nos podernos llevar las cedulitas…
—¿Las cédulas, dices? ¿Para qué quieren ahora cédulas los liberales? ¿Estas oyendo, Senén? ¿Ustedes creen que nos volverán a ganar las elecciones con papelitos?
El secretario soltó una carcajada.
—Se me estaba olvidando algo muy importante. Senén, dame unas copias de la circular que hicimos esta mañana para los regidores y los inspectores de vereda. El regidor de la vega es Antonio Avila, ¿no es cierto?
—De la vega y de la Carrera, sí señor alcalde.
—¿Y los inspectores de vereda quiénes son?
—Yo en la vega —dijo don Floro Dueñas—. Don Rubiano es regidor en la hacienda, don Juan de la Cruz Hernández es inspector en el Palmar, y en Nogal don Vicente Rojas…
—¡Son unos liberalazos!, señor alcalde —exclamó el secretario—. ¿Por qué no los cambiamos?
—¿Y quieres tú que nos maten a los conservadores que mandemos de reemplazo? ¡Eres un bruto!
—Como ordene el señor alcalde.
El secretario le entregó unas hojas de papel, y el alcalde las leyó para sí muy despacio y luego las firmó y rubricó con un trazo complicadísimo, salpicado de tildes y de arabescos.
—Tienes que entregar a Rubiano y a Antonio Avila estas circulares para que las repartan entre los comisarios y se las lean a todos los vecinos. He dispuesto que los habitantes de esas veredas concedan tres jornales por mes al municipio, para montar los tubos del acueducto que trajimos de Bogotá. Al que no venga le pongo multa, ¿entiendes?
Don Floro Dueñas y Siervo Joya salieron del despacho mohinos, caminando de espaldas y a reculones. En la plaza del pueblo no pudieron ni cambiar ideas, porque el nuevo carcelero que estaba a la puerta del edificio los amenazó con «enchiquerarlos» si no «circulaban». Siguieron calle arriba, cabizbajos, hasta la tienda de la comadre María donde cada uno por su lado pensaba aliviar su humillación con una totuma de guarapo o con una cerveza. La comadre tardó menos en verlos que en decirles:
—¡Oiga, don Floro! ¡Escuche, mano Siervo! Más vale que se vayan prontico de aquí porque no faltará quien les busque camorra. Ayer por la tardecita recibí una boleta del alcalde, que por ahí le tengo, en la que me pide bajo multa que desocupe el local. De hoy en adelante, sólo mis vecinas tendrán licencia para vender guarapo. A la comadre Chava le echaron varios tiros anoche, y le despedazaron la puerta de la casa porque se atrevió a vender los periódicos liberales.
—Yo tenía en mientes la idea de pasar por la Caja Agraria —dijo don Floro.
—Pues le aconsejo que no vaya.
—¿Así están las cosas, comadre?
—El nuevo gerente es don Próspero y esta mañana me dijo cuando fui a pedirle un visitador para que evalúe la finca del otro lado del río, que la quiero vender cuanto antes… me dijo: «Los liberales que esperen… A mí me pusieron aquí de gerente para prestarles la platica a los conservadores».
Don Floro se mordió los labios.
—Ahora sí nos llego la destorcida, mano Siervo. Pero le advierto de una vez por todas que no estoy dispuesto a dejarme robar el agua. Si ya no hay quien ponga cauciones, ni dicte leyes, apelaré a aquellito que usted sabe y que me cuelga de la cintura y me golpea las corvas…
—Don Floro no considera con la sed que otro vive, decía mi mama.
Los dos bajaron por el camino de la peña, el uno en su mula chiquita y cabezona y el otro a pie: ambos mudos y preocupados. Ahora sí, de verdad, les parecía que el mundo ya no era el de antes, ni el sol brillaba como siempre, ni las gentes tenían la misma cara. Sobre todo el horizonte se presentaba oscuro para don Floro Dueñas, quien después de trabajar cuarenta años había logrado pasar de simple peón de estribo de los patrones viejos a hombre de confianza de don Ramírez, y de jornalero que comía su mazamorra en el patio de los peones a aspirante a propietario en la vega. Antes usaba corrosca y andaba descalzo, y ahora gastaba sombrero de fieltro y los domingos se ponía botines. Soñaba con establecer un negocio de intercambio de mercancías con Cúcuta, y tenía palabreada la compra de un camión a plazos. A un hijo que tenía, no de misiá Silvestra sino de una antigua amante que era tendera en Capitanejo, lo estaba educando en un colegio de la capital, y el muchacho saldría pronto de bachiller y lo metería a la universidad para que fuera doctor. Quién sabe si llegaría a alcalde, y a diputado, y a todas esas cosas que él ya no sería nunca porque los sesenta años lo sorprendieron sin aprender a leer. El cambio de régimen político le cerraba a su hijo las puertas de Soatá y los caminos de la administración pública. Don Floro otra vez había quedado reducido a las modestas proporciones de un campesino a quien los caciques no reconocen. El alcalde no fallaría a su favor las demandas, como antes ocurría; ni volvería a comer cabrito en la vega con los señores del pueblo. Otros mandaban en el municipio, y para ellos don Floro Dueñas no era sino «el indio ese que encabezaba a los liberales de la vega, como teniente de don Ramírez». Lo peor era que debía todavía mucho dinero en el banco y no había acabado de comprar su arriendo, de manera que el nuevo régimen lo sorprendía sin escrituras y sin plata.
Para Siervo la situación era distinta, aunque no risueña. Temía que dieran en rebullir otra vez el juicio por el crimen del Atanasia, según lo anunció el alcalde. Sabía que en adelante las autoridades lo tratarían sin contemplaciones, como a los molineros cuando mandaban los liberales. Se les cerraría para siempre el crédito en el banco, que para decir verdad jamás tuvo abierto cuando el gerente era «de los mismos». La diferencia consistía en que si don Floro se caía de la mula y se rompía la crisma, él sólo se podría ir de bruces pues siempre había estado a ras de tierra. Esta lo preocupaba, porque no podría ser suya sino Dios sabe cuando, en el caso totalmente ilusorio de que don Ramírez cambiara de humor y le perdonara la deuda de los jornales, y el gerente se compadeciera de él y le prestara el dinero, y los conservadores de Soatá destruyeran uno por uno a todos sus vecinos y en cambio lo respetaran a él y le permitieran trabajar tranquilo en la vega. En fin, que a Siervo ya sólo le restaba la ilusión del milagro: pero le parecía que hasta Nuestra Señora de Chiquinquirá se había vuelto goda…
En su próxima visita a Soatá, a donde tendría que ir cada ocho días según la orden del alcalde, le llevaría dos pesos al señor cura para que dijera una misa por la intención de que se cayeran los godos. Sucedía que a medida que cavilaba en su mala suerte, trotando a la baticola de la mula de don Floro Dueñas, sus pensamientos se desplazaban al terreno político. En los conservadores, como en cabeza de turco, localizaba y personalizaba todas sus desgracias. Ellos eran los responsables de su crimen, porque uno de ellos se le puso por delante cuando dormía la borrachera en la tienda de la comadre María. Ellos eran quienes le negaban el préstamo en el banco. Por ellos es taba condenado a trabajar como un negro, siendo indio. Ellos le ponían el humor de todos los diablos a don Ramírez y no le dejaban sentir una pizquita de compasión por el Siervo. Ellos…
Floro, que iba adelante, con las riendas bien levantadas para que la mula no se fuera de bruces en la pendiente, mascullaba de vez en cuando:
—¡Malditos godos!
Siervo, que iba a la retaguardia, se santiguaba y decía:
—¡Ave María Purísima! ¡Santa Rita permita que se mueran todos de peste!
Cuando llegaron al rancho, Tránsito le dijo:
—¡Y eso qué pasó, mano Siervo, que los dos volvieron con cara de desenterrados!
—Las vainas nunca vienen solas, mana Tránsito. Ahora pasó que el alcalde nos quitó las cédulas.