CAPÍTULO VIII

En las elecciones presidenciales del año siguiente fue especialmente dura y trabajosa la situación para los liberales de la vega. En los días anteriores al domingo en que deberían celebrarse, comisiones de policía municipal, que habían sido pocos meses antes bandidos que andaban sueltos por el monte, se dieron a la tarea de recorrer las veredas, requisando a los campesinos y revolviendo hasta las piedras del fogón, para decomisarles la cédula electoral. Venían enardecidos por la cerveza que generosamente les habían distribuido el alcalde y el directorio conservador del pueblo. Se había roto la convivencia en todo el país y la consigna oficial era «palo a los liberales».

—«¡Tacaron burro!» —dijo Siervo.

Las cédulas reposaban muy bien guardadas en el escritorio de don Ramírez, de manera que a Siervo no le encontraron ni un papel que pudiera comprometerlo. Se contentaron los guardias con darle un culatazo en los riñones, cuando salieron, a fin de que el lumbago no le permitiera concurrir a las urnas.

Los conservadores trataban de demostrar que eran una mayoría abrumad ora, aunque los liberales no pensasen votar, sino pasar agachados para salvar el pellejo. Pero, por si acaso, se trataba de amedrentarlos y reducirles a la impotencia. La lucha era desigual, porque las armas del gobierno se habían repartido entre los caciques conservadores, y los liberales carecían de recursos para remontar su gente y dotarla de un armamento eficaz.

—Nos dormimos sobre los laureles y los jefes de la ciudad pensaron que iban a gobernar toda la vida decía don Ramírez—. Si quieren que al menos la conservemos, que nos manden armas —clamaba por carta desde la casa de la hacienda. Pero los jefes liberales, desmoralizados por el fantasma de la derrota y atemorizados por las medidas que había tomado el gobierno, sin arrestos para levantar revoluciones como los viejos de la generación pasada, no contestaban.

—Para limpiar esta tierra de enemigos —escribían al gobierno los jefes conservadores de Soatá— manden más policías, y más ametralladoras, y más fusiles…

De aquellas intenciones sabían bastante los liberales, porque en las últimas elecciones de congresistas, aun cuando la convivencia ya se había roto en todas partes, don Ramírez fue a Soatá con toda la gente de las cuadrillas: los veganos encabezados por don Floro Dueñas, los paramunos por Resuro Pimiento, los aguas blancas por Angelito Duarte, los palmareños por Juan de la Cruz Hernández, los carreranos por Antonio Avila y los de Ovachía con don Aurelio Rojas a la vanguardia, que era el dueño de una gallera recién establecida sobre el camino.

Los acarreaban aquella vez en camiones adornados con banderolas rojas y amarillas, y cuando llegaron al puente que se encuentra a la entrada de Soata, sobre una quebrada, recibieron una lluvia de piedras con que los saludaron los molineros desde lo alto del barranco. Hubo contusos y descalabrados, pero los choferes se cerraron contra la peña y pudieron llegar sin más percances a la plaza del pueblo.

—¡La cosa va a estar bonita! —gritó Roso, el mayordomo.

Cuando se alinearon para votar, muchos hallaron que habían madrugado a votar por ellos, y a otros la policía, con bayoneta calada, les impidió que votaran. Al entrar en la plaza los requisaron para ver si llevaban armas, y con los machetes y los cuchillos los despojaron de la cédula, y a los que les fue menos mal los encerraron en la cárcel.

—¡Ahora sí se nos volteó la arepa! —dijo Siervo cuando regresaron de aquel Waterloo que padeció don Ramírez.

Estas circunstancias que se extendieron entonces con mayor o menor violencia a todo el país, llevaron a tal postración al liberalismo que permitieron el triunfo del nuevo presidente conservador, y un gran silencio cayó como una losa sepulcral sobre el cuerpo ya corrompido y maltrecho del partido de oposición.

—¡No se trataba de votar! —explicaban los Jefes conservadores en la alcaldía de Soatá—, sino de aplastarlos y no dejarnos caer del gobierno, porque para saber lo que habría de pasarnos si volvieran los liberales, bastaría recordar al 9 de abril.

Pasado el fraude gigantesco de las elecciones, el entusiasmo del electorado conservador fue tan detonante y el triunfo sobre el papel tan contundente, que el alcalde pudo informar al ministerio de gobierno: «Venció conservatismo por tres mil votos contra cero. Fuera de dos muertos y diecisiete heridos, no hubo desgracias que lamentar. Tranquilidad completa en todo el municipio».

El alcalde de Capitajeno fue más explícito: «Aquí ni un solo liberal quiso acercarse a las urnas, motivo voluntario abstención declaró electorado. Siete de ellos, en riña motivos personales, murieron a tiros».

—¡Las cosas son como son! —comentaban los jefes de Soatá en la tienda de la comadre Chava, a quien aún no le habían encontrado un sustituto conservador—. Ellos no nos dejaban arrimar a las urnas cuando tenían la sartén por el mango, y ahora nos toca a nosotros mantenerlos a raya.

Siervo le dijo aquella noche a la Tránsito, cuando se enteró del resultad o de las elecciones por la cara de muerto que traía don Floro, quien había subido a la hacienda para informarse:

—¡Ahora sí se nos montaron los godos, mana Tránsito!

—¿Y a mano Siervo qué le va ni qué le viene con que suban los unos y se caigan los otros?

—Las mujeres no saben de esas cosas. Uno tiene sus ideas desde niño, desde que tiene conciencia, y nada hay más feo en el mundo que los volteados…

—Yo quisiera saber qué le dieron los liberales, mano Siervo, fuera de tres añitos de cárcel.

—Ahora mismo me decía don Floro: ¡Nos comió el tigre!, mano Siervo. Perdimos la justicia y la fuerza, y no podemos volver tranquilamente a la plaza del pueblo a vender unas brazadas de fique o a comprar un terrón de sal, porque se nos echarán en gavilla los chulavitas. Dicen que al otro lado, en Capitanejo, van a expulsar a todos los liberales… ¡Santa Bárbara bendita!

—Para pasar trabajos, lo mismo es con los extraños que con los propios, mano Siervo.

—Decía don Floro que ahora nos tocará vivir encerrados como en una jaula, rodeados de enemigos por todas partes. ¡Si a veces me dan ganas de llorar, mana Tránsito! ¡Ahora sí nos acabarnos los liberales!

—Siéntese a llorar… No lloró por su mama, que en paz descanse; ni cuando se fugó el Sacramentico; ni cuando se rodó la Francelina; ni cuando el chofer se robó las cabras; y ahora va a chillar porque en Soatá ya no manda don Ramírez, ni don Puno, ni don Roso, ni don Rubiano, sino don Próspero, y don Aristides, y don Celso, y el señor cura que muy poco quiere a los liberales. Fortuna que murió Su Señoría el canónigo hace dos años, porque si no cómo fuera.

—Y cuando mana Tránsito lleve a vender sus suelas de alpargates a la plaza de Capitanejo, no podrá ponerse sus enaguas coloradas, porque los indios del retén de la Palmera, que ahora son regados, le quitarán hasta el refajo.

—Esta mañana le oí decir a mi madrina Silvestra que don Floro Dueñas se quiere ir de aquí, porque con el triunfo de los godos se va a poner la vida muy dura para los propietarios liberales.

—¿Conque eso dijo?

—Y pienso yo que ya no habrá quién nos dispute la tierrita.

—Eso podrá ser así. ¿Pero los godos? ¿No nos echaron también, mana Tránsito?

—¿Qué tienen ellos contra nosotros?

—Nunca se sabe.

—¿Qué nos importa que el pueblo sea de los u nos o de los otros, si algún día nosotros llegamos a echar raíces en estos pedregales?

—¿Y si estallara la guerra, mana Tránsito?

—Nuestra Señora de Chiquinquirá nos favorezca.

—Se lo digo porque don Floro me contó que a don Ramírez la situación lo tiene muy preocupado.

—El estaba acostumbrado a chalanear en el pueblo y ahora le va a tocar que lo ensillen.

—Por eso está resuelto a irse de aquí antes de que lo maten.

—Los patrones se pueden ir cuando quieran, mano Siervo, y nosotros los pobres nos tenemos que quedar siempre aguantando los dolorosos. ¡Ay Dios! Por ahora lo mejor es que no hablemos más y nos durmamos, porque ya es tarde.

—Será con un solo ojo, porque pienso tener el otro abierto toda la noche. Le digo esto porque desde aquí estoy viendo las candeladas que han encendido los conservadores del Espino, y los de la Uvita, y los de Boavita, celebrando sus elecciones. Además hoy le toca el turno de agua a don Floro Dueñas y voy a tratar de desviarle tantico la escurraja, antes de que la sementera se nos muera de sed.

—¡Mire que tenga mucho cuidado! En cuanto lo llegue a sorprender mi padrino Floro, será capaz de arrancarle la piel a tiras.

—¡Virgen Santísima! Si yo le tengo tanta desconfianza a don Floro como a los godos…