CAPÍTULO VII

Aun cuando hubo de vender las dos cabras horras a don Floro Dueñas, que se las pagó en la mitad del precio que él había fijado en un principio, no pudo poner por obra sus deseos, pues todo se le fue en gastos causados por la enfermedad de la Tránsito. Aquella noche la encontró ardiendo de fiebre, con la cabeza amarrada con un trapo para que no se desprendieran unas hojas de plátano que le refrescaban la frente. Siervo le preparó una agua de panela y fue a la casa de don Floro Dueñas a preguntarle a misiá Silvestra qué debería hacer con la enferma. Ella le suministró una purga muy fuerte, cocida con unas hierbas amargas que cultivaba en su solar, y ordenó que le pusiera una cataplasma en la cabeza. Como al cabo de tres días la fiebre no cediera un punto, Siervo llevó la enferma a Capitanejo en la mu la que le alquiló don Floro. El médico y boticario del lugar diagnosticó un tifo, por lo cual Siervo tuvo que cargarla con un amigo, esta vez en guando, al hospital de Soatá, donde permaneció más de cuarenta días entre la vida y la muerte, de la cual la sacó casi en vilo una promesa a Nuestra Señora de Chiquinquirá, porque otros medicamentos no le hicieron.

Mientras tanto continuaba el trabajo en el pedregal de la orilla del río, y la obligación en la hacienda, y los jornales en la finca de don Floro Dueñas. Fue una época dura que le hizo olvidar a Siervo los trabajos y privaciones que había padecido en la cárcel; y de no haber sido por las mascaditas de coca que le facilitaban los hayeros, se hubiera muerto de hambre.

Aprendió por aquella época todos los trucos del oficio del tabacalero, pues Roso el mayordomo le impuso la obligación de vigilar dos noches por semana un caney de la vega donde los medianeros de la región solían almacenar su tabaco. Un a noche en que rendido de luchar contra el sueño se quedó dormido, sintió de pronto que algo le azotaba la cara. Al abrir los ojos vio a dos personas que estaban descolgando unas sartas de tabaco; se levantó de un salto y desenvainando el cuchillo se enfrentó a los ladrones.

—¡Chist, mano Siervo! —susurró la Valdeleona, llevándose un dedo a los labios—. Como los tiempos se han puesto tan difíciles, hemos resuelto sonsacar unas diez sarticas de tabaco que alisaremos de noche en el rancho, y el domingo iremos a venderlas a la Compañía en Capitanejo. Si mano Siervo quisiera, haríamos el negocio en compañía, pero entonces tocaría bajar otras diez sartas. ¿Cómo le parece?

—Y es que si no le parece —advirtió el Valdeleón rascándose la cabeza por debajo d el jipa—: si no le parece y trata de llevarle el chisme a don Ramírez o a don Floro, tocaría usar esto…

Y señaló el largo machete que le colgaba de la cintura y le golpeaba una pierna. Siervo, que ya no podía con sus deudas y sus afanes, opuso una resistencia muy débil a la tentación encarnada en los Valdeleones.

—¿Por qué no lo dejan sembrar tabaco, mano Siervo? —preguntó la Valdeleona—. No nos dejan porque somos pobres. ¿Quién lo sacó de la cárcel, mano Siervo, sino Nuestra Señora de Chiquinquirá, como me contaba la señora Silvestra, y quién lo metió en esos bretes sino la política, es decir, don Ramírez que lo llevó de la nariguera a Soatá como a los bueyes?

—Eso es cierto, y para qué negarlo. Pero me comprometí a cuidar el caney de la hacienda, y si algo se pierde, ¡Virgen Santísima!, me lo sacarán «a juro», aun cuando sea de mi propio pellejo. A lo mejor me vuelven a meter en la cárcel, porque una vez que uno ha pasado por ese trance, queda lisiado.

Pudo más la cara de pocos amigos que ponía Valdeleón, y Siervo acabó por ayudarle a descolgar las otras diez sartas, y prometió pasar al otro día por la noche, que la tenía libre, a ayudar a los Valdeleones a alisar y remojar el tabaco para darle más peso.

—¿No ve, mano Siervo? Así sí nos entendemos y nos volveremos amigos.

Cuando a la mañana siguiente llegó personalmente don Ramírez a contar las sartas y echó menos las veinte que habían sustraído Siervo y los Valdeleones, fue tal su indignación que por poco se tulle de la rabia. Siervo confesó que se había quedado dormido, pues con la enfermedad de Tránsito estaba trabajando de día y de noche como la yunta del trapiche, y no le quedaba tiempo ni para cerrar los ojos.

—¿No sospechas de nadie? ¿No serían los Valdeleones?

—De nadie sospecho, sumercé, pues no soy persona de andar levantando falsos testimonios ni contando chismes.

Don Ramírez amenazó a los medianeros con descontarles el valor de las sartas del dinero que más tarde les correspondería por la medianía, y la cosa no pasó a mayores. Aquella noche los Valdeleones y Siervo, a la luz de una luna blanca y redonda que se columpiaba sobre la vega, alisaron y humedecieron el tabaco y lo pasaron a la otra orilla del río para esconderlo entre unas matas. Dos días más tarde, la Valdeleona lo vendió en Capitanejo, con Siervo se repartieron las ganancias.

—Lo que por agua viene por agua se va— le confesó a Tránsito cuando al fin pudo sacarla del hospital, tan débil que apenas se podía tener en las piernas, tan flaca que se le contaban todos los huesos y tan amarilla que parecía de alfandoque. Como en el hospital le habían rapado la cabeza, para que no criara piojos, estaba más fea que nunca.

—Todito lo que cogí en ese negocio se me fue en medicinas, mana Tránsito, para que me la volvieran más fiera. Dejó por entonces de subir a la casa de la hacienda, y sólo lo hacía de vez en cuando, al tener noticia de que habían llegad o los patrones. Les pedía que le rebajaran los jornales de obligación en que se había atrasado cuando estaba en la cárcel, y que le facilitaran la compra de la tierrita de «El Bosque». A veces llevaba una carta para que se la leyeran.

—Me estoy volviendo viejo —decía con una voz opaca y ronca que había traído de la cárcel—. La Tránsito apenas puede con su alma, y Siervo, el menorcito, le d a mucha guerra.

—¿Por qué no has traído a Francelina a la escuela? —le preguntaban.

—¿Y quién, sino ella, iría a coger la leña y a pastorear las cabras, y a preparar la comida? Tendría que caminar dos horas para subir a la escuela, y otras dos se le irían en la vuelta; y está muy mocita para andar sola por los caminos.

—¿Nada se sabe del muchacho?

—A eso venía hoy, sumercé: a que me haga el grande favor de leerme una cartica que recibí esta mañana. Y a la vista no me sirve para nada, y por falta de práctica se me está olvidando leer. Me trajo este papel un chofer que venía de Cúcuta, y se quedó esperando allá abajo en el rancho mientras la Tránsito le preparaba un piquete con un pollito de la saraviada, que resultó muy ponedora. Por tratarse del Sacramentico, que según parece es amigo del chofer, no vacilamos en matar el pollo, aunque en Capitanejo nos hubieran dado por él por lo menos tres pesos, pues pesaba más de dos libras. ¡Todo hay que hacerlo por los hijos!

La carta, pomposa y rebuscada, decía que Sacramentico estaba en la cárcel de Cúcuta desde el mes de mayo del año anterior, porque su mala estrella dispuso que u nos guardias del resguardo de la frontera lo sorprendieran a la media noche cuando pasaba el río con un cargamento de sedas. Estas eran de la propiedad de un comerciante judío de San Antonio, en Venezuela, que se las remitía a un pariente suyo, también judío y comerciante, que desde hacía años estaba radicado en Cúcuta. Fue una fortuna que los guardias de la renta le hubieran echado por eso no más la mano encima, pues la víspera había asaltado con otros compañeros un almacén de víveres, de los mejores de Cúcuta. Sacramentico no decía nada más, pero se quejaba de la ingratitud de la familia que no le mandaba unos cuartillos para sostenerse en una cárcel donde la sed lo atormentaba más que el hambre, porque el calor era infernal.

—¡Cómo son las cosas! —exclamó Siervo—. A mí, en Santa Rosa, lo que más me mortificaba era el frío que asentaba y tallaba mucho por las madrugadas, y también el hedor del dormitorio, para no hablar mal de las pulgas y de los piojos.

Por el modo insolente y desvergonzado como venía escrita, la carta reflejaba los malos hígados del Sacramentico, su sordidez, su ingratitud, y las compañías muy dudosas en que andaba metido. Para terminar, le pedía a Siervo que le enviara con su amigo el chofer, que era hombre de su confianza, la parte que le correspondía de su herencia.

—¡Fifúrese, sumercé! Yo qué herencia podría dejarle, comenzando porque todavía estoy vivo. Por lo que hace a la de su madre, le preguntaría si no se llevó, junto con mi machete, unos zarcillos que el difunto Ceferino le regaló a la Tránsito el día en que lo soltaron por la primera vez de la cárcel.

—¿Cuántos años tiene el Sacramentico?

—Ajusta dieciocho dentro de unos meses.

Previendo el muchacho que no tendría derecho a ninguna herencia, pues sus padres estaban todavía vivos sin que tuvieran en dónde caerse muertos, le exigía a Siervo que vendiera lo que fuera menester, las cabras y las mejoras, para remitirle algún dinero. Le recordaba que la obligación de los padres es velar por los hijos mayormente cuando éstos se encuentran en la desgracia.

—¿Cómo le parece? —dijo Siervo rascándose la pelambre, que tenía anudada en un moño debajo de la carrasca—. ¡Ahora tocará vender las cabras!

La carta terminaba advirtiéndole a Siervo que no se fiara de los patrones, ni de don Ramírez, ni de don Floro Dueñas, ni de don Roso, porque toda esa gente era embaucadora y ladrona, a quien él vería arder en los infiernos con gusto. Siervo agachó la cabeza y exhaló un suspiro.

—Sumercé perdone. El Sacramentico me salió de muy mala raza. Será la culpa de la Tránsito, porque yo siempre he sido hombre honrado y cabal, muy leal sirviente de los patrones, y a mí nadie podría echarme en cara la menor falta, fuera del difunto Atanasio que en paz descanse.

Regresó al río por el camino de siempre, meditando en la ingratitud de los hijos, pues él siempre había tenido un orgullo especial en ser el padre del Sacramentico, para quien había trabajado toda la vida y en quien pensaba cuando luchaba por adquirir su tierra de la vega.

—¿Qué se hizo el joven que trajo la carta? —le preguntó a Tránsito cuando llegó a su casa—. Quiero hablar con él, y mandarle alguna cosa al Sacramentico porque en la carta me dice que está en la cárcel padeciendo mucha necesidad.

—¡Es un pícaro! ¡Es un sinvergüenza! En mala hora se me ocurrió tirarlo al mundo— bramó la Tránsito, cuyo rostro pálido y sombrío no presagiaba nada bueno.

—A todos los hombres nos pasan percances. ¿No estuvo el indio del Ceferino en la cárcel de Soatá? ¿No estuve yo en el penal de Santa Rosa? Pues ahora le toca el turno a Sacramentico en la cárcel de Cúcuta, que es más dura que las otras dos, donde por lo menos está uno en su tierra y entre amigos.

—Si le hubiera oído relatar al chofer lo que contaba del Sacramento. Se la llevan los dos jugando a los dados en las cantinas, y bebiendo aguardiente. De día duermen y de noche dicen que trabajan, que es «salteando» tiendas y casas ajenas, como los ladrones. Cualquier día matan, como su taita, o los matan como al Ceferino. Esto no es vida, mano Siervo.

La pobre se acurrucó a llorar a la puerta del rancho. Sobre unas piedras se veían los entresijos del pollo, y unos envases de cerveza.

—¿Quién trajo eso?

—El mismo lo trajo.

La mujer, con la cabeza entre las manos, miraba hacia arriba, hacia el camino de la peña que pasa por el predio de los Valdeleones.

—¿No se lo topó por el camino, mano Siervo?

—Qué me está ocultando, mana Tránsito…

—Es que si se lo hubiera topado, por la Virgen Santísima de Chiquinquirá que ha debido atravesarlo con el cuchillo que le cuelga de la cintura y no le sirve para nada.

—¿Qué pasó, mana Tránsito?

—Pasó que el hombre ese, después de tragarse el pollo y beberse media docena de cervezas que le vendió misiá Silvestra, llamó a la Francelina y le dijo que fuera con él hasta la peña para enseñarle las cabras que yo le había mostrado desde aquí, y que le parecieron muy bonitas.

—¡Como bonitas, sí que lo son, mana Tránsito!

—¡Ya para qué! Antes de que yo me percatara, porque estaba limpiando los tiestos donde le serví el piquete, empujó a la niña que de milagro no se rompió las piernas cuando rodó peña abajo. Cuando escuché los gritos y salí corriendo, la encontré con la ropa destrozada y llena de verdugones y chirlos por todas partes… El muy ladino se robó dos cabras…

—¿Cuáles? Dígalo pronto. ¿Cuáles?

—Las nuevecitas, que ya estaban preñadas. Las horras, por más veteranas, no se dejaron echar la mano encima.