—¿De dónde sale mano Siervo?
—De Santa Rosa. Todos los presos nos fugamos a la media tarde.
—¿Encontraste soldados por el camino?
—No, don Rubiano.
—¿Y qué oyó decir mano Siervo cuando pasó por Soatá?
—Nadita, ñor Juan de la Cruz. ¿No ve que pasé de largo por el pueblo?
Contaron que don Ramírez se encontraba en la huerta con los muchachos de la hacienda, y que los jefes de cuadrilla andaban por el monte tocando cuerno para reunir la gente de todas las veredas y prevenir cualquier ataque. Era casi seguro que los conservadores de Soatá se vendrían sobre la hacienda para sacar a los liberales, y lo curioso era que los conservadores de ese pueblo se pasaron tres noches en vela, convencidos de que ellos serían los agredidos.
—¿Y ahora sí nos irán a repartir las tierras?
—Lo que pasa —dijo don Rubiano—, es que en la capital de la república los godos asesinaron a Gaitán, y los liberales queremos tumbar el gobierno, eso es todo. Gaitán era el amigo de los pobres, y por eso no lo querían ni los conservadores ni los ricos.
—Así será. Pero alguien me había dicho que en la revolución lo primero que se hace es repartir las tierras de los ricos…
—¡Según y con forme! —sentenció don Juan de la Cruz, que tenía su parche de tierra en el Palmar, con escritura, y padecía de muy malos vecinos que una noche sí y otra también le robaban el agua.
—Y entonces, ¿para qué será la revolución? —se atrevió a preguntar Siervo, royéndose las uñas.
—Por lo que a mí se me alcanza, y consideren los señores que yo soy hombre maduro que asistió con los patrones viejos a la batalla de Enciso, por allá en el 85…
—Mano Enrique Vásquez no se ha enterado de lo que está pasando —dijo Vicente Rojas—. Hace un momento no más bajó del Palmar a comprar una botellita de petróleo para la señora Pureza, que está con peste…
—Un momento, mano Vicente… Yo entiendo que la revolución consiste en tumbar a los godos y poner otra vez en el mando a los liberales… Eso lo sé desde mocito —dijo Enrique Vásquez.
En la tienda de don Rubiano se hizo un silencio respetuoso. Siervo recordó súbitamente que le debía veinte jornales a la hacienda, y aun no disponía de un pedacito de tierra para sembrar tabaco. Por eso dijo:
—¡Yo creí que la revolución era otra cosa!
Dos días con sus noches permaneció reunida toda la gente del páramo y de la vega en los patios de la casa de la hacienda. Algunos tenían antiguas escopetas del tiempo de la última guerra, otros una mochila al hombro con avió, pues suponían que ahora se habrían de formar guerrillas como en los tiempos pasados. A la hora en que se repartía la mazamorra en el patio de los peones, los ancianos contaban con su voz lenta y pausada escenas de la revolución del fin del siglo, cuyo recuerdo los rejuvenecía temporalmente y les ponía brillo en los ojos.
—Los patrones —comentaba Resuro Pimiento— salieron aquella vez con una partida de más de quinientos peones, todos armados de machetes, y a la madrugada vadearon el río a la altura de la Peña Morada donde asistía mana Sierva Joya…
—¡Ah cosa linda! —exclamó Siervo.
—Y trepamos loma arriba hasta dar en el pueblo del Espino, donde caímos al medio día y nos batimos hasta que comenzó a oscurecer. Yo tengo todavía una bala en el hombro por ese caso.
—¡Ahora es otra cosa! —interrumpió desdeñoso el hijo de Abelardo Avila, que había llegado de Cúcuta la víspera con un camión que le requisaron las autoridades de Pamplona y se lo atiborraron de soldados que descargó en el Puente de la Palmera.
—¿Acaso no es lo mismo? —preguntó Pimiento, sorprendido de que lo dejaron con la palabra en la boca.
—¡Es otra cosa! Los soldados contaban que había estallado una revolución comunista en Bogotá, y el pueblo había colgado de los faroles de la plaza no sólo a todos los godos, sino a todos los ricos…
—Eso mismo fue, don Juanito de la Cruz, lo que mi persona quiso explicar hace un momento.
Ahora era Siervo quien hablaba.
—Los liberales y los conservadores, está muy bien que los haya, como dice mana Tránsito, mi mujer, a quien no he visto hace dos meses. Está muy bien que peleen y se rompan la cabeza los conservadores y los liberales… ¡Un momento, don Juanito, un momento!… Aguárdese y lo vera… Quiero decir que está muy puesto en razón que los liberales le rompan la crisma a los conservadores y no faltaría más sino que los liberales se la dejasen romper así no más por los godos… Pero. ¿y las tierras, don Juanito? Si estamos en revolución, ¿para quién van a quedar las tierras?
—¡Eso es otro cantar! —exclamó don Juan de la Cruz. a quien la pregunta de Siervo no le hizo gracia—. Las tierras son del que las tiene, o del que las recibe en herencia, o del que las gana en pleito, o del que las compra, como mi persona, con el sudor de su frente y sin habérselas quitado, ni robado, ni mezquinado a nadie.
Un pesado silencio planeó sobre los contertulios del patio de los peones. Siervo lo rompió para decir tímidamente a don Rubiano:
—Por vida suyita véndame un pedazo de panela o una mogolla, o cualquier cosa de comer, al fiado, se entiende; pero como vengo otra vez a trabajar allá abajo en la vega, le pagaré apenas me liquiden los jornales…
Al tercer día don Rubiano se presento al patio de los peones y anunció que el país estaba otra vez en calma. En la capital se había formad o un gobierno mixto, con varios jefes liberales a quienes llamó el presidente conservador, y la tropa que salió de Tunja logró dominar la situación en las calles. Estas todavía humeaban, pero había vuelto la paz. En Soatá mandaba desde la víspera un alcalde militar que acababa de despachar una comisión de soldados, a las órdenes de un sargento segundo, para vigilar la hacienda y garantizar el orden. El sargento coitó las cuerdas del teléfono, puso retenes en la carretera y estaba decomisando las armas, por lo cual don Ramírez ordenó a toda la gente que se dispersara por el monte lo más pronto posible.
—¡Bueno, pues: se acabó la fiesta! —exclamó un viviente del páramo, enfundando su largo machete.