CAPÍTULO III

Un día corrió la voz entre los presos de que en la capital de la república habían asesinado a un caudillo muy popular, por lo cual estalló un motín que u nos llamaban revolución liberal y otros asonad a comunista. Muchos de los guardianes, que eran liberales, regaron el cuento entre los presos, y éstos se amotinaron en el patio de la cárcel. Ahora sí, dijo alguno, el mundo va a cambiar de dueño.

—¿Cómo es eso? —preguntó Siervo al viejo torvo que pronunció lentamente esta profecía, en tanto que afilada una lezna en los ladrillos del patio.

—Digo que los de arriba van a quedar abajo y los de abajo nos vamos a encaramar encima.

—Dios lo oiga. Pero yo estoy canso de oír mentar eso desde cuando estaba chiquito. Por volverlo a oír, cuando me hallaba en la tienda de la comadre María, allá en Soatá, estoy hoy en estos extremos.

Llegó uno de los guardias que venía de escuchar las noticias en la oficina del director, donde funcionaba un receptor de radio. Tenía la chaqueta abierta y la camisa desabotonada.

—¡Ahora sí la cosa se está poniendo bonita! Dicen por radio que todo el pueblo de la capital se está armando en las ferreterías y que la muchedumbre se dirige a Palacio.

—Y nosotros, ¿qué hacemos aquí sentados? —preguntó el de la lezna.

—¡Eso pregunto yo! —dijo un penado que purgaba desde hacía diez años el asalto en cuadrilla que había encabezado contra una finca de la provincia de Gutiérrez. Era bizco, y una cicatriz blancuzca le cruzaba el rostro de parte a parte.

—El jefe Gaitán, ¡alma bendita!, decía que así manden los unos como los otros, los godos o los liberales, para los pobres todo es lo mismo. ¿Y nosotros qué somos, mano Siervo, sino pobres?

—Yo soy liberal porque así me criaron, y esa es la verdad; y como me llamo Siervo que moriré en mi ley.

—Pues yo siempre he sido godo y de los buenos, de los chulavitas que no nos paramos en tonterías, como man o Siervo lo sabe. Pero estoy harto de política. Cuando me metieron la segunda vez en la cárcel por haber cumplid o con una recomiendita de los jefes, a quienes le estorbaba mucho aquel Pío Quinto del Cocuy que usted conoció, pues ¡zuas!, me encerraron sin que u no solo de ellos dijera esta boca es mía. Yo juré vengarme desde entonces. Me dieron cincuenta pesos para entretener el hambre…

—Ahí donde lo ve, salió mejor librado que mi persona —le dijo Siervo al de la lezna—. A mí sólo me dieron diez pesos para que no contara nada.

El gendarme que traía las noticias asomó otra vez las narices al patio de los penados.

—Está diciendo la radio que en la Plaza de Bolívar se bambolean los cadáveres de los jefes conservadores, colgados del pescuezo de los faroles de la luz…

—¡Eso sí que está bueno! —gritó el de la cicatriz.

—¡Que los maten a todos. Virgen Santísima! ¡Y nosotros aquí de ociosos, rascándonos las pulgas y urdiendo suelas de alpargates!

—El director de la cárcel está que no sabe de dónde es vecino —dijo el guardia. Pidió refuerzos a Duitama, porque teme que todos los presos se le fuguen y lo asesinen.

—Eso es lo que debería hacerse —dijo el de la cicatriz.

Más de cien penados rodeaban al guardia, y al de la cicatriz, y al de la lezna, y a Siervo, y escuchaban con la boca abierta las últimas noticias. Les ardían los ojos y se mordían los labios. Algunos miraban del lado de la puerta que comunica con el zaguán de las visitas, y es por lo mismo la salida a la libertad y a la calle.

—¿Por qué no nos vamos? —preguntó alguien.

—¡Un momento! —ordenó el guardia—. Esperen un momento, voy a informarme en la dirección para saber si es cierto lo de que vienen soldados de Duitama. Si no hay moros en la costa, ni tropa en la plaza; les prometo que les abro la puerta y nos largamos todos.

—Y al portero que es godo, ¿donde lo dejan? —preguntó el de la lezna. La escupía de vez en cuando y la aguzaba parsimoniosamente en los ladrillos del patio.

—Si trata de atajamos, yo me encargaré de cerrarle la boca. Sé cómo se hace —dijo el guardia.

No demoró mucho tiempo en regresar de la oficina de la dirección, y traía el rostro descompuesto y las manos trémulas. Un furioso griterío se levantó en el patio, y buen trabajo costó aplacarlo para que el guardia pudiera hablar.

—Hay dos noticias muy importantes —elijo. La una es que el alcalde acaba de anunciarle al director que ya despacharon una comisión de diez soldados para proteger el pueblo. Como todos los camiones de Duitama salieron con tropa para Tunja y Bogotá, la comisión viene a pie, de modo que no llegará antes de una hora… El director y el alcalde están tomando brandy, y parecen mucho más tranquilos… La segunda noticia es…

Un grito multiforme y ensordecedor se levantó del patio, atronando el edificio de la cárcel. El guardia levantó los brazos para imponer silencio.

—La segunda noticia que dio la radio es que en la capital les abrieron la puerta d todos los presos, y éstos le pegaron fuego no sólo a las cárceles sino al Palacio de Justicia donde se encuentran todos los expedientes…

El hombrecito que repartía las hojas de coca entre los presos, y a quien Tránsito, por medio de Siervo, le entregaba la hoja, fue el primero que se abalanzó sobre el director, cuando éste se presentó en el patio de los penados a poner orden, seguido del alcalde y de uno de los guardias de su confianza. Pero tuvieron que refugiarse en la oficina, donde los dejaron tranquilos y nos les dieron muerte porque tenían algo más importante que hacer, como era abrir las puertas de la cárcel y llevarse por delante a quien quisiera impedírselo. Armados con palos e instrumentos de los talleres de carpintería, como ganado que se desbarajusta y rompe las talanqueras, arrollaron y volvieron picadillo al portero que montaba guardia en el zaguán. Salieron a la plaza, enloquecidos, y se precipitaron como una nube de langostas sobre las tiendas, y el café de los magistrados, y las agencias de los buses, y las casas principales del pueblo, que tenían locales a la calle. Aquéllo fue un arrebato incontenible, que no tardó en disiparse cuando los presos, hartos de comer y beber lo que habían hurtado en el comercio, y fatigados de destrozar lo que encontraban a su paso, se dispersaron por los caminos, asaltaron los buses y los camiones que estaban estacionados en la plaza y dejaron al pueblo mudo y tembloroso, como a raíz de una catástrofe.

Los magistrados miraban aquella escena de la fuga desde las hendijas de sus ventanas. La radio de la casa cural, a soto-voce, anunciaba que la capital de la república ardía como una hoguera, que los edificios estaban reducidos a pavesas, y que el pueblo desmandado asaltaba los almacenes, los restaurantes, las casas y las iglesias.

Las noticias que llegaban de la capital eran más alarmantes por momentos, y en Santa Rosa nadie se atrevía a asomar las narices a la puerta de su casa por temor a servir de blanco a los guardias de la cárcel que aburridos de disparar al aire querían tumbar algo más consistente y de bulto.

—¡Que viva la revolución! —gritaba el de la cicatriz, enarbolando una botella de aguardiente y trastabillando porque ya no le obedecían las piernas.

En la plaza desierta no se veía alma viviente, fuera de un burro lleno de mataduras que se había escapado del coso y pacía tranquilamente la hierba que crece en las gradas del atrio. Siervo fue de los últimos en salir a la calle, pues quería llevarse la horma de hacer las capelladas de los alpargates, más las gruesas agujas de talonar. Otro preso alpargatero, que había pensado lo mismo, se le arrojó encima para arrebatárselas, y mientras los dos rodaban por el suelo y se agredían a dentelladas y a puñetazos, uno tercero, más avispado que ellos dos, cargó con las agujas y con las hormas. Enceguecido por la cólera, un recluso tasajeaba el cadáver de un compañero que yacía bocarriba, con los ojos abiertos y la lengua afuera. Unas noches atrás le había robado una camisa en el dormitorio, y desde entonces el demonio de la venganza no le daba sosiego. Siervo se levantó de un salto y salió a la plaza. El cielo estaba gris y aborregado, y las campanas de la iglesia daban las cinco de la tarde. A lo lejos, del lado de Duitama, se escucharon unos disparos. Un automóvil cruzó velozmente por la carretera que atraviesa el costado occidental de la plaza. Siervo, alelado, miró a todos lados y luego se dirigió a una tienda de la esquina donde un grupo de prófugos cantaban y bebían.

—¿Qué piensa hacer, mano Siervo? —le preguntó su amigo el hayero, que cargaba un bulto de botellas a la espalda.

—Yo no sé nada.

—Yo voy a seguir por entre los potreros, saltando cercas, hasta Duitama. Tal vez allí encuentre la manera de tomar el tren que sale de Sogamoso, o un camión de los que van a Bogotá, porque en esa ciudad hay mucho que hacer, mano Siervo …

—Quisiera volver al Chicamocha, a mi rancho…

En aquel momento arreciaron y se hicieron más frecuentes los estampidos de los disparos, y una mujer cerró las puertas de la tienda.

—Son los soldados que llegan de Duitama —dijo el hayero—. Mejor es no esperarlos, mano Siervo, yo me voy y que Dios lo lleve…

Siervo se encaramó a toda prisa en un camión que salía en ese momento para el norte con los prófugos de la cárcel, y como todos eran antiguos compañeros, comenzó a hablar con ellos. Uno dijo que, pues que estaban en revolución, tenía el proyecto de buscar en Capitanejo a un antiguo camarada de fechorías, que huyó con unas jáquimas y unas riendas el día en que a los dos los sorprendió el cacique del pueblo. Tenía que encontrarlo pues sabía además dónde se escondía, y lo cosería a puñaladas si no le entregaba la mitad de lo que debió producirle aquel robo.

—Si yo pudiera sorprender al guardia que me llevó a empellones a la cárcel de Soatá —dijo otro— lo estrangularía con estas manos…

—Yo no quiero matar a nadie. ¡Santa Bárbara bendita! Ya que estamos en revolución lo único que deseo es ponerle la mano a mi parchecito de tierra en la vega del Chicamocha y abrirle un caño a la acequia de don Floro Dueñas para sembrar mis matas de tabaco, porque también pienso sembrarlo apenas llegue…

—¿Sembrar tabaco? —preguntó con sorna el hombre de la cicatriz, que venía acurrucado a su lado—. ¿Sembrar tabaco y esperar los días y los meses a que levante la semilla un palmo del suelo, y a que luego críe hojas, y a que el verano las eche a pique, y a que en el caney se la roben los vecinos, y a que en la Compañía las paguen después por una miseria? ¡Eso para otros! Ya estoy viejo para sembrar tabaco. Seguiré a Cúcuta, que es buena plaza donde se gana mucho dinero pasando contrabando a Venezuela a través del río… Trabajar, ¿eso que llaman trabajar?… Para los bobos, mano Siervo… No me hable de esas cosas.

—¿Acaso no dicen que en las revoluciones las tierras son de quien las coja primero?

—¿Para qué las tierras, mano Siervo, cuando hay por ahí tanto dinero escondido que estará diciendo «¡cógeme!, porque si no me coges vos otro me cogerá mañana?».

—¿Y la policía? ¿Y la cárcel?

Sus compañeros del camión estallaron en carcajadas.

—¿No ve, mano Siervo, que estamos en revolución? —explicó el de la cicatriz.

A Siervo no le cabían aquellas cosas en la cabeza, por lo cual prefirió callar, acurrucarse en su rincón y meditar en sus negocios. En llegando al Chicamocha lo primero que haría sería correr los linderos de su finca hasta la ace­quia de don Floro. Después plantaría un semillero de tabaco en la tierra de las Valdeleones, a quienes con ayuda de Tránsito y el perro sacaría de allí, por las buenas o por las malas. Luego subiría a la hacienda y le cantaría cuatro frescas a don Ramírez, a quien no le pensaba pagar jamás los veinte días de obligación que le quedó debiendo cuando lo llevaron a la cárcel. Cargaría para su finca de «El Bosque» con una regadera, y una máquina de fumigar que sabía dónde estaban en la despensa de los peones. Se lle­ varía de paso la yunta de bueyes que don Ramírez les da en préstamo a los arrendatarios ricos, porque para los pobres no dispone sino de picas y azadones. Y llovería en la vega como no había llovido en cuarenta años, aunque el río se quedaría quieto en su cauce sin morderle los pies al rancho, y su cosecha sería la más hermosa de toda la comarca. «¡Se volvió rico mano Siervo!», dirían los veci­nos envidiosos que ayer no más le hurtaban el cuerpo para no saludarlo, cuando le veían trepar por la cuesta de la Peña Morada con un bulto de maíz a las costillas. «¡Adiós, ñor Siervo Joya!», le diría Vicente Rojas cuando estuviera preparando la hornada en su tejar. «¡Si don Siervo está que ya no tiene dónde echar la plata!», dirían las Pérez, la Pacha, la Rosa y la Chava, cuando lo vieran pasar por el camino real montado en la mulita cabezona de don Floro Dueñas.

Lo único que vale la pena en esta vida es la tierra, la tierra propia, pues todo lo demás se acaba y no da contento. ¿Para qué quiere dinero don Bauta López, sino para redondear su finca de la Quinta? ¿Para qué se mata trabajando Angelito Duarte sino para «mercar» más tierra? Y si los Valdeleones se roban el tabaco del caney de don Floro, desafiando los perros y la cárcel, ¿por qué será, sino porque viven soñando en comprar una orillita de tierra?

Pasaron por el páramo cuando ya anochecía y por Susacón cruzaron como alma que llevan los diablos en plena noche. Poco después dijo alguien que se veían brillar a lo lejos las luces del pueblo de Soatá, y más valía a los cono­cidos y vecinos de ese lugar entrar a pie, saltando tapias pues sólo Dios podía saber cómo recibiría la policía el ca­mión cargado de prófugos de Santa Rosa. Siervo saltó del camión, y a campo traviesa llegó a la hacienda a la media noche. Lo embargaba una gran alegría. Sólo lo atormentaba a veces el temor de que lo persiguieran los guardias de la cárcel. Desde las lomas que dominan a Soatá, en la finca de don Fortunato Granados, columhró las luces macilentas del pueblo y sintió en el estómago los mordiscos del hambre, pues no había probado bocado en todo el día. Hizo de tripas corazón, se apretó la cabuya que le amarraba los calzones, y siguió adelante. Al llegar, por el antiguo camino real, a la tienda de don Rubiano, un perro ladró furioso. Todo estaba en tiniehlas. Se entreabrió la puerta y asomó la boca de un rifle.

—¡Soy Siervo!

Cuando entró pudo ver a la temblorosa luz de una vela de sebo, ensartada en una botella sobre el mostrador, a más de cincuenta campesinos armados de machetes y puñales. La estancia, inmensa, estaba partida en dos por el mostrador de tablas lustrosas y ennegrecida por el uso, que parecían sudar guarapo o aguardiente. Olía a sudor y a humo de rancho, y el apagado runruneo de las conversaciones componía una atmósfera siniestra.