CAPÍTULO X

Nadie volvió a salir de noche por las calles del pueblo cuando llegó un retén de policía a Capitanejo y se puso a órdenes de don Arsenio Flórez, el nuevo cacique conservador, a quien sacó el gobierno Dios sabe de qué cárcel donde lo llamaban «Arsénico». Por orden suya, amanecieron un día todas las puertas y ventanas pintadas de azul, y si por él hubiera sido y no costara tanto, a los tomates los hubiera embadurnado de color celeste. Los dos cafés de la plaza, con radiola y traganíqueles, hubieron de cerrar las puertas. El hotel que montó sobre la carretera una antigua maestra liberal, que para colmo de desgracias también era poetisa, fue asaltado y pillado cualquier noche por don Arsenio y sus secuaces. Don Temístocles el estanquero, el antiguo alcalde, el inspector, el notario, la telegrafista y la maestra de la escuela que paseaban con ellos por el atrio, todos tuvieron que emigrar porque no quedó un solo liberal en el pueblo. A don Lucas, el dueño de una venta a la orilla del río Servitá, donde sus aguas se explayan y forman un pozo transparente, lo asesinaron y le incendiaron la casa. A un viejo veterano de la revolución del fin de siglo, que solía tomar el sol en el atrio, le dieron veinticuatro horas para salir del pueblo pues no valía la pena madrugarle al mal de corazón y a la vejez que lo matarían rápidamente. Entre el Puente de la Palmera, sobre el río Chicamocha, y el de Villamizar sobre el río Servitá, amanecieron ardiendo más de cien ranchos de cultivadores de tabaco un domingo por la mañana. Al bus del «Tigre» le pegaron fuego cuando pasaba a escape por la plaza del pueblo, y los pasajeros, temblando de indignación, fueron desvalijados por la policía. Se sabe que al «Tigre» le midieron el aceite con la punta de una bayoneta.

—¡Mejor es no insistir, mana Tránsito! —le dijo Siervo a su mujer, cuando los dos hacían cola ante las puertas de la Compañía de Tabaco, en el Puente de la Palmera, y oían a sus vecinos contar en voz baja todas esas desgracias.

Venía en aquel momento don Arsenio montado en una mu la alta como una torre, seguido de dos guardias chulavitas armados hasta los dientes.

—¿Este tabaco es tuyo? —le preguntó a Siervo.

—Es de don Floro Dueñas, mi amo, si sumercé no dispone otra cosa. El me recomendó que lo trajera a vender, porque se halla ahora en Soatá pasando trabajos…

—¡Chist! —susurró la Tránsito, tirándole de una punta de la ruana.

—Yo creía que estaba preso.

—Está … no está… Como sumercé diga.

Tránsito se mordió los labios con los dos colmillos que le quedaban en la boca. Don Arsenio echó pie a tierra, haciendo tintinear las espuelas. Era bajo de cuerpo, rechoncho, de piernas gruesas y cortas calzad as con toscas botas de montar, de esas que usa la nueva policía. Se cubría la cabeza con un fieltro de alas muy anchas bajo las cuales se entreveía el rostro hinchado y patibulario, atravesado a todo lo ancho por un bigote cerdoso que se le podía ver aunque estuviera de espaldas. Tenía terciado al hombro un fusil ametralladora, y al cinto dos revólveres de cañón largo, y una cartuchera de cinco dedos de ancha le escurría de la barriga. El hombre era un arsenal.

—¡Santa Bárbara bendita! —murmuró Siervo, mirando a la Tránsito con ojos espantados.

—¡Muestra la cédula!

—¿No ve sumercé que me la quitó hace un año el señor alcalde de Soatá?

—No sería por godo que te la quitaron. ¿Eres liberal?

—Así me criaron, sumercé.

—Yo soy godo porque odio a los liberales. ¿Entiendes? A una señal de don Arsenio, los dos guardias le propinaron a Siervo sendos culatazos en los riñones.

—¿Conque el tabaquito es del Floro Dueñas? ¿Y cuántos bultos viniste a vender?

Siervo se sobaba la espalda.

—Dos meros, sumercé. Son de mitaca.

—Te doy veinte pesos por ellos.

—La Compañía los está pagando a ciento veinte, por que son de capa… —se atrevió a decir el empleado que contemplaba la escena desde su reja de la ventanilla. Sudaba no tanto por el calor, que ya apretaba, como por el susto.

—¡Al señor no le estoy hablando! —esclamó don Arsenio, llevándose un revólver al rostro para rascarse la barbilla.

Siervo se fue con los veinte pesos y sin los bultos, seguido de la Tránsito y de Emperador II, que tenía el rabo entre las piernas. Don Arsenio la emprendió con el segundo de la fila, después con el tercero, y luego con el cuarto, hasta acabar con ella. Compró al fiado todo el tabaco, más o menos cincuenta bultos, a razón de diez pesos cada uno, y luego se los vendió todos al de la ventanilla por cuatro o cinco mil pesos, de los cuales sacó para pagar sus deudas. Como algún cultivador se atreviera a elevar la queja ante el alcalde, éste le respondió que no se trataba de un asalto sino de un negocio. El juez le dijo que las sociedades anónimas no estaban obligadas a investigar el origen legal de las materias primas que compraban, aunque evidentemente podía intentarse un recurso de…

—Vos cállate —le dijo el alcalde—. Ahora quien manda es don Arsenio.

El cual, otra vez a caballo en su mula, no tardó en dar alcance a Siervo, al Emperador y a la Tránsito, que corriendo más que trotando se encaminaban a la vega por la orilla del río.

—¡Escucha! —le gritó a Siervo dándole con las riendas un latigazo en las costillas—: Decile a toda esa gente de la vega, comenzando por el bandido del Floro, que sería bueno que se largaran de aquí porque muy pronto, apenas me desocupe en Capitanejo y Enciso, iré a hacerles una visita.

Picó la mula y se perdió a lo lejos. Cuando quedaron solos, Siervo y la Tránsito se sentaron a la orilla del río mientras se les pasaba el susto. Estaban trémulos y veían luces y estrellas en pleno día. Como él se quejara, porque le dolían los huesos, ella exclamó:

—Lo mismo da atrás que en las espaldas…

—¿Qué dice, mana Tránsito?

—¿Yo? … ¡Nada! ¿Qué quiere que diga, mano Siervo? Pocas horas después, a la sombra del trapiche de los co­muneros, comentaban el caso misiá Silvestra y los peones de don Floro Dueñas. Aquélla hacía sus veces mientras que el otro se aburría en la cárcel, a donde la víspera lo llevaron los guardias de Soatá casi a rastras, sin saberse a ciencia cierta por qué…

—¡Porque no es godo, madrina! ¿Qué más razones quiere? ¿Por qué me arrebató don Arsenio el tabaco, como le conté, sino porque somos liberales?

—¿Todavía?, —preguntó con sorna la Valdeleona, que estaba sentada sobre un montón de bagazos de caña.

—¿Qué está rezongando la vecina?

Con cierto retintin, agitando la diestra para subrayar las palabras, la vecina explicó:

—¿Acaso no se puede averiguar si todavía son liberales los vecinos de misiá Silvestra? Porque resulta que la Pacha, la Rosa y la Chava Pérez, vieron esta mañanita, cuando apenas clareaba, al Sacramento Joya con los policías chulavitas. Subían en un camión de las obras públicas, echando tiros, robando cabras y pegando fuego a los ranchitos del Jeque.

—¡Miente, vieja deslenguada! ¡Vieja ladrona! —le gritó Tránsito, abalanzándose encima, con las uñas de punta, como un gato—. ¡El Sacramentico no es de esos!

La señora Silvestra logró calmarla. Siervo, acurrucado y con la cabeza entre las manos, masculló entre dientes:

—¡Ay juna! ¡Me resultó un volteado! ¡Nuestra Señora de Chiquinquirá perdone al Sacramentico y lo favorezca!

Hubiera sufrido menos si le cuentan que el Sacramentico pasó a mejor vida, o se volvió leproso como ese hombrecito de las lomas de Bavatá que pide limosna a la orilla de la carretera. Se llama Roque y Siervo siempre se detiene a platicar con él sobre política cuando pasa por allí a cumplir su obligación con la hacienda.

Misiá Silvestra ordenó a un peón que desunciera la yunta del trapiche, y a los horneros que no atizaran la hoguera, y a los gabereros que cesaran de batir los fondos, porque no había más trabajo aquella tarde. ¿Para qué trabajar hoy, cuando no se sabe lo que ha de pasar mañana?

El robo del tabaco le tenía enferma de miedo.

—¿Y de veras vendrá ese bandido uno de estos días a la vega a hacernos una visita?

—Eso dijo —respondió Tránsito dando un gran suspiro—. Luego se sonó ruidosamente con la falda, escupió al suelo y miró rabiosa a la Valdeleona.

El Valdeleón se levantó lentamente, se arrolló a la pantorrilla las perneras de los pantalones y sin mirar a la concurrencia declaró con su voz pastosa, arrastrando las palabras, que ellos se irían esa misma tarde al Cocuy, pues no aguardaban la visita de don Arsenio Flórez.

—Ya he sufrido mucho en esta vida, misiá Silvestra, y a perro viejo no lo capan dos veces.

—¡La vida se gana en todas partes! —sentenció la Valdeleona.

—¡Mis vecinos no tienen nada que perder! ¡En cambio nosotros, los Dueñas! ¿No considera, vecino, que Floro ha pagado más de la mitad del arriendo a los patrones? Mientras él no vuelva, yo no puedo dejar la tierra sola y desamparada así me vuelvan pedazos.

—¡Yo tampoco estoy dispuesto, por cobardía, a dejar mi orillita! —exclamó Siervo con una voz que la cólera y el dolor volvían más ronca y destemplada.

—Con mano Siervo es otra cosa —agregó el Valdeleón mientras con el machete pelaba parsimoniosamente una astilla de caña—. Mano Siervo y mana Tránsito ya tienen en esa chusma de los godos alguien que los defienda… ¡Sólo Dios sabe si serán de los mismos!

Un milagro impidió que Siervo lo ensartara en su cuchillo, porque cuando se incorporó como movido por un resorte para castigarlo, llegó corriendo y con la lengua afuera, jadeante, chorreando sudor, un viviente de la parte alta de la hacienda a quien llamaban Efraín Paipa.

—¡Ahora si nos llevó el diablo, misiá Silvestra! Esos nos van a matar a todos, como a ese pobre Roque de la carretera a quien acabo de ver, y ya tiene chulos que le revolotean por encima.

—¡Compasión del hombrecito! ¡No le estorbaba a nadie!

—Anoche incendiaron los ranchos de las Pérez, la Rosa, la Pacha y la Chava, que son tan garleras y tan peleadoras; y les robaron todos los animalitos que tenían: dos vacas coloradas, un burro y una cabra parida. Por la hacienda pasaron los chulavitas echando tiros, y desde lo alto del camión del Sacramentico Joya les g1itó a los Parras, que estaban barbechando su lote de la Quinta: “¡Ahora sí téngase de atrás, porque los vamos a acabar a todos!”.

—¿No se lo dije? —exclamó triunfante la Valdeleona.

—¡Dios me perdone! ¡Todo será por mis pecados! —murmuró Siervo—. ¡Si yo no fuera su taita, como Dios es Cristo que lo mataría con estas manos!

—Cada vez se han puesto peores las cosas allá arriba, mano Siervo. Nos tienen cercados por todas partes, y la mayoría de los nuestros se han ido para la montaña o para el llano.

—¿Y los jefes, no dicen nada?

—¿De cuáles jefes habla mano Siervo?

—De los nuestros, de los liberales: los que mandaban por encima de don Ramírez, que ya es decir algo…

—Se largaron todos.

—¡No me diga! ¿Al os llanos?

—No señor, al extranjero.

—¿Y eso dónde queda?

—¡Yo qué voy a saber! Lo que si sé es que nos dejaron solos, huérfanos, abandonados, y si no fuera por esos hombres que se echaron al monte y se fueron al llano, que todavía luchan y se defienden con las uñas, del gran partido liberal ya no quedaría ni la cola, mano Siervo.

—¿Por qué no nos vamos todos a la casa de la hacienda, para favorecernos? —preguntó Siervo.

—Eso les estaba diciendo, que no se puede. Los patrones no volverán Dios sabe hasta cuándo, don Ramírez se fue para el Reino, don Roso el mayordomo y don Rubiano el regidor andan escondidos por el monte, y nosotros nos quedamos huérfanos y escoteros, misiá Silvestra. ¿No le digo que ahora sí nos llevó el diablo?

Todos permanecieron en silencio, mirando rumiar los bueyes que tranquilos y ajenos a estas preocupaciones humanas, se espantaban las moscas con el rabo.