CAPÍTULO I

Las épocas en la región del Chicamocha se miden por ciertos acontecimientos que perduran en la memoria de los hombres, y algunos se deforman y se convierten en leyendas, y otros se borran para siempre cuando mueren los últimos depositarios que los conservan en el recuerdo. La religión, las costumbres, las tradiciones, se transmiten en forma oral y de manera muy caprichosa, por lo cual no es raro que grandes períodos de la historia de esa región se derrumben cu ando mueren los viejos. La muerte, como una erosión, produce esos cataclismos. El paso de la edad antigua a la contemporánea, sin transición de otra intermedia, fue señalado por la carretera que tardo muchos años en lamer con su lengua polvorienta los huesos de esas agrias montañas. De la época medioeval de las romerías pedestres a Chiquinquirá, con peregrinos que cargaban cruces de leño a la espalda y enfermos encaramados en un taburete y protegidos del sol con una sábana; del tiempo de las haciendas que excluían a los campesinos de toda propiedad personal, pues los amos ejercían un poder absoluto sobre arrendatarios y medianeros a quienes intimidaban con el cepo y el muñequera; de aquella vid a primitiva se saltó a una nueva que se caracterizaba por la aparición del chofer. Éste se convirtió en el supremo libertador y corruptor de los campesinos, para quienes la obra más admirable del ingenio humano es el motor de explosión y sobre tocio las explosiones que produce el motor cuando un camión trepa roncando por aquellas cuestas. Las fábricas de hilados y tejidos dieron un golpe de gracia a las pesadas telas urdidas en toscos telares de palo, con lana cruda de oveja hilad a en husos que las mujeres volteaban ágilmente entre los dedos cu ando trotaban por los caminos con su carga de leña al as costillas. Los sombreros importados de Italia derrotaron parcialmente los jipas y las corroscas de tapia pisada, tejidas con una paja dura y amarilla. La carretera trajo, con el periódico, el testimonio de otros países, otras costumbres y otras actividades más productivas que la siembra del maíz en las laderas y la papa en los páramos, donde suele helarse. Se estableció una saludable corriente de viajeros y mercancías. Los que pasaron al antiguo Reino en busca de mejor suerte, volvían a veces con los ojos deslumbrados por la visión de ciudades donde ya no existe la menor huella provinciana. Los que permanecieron en la tierra, sintieron el ansia de comprar un pedacito, una orillita, para clavar allí las cuatro estacas de su rancho. Con los inviernos se fueron borrando los antiguos caminos de herradura, que eran empedrados a trechos y formaban parte consustancial del paisaje. Seguían dócilmente las quebrad as y los relieves del terreno, vadeaban los torrentes, contorneaban los abismos y a la entrada de los pueblos se arropaban con alcaparras y sietecueros para que no los hiriera el sol. Para todo el mundo del Chicamocha, la carretera central del norte se convirtió en un gran río de la patria donde los buses y los camiones eran la flota que descendía o remontaba su corriente lisa y polvorienta…

Encerrado Siervo en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo, no podía darse cuenta de estas transformaciones que ocurrían rápidamente al otro lado de las tapias que le cerraban la vista. Tampoco se había percatado con mucha claridad de las que ocurrieron del año 30 en adelante, porque su vega era como otra cárcel entre las montanas. Tres fenómenos venían afectando la vida en la región del Chicamocha en los últimos veinte años: la parcelación de las haciendas, la explotación de una mina de plomo que afloraba en aquellas peñas y antes sólo servia para que los campesinos dieran brillo y color a sus ollas de barro; y finalmente el cambio político que ocurrió cuando de manos de los liberales populacheros y demócratas pasó el gobierno a los conservadores reaccionarios y clericales. Hubo un corto intermedio de unión nacional que los contertulios de la comadre Chava, en su tienda de la calle real de Soatá, decían que no fue ni chicha ni limonada.

La pobre Tránsito, que cada dos o tres meses hacía una rápida visita a Santa Rosa, le contaba a Siervo:

—Los hijos de don Rubiano, el regidor, están estudiando para choferes.

—¡Eso sí que es progreso!

—Llegaron a la hacienda muchos doctores que están levantando un gran molino para beneficiar el plomo de las minas con el que vidriábamos la loza. Trajeron máquinas y camiones…

—¿Y qué están sacando?

—Yo no sé. A los peones les pagan tres pesos diarios por maletear desde la mina hasta el molino. A los mineros les pagan cinco. Son unos negros que trajeron de Antioquia, gente peleadora y llena de mañas. Los domingos se emborrachan y les ganan el jornalito a los muchachos de la región, en juego de dados. Han abierto tiendas, y asistencias, y posadas, y guaraperías… ¡No se lo vaya a decir a nadie!… Han traído mujeres malas que nos están robando a los hombres.

—¿Y a mana Tránsito cuál le robaron, si el uno se le murió y al otro se lo metieron en la cárcel?

La Tránsito se iba avenando, se iba arrugando como una curuba del monte; había perdido varios dientes y tenía el pelo opaco, como de muerto.

—Muchísima gente —decía— está comprando tierra en la parcelación de la hacienda. Angelito Duarte compró una falda en Agua Blanca, y un plano sobre la carretera. Está sembrando tabaco por su cuenta, y en compañía de otros comuneros compró el trapiche del Amparo, donde ahora muele su caña.

—¿El Ángel Duarte? ¡No puede ser! Si era mucho más pobre que yo.

—¿Y si le contara que don Juan de la Cruz se compró el mejor pedazo del Palmar, con sus tres buenos días de agua?

—¡No me diga!

—Para no decirle nada de los Ramírez…

—¿Los hijos de misiá Silva, la que por obligación lavaba la ropa de los patrones?

—La misma con los mismos. El Salvador compró del lado del Tejar, con derecho al agua del aljibe de Severo. El Manuel tiene tres días de arada en el alto de los Colorados; y Marcos…

—¿El marido de la Soledad López?

—Ahí donde lo ve ya tiene Marcos un parchecito, arriba, sobre el camino que lleva al Palmar, cerca al tejar de la hacienda.

—¿Los Cetinas no viven por ese lado?

—No señor, que son los Reinas.

—Gente muy trabajosa…

—Eso es nada al lado de lo que le voy a contar de don Bauta López, que se llevó el pedazo de la Quinta, junto al cementerio.

—¿Con el ojo de agua?

—Con el ojo, y con las cañas, y con las mejoras…

—¡Virgen Santísima! ¿Y eso como han podido hacer, mana Transito?

—La Caja de Crédito les adelanta la mitad del dinero, a premio, con diez años de plazo. El resto lo pagan en cuotas que produce la mima tierra …

Siervo se rasco furiosamente la cabeza y escupió a lo lejos, por sobre la corrosca de Tránsito.

—Hace dos años decían que el gobierno iba a repartir la tierra entre los pobres.

—Quédese esperando, mano Siervo.

—¿Que dice don Ramírez? ¿Qué dice el abogado?

—Don Ramírez dice que espere, y el abogado que necesita otros cincuenta pesos para fabricar un memoralito, porque el del año pasado le salió mal y no sirvió para nada…

Dos años largos llevaba Siervo encerrado en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo sin que aún lo hubieran llamad o a juicio, ni le hubieran tomado indagatoria, ni siquiera el abogado se le hubiera acercado por curiosidad a preguntarle por qué lo tenían preso. El había contado cien veces a sus compañeros de reclusión la historia del asesinato, que se le aparecía cada vez más confuso y lejano, como si lo hubiera ejecutado una persona distinta que nada tu viera que ver con él. A hora decía:

—Sucedió que antes ele las elecciones del año 46… ¿O sería en las fiestas de Nuestra Señora?, hirieron y mataron a un hombrecito de la cuadrilla de los molineros, por unas botas que me robó cuando yo venía del Reino de pagar el servicio… Y dicen que yo fui el que lo despachó para el otro lado.

Su amigo, el hayero, lo miraba con ojos turbios.

—Que día me contó otra cosa, mano Siervo… El hayo le está quitando no sólo el hambre sino la memoria.