CAPÍTULO IX

Santa Rosa es un pueblo muerto al que no pudo resucitar la inyección de aceite alcanforado que le puso hace cincuenta años un presidente oriundo de ese lugar, cuando ordenó allí el establecimiento del Tribunal Superior de la provincia. Es un pueblo disecad o, una carroña de pueblo, un pueblo mortecino sobre el cual picotean, vestidos de negro, como gallinazos, los magistrados superiores del distrito. Una plaza cuadrada con una graciosa iglesia colonial de torres enjalbegadas y rollizas; balcones corridos a todo lo largo de los testeros de la plaza; una plazuela con árboles frondosos y cubierta de hierba; unas calles largas y estrechas donde pacen tranquilamente los burros; tapias de solares y humildes caserones de una sola planta: nada mas que eso es Santa Rosa de Viterbo, cuyo prestigio en la provincia proviene de su Tribunal Superior y de su cárcel sucia y tenebrosa. La Tránsito no corría peligro de perderse en aquel poblachón de talabarteros, carboneros, burros de carga y magistrados del Tribunal Superior. Conocía todos sus vericuetos: las modestas pensiones donde «posan» las familias de los presos cuando vienen a visita; el billar donde juegan los fiscales con los defensores; la tienda de la plaza donde a las cuatro de la tarde, a la salida de sala plena, los magistrados se reúnen a comer cuchuco con espinazo, papas con pellejo, sobrebarriga de res, un suculento ají de huevo y aguacate, todo eso salpicaba con la mejor chicha de maíz que según es fama se bate en el departamento.

La Tránsito bajó de lo alto del camión, se despidió del chofer. Que era Evangelista Parra, se acurrucó en la acera de la casa del Tribunal a darle el pecho a Francelina, la recién nacida, y luego fue a entregar el papel que le dio aquella mañana don Ramírez para el magistrado Pomareda. El cual, gordo, achaparrado, de nariz amoratad a y repujada por la viruela, recubierta de polvos. Agradeció el saludo de su pariente don Ramírez y prometió interesarse en el caso del detenido Siervo Joya. Lo cierto era que el caso no se movía, y la investigación no progresaba, y el sumario se hallaba embarrancado en alguna de esas sombrías y polvorientas oficinas que se abren a la plaza.

—Se necesita que un abogado hábil e inteligente se encargue de la investigación —opinó el magistrado—. Me parece que convendría que fuera godo, en vez de liberal, porque los godos están tomando mucho incremento…

Tránsito siguió tras él, hasta el café donde el doctor Perilla jugaba al billar con el fiscal de la sala penal. Este abogado le extrajo a la Transito, como adelanto sobre la defensa de Joya, diez pesos que le había dado aquella mañana don Ramírez. El magistrado, muy orondo con sus narices moradas, sus piernas cortas y su barriga prominente. Blandió su bastón de puño de plata y a pasitos cortos se encaminó a la tienda donde los magistrados reunidos en sala plena se preparaban a devorar su piquete.

Después de una larga espera en la sala de recibo de la cárcel, que así se llamaba un zaguán enladrillado al cual se abría una puerta reforzada con tirantes de acero, la Transito se encontró de manos a boca con Siervo. Este miró con curiosidad el rostro pálido, la cabeza cubierta con la costra de leche y los ojos extraviados de Francelina.

—No es fea la india —fue su comentario—. Se parece a la mama.

—Será por los dientes, que ya casi no me quedan en la boca. Con Francelina se me cayeron otros dos.

La pobre envejecía cinco años por cada uno: se amarillaba, se arrugaba, se le chupaban las mejillas, se le secaba la piel del rostro y los senos le colgaban como limones en el fondo de una mochila.

—¿Y eso qué le paso, mano Siervo? ¿Quién le aconsejó mal? Me recuerda el caso del Ceferino…

—No me hable de ese bandido, por la Virgen Santísima. Fue una mala hora.

Pues ahí donde lo ve los dos están a un tirar, como enyuntados.

Siervo le confesó que no lo pasaban tan mal, aunque en el dormitorio de diez pasos por cinco que le había tocado en suerte, veinte reclusos dormían y respiraban el mismo aire cargado de miasmas y repelentes olores. Había condenados por asesinato, por hurto, por cuatrería, por simples riñas callejeras, por desavenencias conyugales, por vagancia, y algunos sin motivo o por razones de orden político que ya habían perdido vigencia. La primera noche le robaron el cinturón que le recordaba sus antiguos tiempos de soldado; pero ya en el pequeño patio donde toman los presos el sol, y en el oscuro taller donde aprenden a tejer costales, había conquistado varios amigos. Sufría con el frío de las madrugadas y con la sopa helada de las comidas; pero la vida era dulce y grata, sin variantes, ni sobresaltos, ni angustias, ni temores.

—¿Ya empezó a llover, mana Tránsito?

—Ahora sí está lloviendo bonito desde el páramo hasta la Vega: el maíz está graneando, el tabaco se ve crecer y la Peña Morada se volvió verde con la hierba.

Le contó que casi al tiempo con ella parió la cabra una nueva cría, sólo que tuvo que vender para comprarle a Siervo una camisa y unas panelas que le traía en la mochila.

La situación se está volviendo muy azarosa —decía ella—. Ñor Floro Dueñas no duerme y de noche se la pasa en vela, con la escopeta en la mano. Teme que cualquier día lo asesinen, cuando aprieten las elecciones. Misiá Silvestra no para de llorar. Don Ramírez está armando a la gente de la hacienda porque teme que cualquier noche los godos de Soatá hagan un asalto.

—¡Ave María Purísima!

Tránsito pasó a otro asunto muy grave. Sucedía que de un tiempo a esta parte se había presentado un fantasma, un alma bendita que a la media noche relumbraba en lo alto de la peña y se ponía a gemir, y no paraba de hacerlo hasta la madrugada.

A Siervo se le erizaron los cabellos, que por no habérselos cortado hacía mucho tiempo, le llegaban casi a los hombros, y los tenía llenos de piojos.

Muchos vecinos de la vega habían visto el fantasma, y los Valdeleones le encendían todas las noches una vela al pie de la peña. Don Ramírez bajó a ver con sus propios ojos lo que pasaba, y sólo encontró que la Valdeleona y el Valdeleón, con una linterna de mano, se alumbraban de noche para abrirle un boquete a la toma de don Floro y robarle el agua.

—¿Mana Tránsito ha visto al aparecido?

—He oído cuando Emperador comienza a ladrar como si hubiera muerto en las vecindades; y entra después al rancho con el pescuezo erizado y la cola entre las piernas. Misiá Silvestra piensa que el alma bendita no puede ser sino el Ceferino…

—¡Nuestra Señora de Chiquinquirá nos asista!

—¡Aguárdese un tantico …! Dice que el Ceferino o el Atanasio, a quien mano Siervo sacó de penas en esta vida, pero lo mandó a penar a la otra.

Un sudor frío humedeció las sienes y la garganta de Siervo.

—Mándele rezar una Salve, aunque tengamos que vender la cabra.

—No ha valido… Ya le he pagado tres en Soatá, y el difunto sigue en la peña como si tal cosa.

Vino un largo silencio, hasta el momento en que se presentó un guardia de la cárcel y anunció el fin de la visita. Un hombrecito de pelo revuelto que le salía casi de las cejas, con los ojos vagos como si los tuviera cubiertos por una nube, y los dientes desportillados y verdosos, asomó por detrás del guardia, le hizo una mueca a Siervo y desapareció rápidamente.

—¿Quién es ese hombrecito?

—Es aquel Cetina que cogieron el año pasado por andar sembrando hayo en las lomas de Bavatá, cerca a la peña. ¿No recuerda?

—Sí recuerdo.

—Se presenta un negocio bonito que podemos hacer los dos, los tres con el Inocencia Cetina, que será el encargado de hacerlo pasar en los calabozos. Se trata de sembrar unas maticas de hayo entre la sementera de maíz, para que no lo descubran.

—¿Y si encima de todo mano Siervo se me vuelve hayero?

Cuando se cerró la puerta de la cárcel, y ésta se tragó a Siervo, la Tránsito salió a la plaza que dormitaba al sol, blanca y polvorienta; se restregó los ojos con el revés de la mano que tenía libre y se sentó en el atrio de la iglesia a amamantar a Francelina. Sin darse cuenta de lo que le pasaba, comenzó a llorar como una Magdalena, pues se sentía tan sola, tan sola.