CAPÍTULO VII

Un ambiente trágico planeaba aquella noche sobre el pueblo, que estaba a oscuras porque al encargado de la planta municipal se le había olvidado ponerla en marcha. Las campanas de la iglesia redoblaban por el muerto desde las dos de la tarde, y las ventanas y puertas de todas las casas permanecían cerradas por orden del alcalde militar recién posesionado. Este llegó en un camión del ejército, al mando de cuarenta hombres de tropa que patrullaban las calles. Un fuerte grupo vigilaba el hospital, donde velaban al muerto y curaban a siete heridos que quedaron tendidos en medio de la calle cuando terminó la refriega. Esta empezó porque alguien hizo un disparo al aire en momentos en que el candidato decía desde el balcón: «Los turbios y solapados movimientos de la reacción cavernaria y feroz, dispuesta a sumir el país en la más espantosa barbarie…»

Otro grupo de tropa rodeaba la cárcel municipal para evitar que mataran a Siervo. A las puertas vigilaba el Cojo, sentado en un taburete de cuero. Se atusaba un bigote feroz que le daba un aire inquietante de perdonavidas.

El gobernador del departamento había despachado la tropa y destituido el alcalde civil, obedeciendo las órdenes de un presidente justiciero y honrado que presidía por aquella época los destinos de la república. Lo malo fue que todo el rigor de la justicia, que requería una víctima expiatoria para calmar los reclamos y las invectivas de los conservadores, se descargó sobre Siervo. El directorio conservador del municipio pidió por telegrama que castigaran ejemplarmente a criminal tan alevoso; el directorio departamental lo presentó ante el gobernador como el cabecilla de una cuadrilla de bandidos; el directorio nacional, en documento altisonante dirigido al presidente de la república, exhibía al pobre Siervo como un jefe liberal que encarnaba toda la ferocidad de ese bando político. El candidato a diputado fue a la telegrafía en persona y dirigió un despacho al gobernador en el cual protestaba por disturbios a los que era completamente ajeno, como les constaba al alcalde depuesto, al notario, al personero, al presidente del cabildo y a don Ramírez. Al canónigo, al doctor José Miguel, a don Próspero, y a don Eurípides el del hotel de arriba, no los mentaba.

—¿Por qué mataste al Atanasio?, —preguntó el investigador a Siervo, cuando se inició el interrogatorio judicial en presencia de los directorios políticos.

—¡Yo no sé, sumercé! Me asusté cuando alguien me cayó encima y me despertó, y entonces saqué el cuchillito y lo clavé donde pude. Si pinchó en cristiano fue mala suerte.

¿Quién te mandó matar al Atanasio? Te vieron hablando media hora antes en la tienda de la comadre Chava, con don Ramírez y los jefes liberales del pueblo.

—¡Ave María! Si ellos apenas me miran como a un perro cuando me ven por la calle…

—Pero hoy sí te hablaron, ¿no es cierto?

—¡Protesto! —gritó el candidato—. El señor investigador está tratando de tender una celad a al acusado para comprometer a terceros.

Siervo no entendía nada, no recordaba nada con claridad, y cuando trataba de explicar lo que había sucedido se enredaba en sus propias palabras y se contradecía. Se rascaba la cabeza, carraspeaba, tosía y volvía a empezar.

Al otro día lo sacaron a la madrugada dos guardias, y en un camión del ejército se lo llevaron al pueblo de Santa Rosa de Viterbo, donde se encuentra el Tribunal Superior de la provincia y se juzga a los reos mas peligrosos de todo el departamento.

—¡Eres una víctima de la causa! —le susurró el candidato a hurtadillas del investigador— y yo me encargaré de tu defensa. El caso es muy claro y yo te defenderé de balde por lo que eres liberal. Pierde cuidado.

Don Ramírez no quiso verlo por temor a comprometerse con el investigador, pero le mandó de regalo dos pesos con la comadre María, quien le llevó un plato de sopa casi a la madrugada y cuando lo iban a meter en ayunas al camión del ejército.

—¿No se lo dijo la Tránsito, mano Siervo?

—Lo peor de todo, misiá María, es que esa india siempre tiene razón. Por vida suyita dígale, cuando la vea, que no se le olvide pedir en la hacienda la semilla de maíz, y que repare bien en que sea buena y no esté pasada. Dígale también que le dé de comer al Sacramentico y al perro mientras vuelvo…

Por el camino le dijeron los guardias.

—¡Siquiera mataste al Atanasio! Nosotros lo conocíamos. Era un godo muy peligroso. El fue quien encabezó a los molineros para que armaran la furrusca en la plaza… Pero como ahora le dio al gobierno por hacer justicia y «tirarse» a los liberales…

—¿Luego no dicen que el gobierno es de los liberales? —Preguntó Siervo.

—No hay quien entienda a los jefes. Primero lo mandan a uno que grite y alborote y mantenga a raya a los godos, y después, cuando se arma la grande, ellos se lavan las manos y nos vuelven la espalda.

—Y si te vi no te conozco —observó el otro guardia.

—¡Yo no sabía nada! —dijo Siervo con mansedumbre—. Me trajeron con los otros veganos en el camión de la hacienda. Don Roso me dijo que podía beber lo que quisiera en la tienda de misiá María, porque todo corría por cuenta de los jefes. Tomé con él hasta que nos supo a cacho el guarapo, que fue cuando caímos en el suelo y nos quedamos dormidos. Cuando recobré el sentido, un doctor a quien no había visto nunca en el pueblo me hacía preguntas que yo no comprendía. ¡Ah, perra vida! Se le pasa a uno sin darse cuenta y sin entender lo que le pasa.

—¿Por qué mataste al Atanasio?

—¡Ay! Virgen Santísima. ¿No he dicho cien veces que yo no sé, porque lo maté con los ojos cerrados, sin saber quién era, cuando me hallaba dormido en la tienda de misiá María?

—No te hagas el bobo.

El camión trepaba lentamente la cuesta de Guantiva. Los espesos robledales de las orillas del camino, que se agarran a la pendiente, chorreaban agua, pues toda la noche había llovido en el páramo. Del punto que llaman Árbol Solo para arriba, una nube fría y pegajosa empapaba y atería el alma y las manos de Siervo Joya. Cantaban las mirlas entre las frondas, y de la montaña bajaban a brincos, alborotando, cascadas de una agua transparente. Por la carretera pasaban recuas de burras cargadas de leña, y carretas tiradas por su yunta de bueyes colorados, y campesinos que llevaban a la espalda una jaula de huevos. Al llegar a una casita de teja que se levanta al borde de un riachuelo tan limpio que se le pueden contar las piedrecitas del fondo, se detuvo el camión y se bajaron los guardias.

—Vamos a desayunar algo —dijeron.

—Puedes bajarte, Siervo. Te vamos a desamarrar las manos, pero te prevenimos que si tratas de huir te meteremos dos plomos en las costillas, porque el alcalde nos ordenó que te entregáramos vivo o muerto en Santa Rosa de Viterbo.

Siervo pagó el desayuno de todos incluidos el del chofer que era soldado y el de su ayudante, con los dos pesos que le había mandado don Ramírez. El viejo de la casa, que les sirvió una taza de agua de panela, se les quedó mirando por debajo del jipa.

—¿Como que hubo vaina en Soatá?

—La hubo…

—¿Y quién fue el que mató al Atanasio?

—Este servidor —dijo humildemente Siervo.

—Dios lo favorezca en la cárcel, hermano. En Santa Rosa yo estuve una vez, y no me fue tan mal porque aprendí a torcer lazos y a tejer costales.

—¿No se aburre mucho en este páramo? le pregunto uno de los guardias.

—No tengo tiempo. En cuidar las ovejas, para que no se pierdan ni se ahoguen en los pantanos de la orilla del río, se me va la vida. Y cuenten los señores: fuera del percance, ¿cómo estuvieron las fiestas?

—¡Bonitas! —exclamó uno de los guardias. Lo malo es que otra vez se están despertando los godos…

—¡Mala cosa!

El hombrecito del rancho contó que desde hacia varias noche venía observando malos signos en el monte cuando salía a echarle un vistazo al corral de la ovejas para espantar los zorros. Había visto un anillo de nubes en mitad del cielo, que amagaba tragarse la luna. Una mujercita que vivía en la otra boca del páramo, le confesó que eso quería decir que la vuelta de los godos no estaba lejos…

—¡No crea en agüeros! —exclamó el soldado, desdeñoso.

El hombre lo miró con extrañeza.

—Mi sargento no ha vivido en el páramo como yo, y no ha visto las cosas que se ven a la media noche cuando la luna está clara. Con el páramo no hay que hacer chistes.

—Lo cierto —dijo uno de los guardias— es que la política está fea.

Subieron otra vez al camión, le ataron las manos a Siervo y continuaron su camino. Se los tragó una bocanada de niebla que ocultaba las sierras dentadas y pedregosas que rodean los desolados valles del páramo, por donde los arroyos ruedan en silencio, tiritando. En los pueblos que atravesaron antes de llegar a San ta Rosa de Viterbo, así en Belén como en Cerinza, encontraron mucha alarma y tropa estacionada en la plaza.

—Doy parte a mi teniente de que llevamos un preso a Santa Rosa decía el chofer soldado a los oficiales que detenían el camión para examinar la carga.

—¿Este es el asesino de Soatá?

—Sí, mi teniente.

—Pueden seguir, y mucho cuidado con dejarlo fugar por el camino.

Acurrucado en un rincón, Siervo miraba con ojos espantados la muchedumbre de curiosos que rodeaba el camión. Unos lo observaban con ojos relucientes de cólera; otros, en cambio, con abulia e indiferencia Los mocosos del pueblo lo señalaban con el dedo y el bobo de Cerinza se rió enseñando las encías mondas y lirondas como el hocico de una cabra, y se pasó la diestra por el cuello indicando que a Siervo le cortarían la cabeza.

—¿Y eso qué le pasaría a don Roso? preguntó de pronto Siervo a uno de los guardias.

—Le metieron un puntazo en la barriga y lo llevaron al hospital.

—¡Ave María Purísima! ¿Y será asunto grave?

—¡Quién sabe! El hombre tiene los huesos duros…

—¡Pobrecito don Roso! La Virgen Santísima de Chiquinquirá lo favorezca. La Tránsito si me dijo que no me metiera en vainas.