El año de 1946 las elecciones habrían de ser muy reñidas, según los técnicos, porque los conservadores levantaron la abstención electoral, y la consigna de ambos partidos era la de conquistar las urnas como fuera, por las buenas o por las malas, pues se trataba ni más ni menos que de elegir un nuevo presidente de la república. Los liberales tenían en sus manos el poder, pero estaban divididos en dos bandos irreconciliables, por lo cual los de la oposición oficial, que eran conservadores, veían el cielo abierto y propicio para alzarse con el santo y con la limosna que habían perdido en 1930. Agentes electorales, candidatos del partido conservador y de los dos bandos liberales, directores políticos, recorrían el país dictando discursos y conferencias que terminaban en formidables batallas campales en las plazas de los pueblos. Los periódicos se enseñaban los dientes todas las mañanas, y había que cogerlos con pinzas no sólo porque hedían, sino porque abrasaban. Los corresponsales de Soatá, a quienes a veces se avenían a publicar dos dedos de prosa los diarios de la capital, se habían quitado el saludo porque se habían llamado mutuamente ladrones y asesinos en letras de molde.
De esto Siervo no se enteraba. Dormido en la tienda de la comadre, abrazado a Roso que de vez en cuando abría un ojo y pronunciaba palabras ininteligibles, no se movió cuando sonaron los estampidos de u nos disparos en la plaza. Tampoco se dio cuenta de la llegad a de la comadre María, quien sacudió a Roso por los hombros y le derramó un balde de agua en la cara para que despertase.
—¡Compadre Roso, compadrito! ¡Levántese que se armó la trifulca en la plaza, porque los godos de la cuadrilla de los molineros entraron por la esquina de la casa cural echando machete, y los policías los están conteniendo a tiros. ¿No me oye? ¡Los molineros!
No tuvo tiempo la comadre de cerrar la puerta y apuntarla con un pesado tronco de madera, porque un alud de gente se precipitó al interior dando gritos. Los molineros, con pañuelos azules atados al cuello, venían a refugiarse a la tienda, perseguidos por un grupo de cachiporras de la vega que llevaban pañuelos amarillos o rojos en el lugar donde los otros los llevaban azules. Todos eran cortados por una misma tijera: tenían los mismos jipas mugrientos a la cabeza, las mismas ruanas piojosas sobre los hombros, los mismos calzones bordados de remiendos, pero entre ellos se olían, se distinguían y se atacaban como gozques de vecindario. La comadre, acurrucada detrás del mostrador para guarecerse, no paraba de dar voces alentando a los unos y denostando a los otros. Brillaban los largos machetes, y por debajo de las ruanas asomaba la len gua viperina de los puñales.
—¡Que mueran los molineros! —gritaban los rojos, y los azules respondían babeando de cólera:
—¡Abajo los cachiporros!
Algunos caían de espaldas en mitad de la calle, con el ruido apagado de los costales llenos de grano cuando se les apila en los graneros. Otros se iban de bruces, con el rostro chorreando sangre.
—¡Santa Bárbara bendita! ¡Que llamen a la policía! —gritaba la comadre María parapetada detrás del barril del guarapo.
En medio de la reyerta se oyó de pronto un gemido largo y agudo, que vibró dolorosamente en el aire. Los contendores, que pasaban de veinte, callaron y se quedaron quietos como si les hubiera acometido un ataque súbito de parálisis. Jadeaban y les chorreaba el sudor por las mejillas, sin que ninguno tuviera la ropa buena porque a to dos les colgaba en pedazos.
—¡Me mataron, Virgen Santísima! —musitó un hombrecito que se revolcaba en el suelo sobre un charco de sangre.
En un santiamén quedó la tienda vacía, pues todos huyeron calle arriba o calle abajo cuando llegó una pareja de guardias del municipio, seguida por el alcalde. Ellos tenían montados los fusiles y él empuñaba un revólver.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el rostro lívido.
La comadre asomó las narices por detrás del mostrador, y exclamó entre sollozos que desfiguraban sus palabras.
—¡Yo no he visto nada, yo no sé nada, yo no he hecho nada, señor alcalde! Aquí todo el mundo me conoce desde chiquita y sabe que soy una mujer honrada y liberal que jamás he permitido escándalos en mi casa, ¡Ave María Purísima!
El herido vomitó una bocanada de sangre y quedó tieso en mitad de la tienda.
—¡Lo mató Siervo! —dijo uno de los guardias.
Todavía en tierra, Siervo empuñaba un puñal ensangrentado. Sus ojos estaban turbios de sueño y sus labios grises y delgaditos se abrían en una sonrisa ingenua. Con voz quebrada dijo al alcalde:
—Me hallaba dormido, abrazado a don Roso, el mayordomo, cuando alguien se me echó encima. Creía que me iban a matar, porque me percaté de que la tienda estaba llena de esa mala ralea de los molineros, a los que a mi Dios confunda por malvados y conservadores. Y antes de que me mataran a yo, saqué el cuchillito y se lo clavé en el estómago. Por lo demás, yo no tengo la culpa, sumercé. A mí me habían prevenido los jefes que estuviera alerta porque los godos nos querían jugar una mala pasada…
—¡Cállate, animal! —gritó el alcalde al ver entrar a Su Señoría el canónigo, seguido de varios jefes conservadores del pueblo.
Ya despierto del todo, y con los ojos muy abiertos, examinó Siervo el rostro del muerto que tenía a dos dedos del suyo.
—¡Si yo hubiera sabido! Era mano Atanasio, el de la Chorrera, que aunque godo no era de los peores. ¡Mi Dios lo haya perdonado y lo tenga en su gloria!