CAPÍTULO III

Más de quinientos promeseros de la hoya del Chicamocha salieron aquella madrugada de la plazoleta de la Hacienda donde los camiones se hallaban estacionados desde la víspera a fin de que el maestro Sabogal les pusiera bancas. Estas no tenían espaldar, y quedaban muy cerca las unas de las otras, para que cupieran más pasajeros. Vestidos con la ropita de las grandes ocasiones, con talegos de avío en la mano y una ruana al hombro para envolverse si se presentaba el caso de dormir en alguna parte, los promeseros se iban embutiendo en los camiones. A los de adelante los empujaban los que venían detrás, y a éstos los choferes a quienes previamente habían depositado el precio del pasaje.

Los hombres llevaban el tiple o el requinto en bandolera, y las mujeres, con dos o tres corroscas o jipas en la cabeza, arrastraban a sus niños de la mano y sostenían a los más pequeños en brazos. Las mocetonas, con lo mejor del baúl echado sobre el cuerpo, reían nerviosas, y lucían de paso el diente de oro que para presumir se habían mandado fabricar en la dentistería de Soatá. Una hija de don Bauta el del arriendo de la Quinta, porque la otra se le fugó con Pedro Rincón en la romería del año pasado; las dos de Juan López, muy aseñoritadas porque habían servido en una casa de familia en Duitama; las de los Pimientos del páramo, coloradas y robustas; las nueras de Juan de la Cruz, alpargatero de profesión y coplero notable; Soledad, la mejor pareja de baile en toda la provincia, recién casada con Marcos Ramírez el del Palmar: la crema, en fin, de la región del Chicamocha, atraía las miradas de secretarios y choferes. Limpiecitas, con el rostro arrebolado por la emoción del viaje y el pecho nuevo y duro palpitante de dicha debajo del corpiño, las mozas cuchicheaban mirando a los hombres por debajo del jipa. Unas vestían de raso morado, como la flor de las pachuacas; otras de percal rosa, como la flor de las curubas; otras de terciopelo amarillo, como la flor de la achicoria; y otras vestían de malva, con randas de peluche carmesí en los volantes, como las flores de mayo que crecen en los troncos de los nogales del páramo. Todas tenían pañolones de fleco, y enseñaban dos dedos de las enaguas blancas por debajo del ruedo de la falda.

A la luz de una lámpara de gasolina que iluminaba la plazoleta para facilitar el embarque de aquel ganado, muchos de los promeseros bailaban torbellino al son de tiples y bandolas, moliendo los alpargates nuevos contra el piso de la plazoleta, que allí es muy desigual y pedregoso.

Cuando estallaron los voladores, despertando a los perros del vecindario, zarparon los camiones roncando en medio de los gritos de los promeseros a quienes la expectativa del viaje, más que la cerveza, tenían medio borrachos.

Siervo lucía los pantalones que trajo del cuartel, y la Tránsito los aretes de corales falsos que le obsequió alguna vez el difunto Ceferino, y los dos iban tan apretados entre los tablones de las bancas, que apenas podían moverse. Nunca el maestro Sabogal pudo soñar que aquéllo que él honradamente llamó banca resultara un banquillo. La tortura se agravó por el camino, cu ando en las vueltas de Guantivá se marearon las mozas y una por una se aliviaron y descargaron sobre los vecinos. Emperador no dejó de ladrar un solo momento durante el viaje. Olaya, cansado y aburrido, quiso gatear por debajo de las bancas alborotando a todo el mundo; en el páramo comenzó a toser y no paró de hacerlo y de llorar en todo el camino. En la bajada del páramo al valle de Belén de Cerinza tuvieron un percance, que consistió en el reventón de una llanta. Les amaneció en la plaza de Santa Rosa, donde los que conservaban todavía fuerzas se arrancaron a dar vivas a la Virgen y al partido liberal. Desayunaron en una posada de las afueras de Tunja, a la sazón llena de choferes borrachos. En Arcabuco los requisaron los guardias del retén, por si llevaban armas; y por la Villa de Leiva pasaron como alma que llevan los diablos. Siervo llegó a la plaza de Chiquinquirá con dos verdugones en las rodillas, porque cuando frenaba el camión súbitamente, porque así le venía en gana al chofer, se iba de bruces contra el tablón delantero a tiempo que recibía en los riñones un rodillazo del vecino de atrás. Para no ser menos que Siervo, la Tránsito llegó al cabo del viaje con el pelo suelto sobre los hombros y una peineta entre los dientes. Tenía la falda negra de las ceremonias rucia de polvo y pisoteada como si el camión, con todos los pasajeros le hubiera pasado por encima. El quejido monótono del tiple que rasgueó sin parar un promesero durante todo el viaje, y las toses y los llantos del niño, y el olor a agrio que despedía el camión, la tenían maread a y con ansias de tirarse de cabeza a la carretera para salir de penas.

A pesar de las torturas que padecieron, y de los sustos que pasaron porque el chofer, medio dormido, estuvo a punto de estrellarlos en el puente que se encuentra a la entrad a de Duitama, Siervo tuvo el coraje de decir cuando los descargaron en la plaza de arriba de Chiquinquirá con Olaya y el perro:

—¡Hay que reconocer que el viaje fue muy bonito!

—¡De veras que no hubo novedades que lamentar! —comentó don Bauta, quien por estar estrenando botas con carramplones no se podía tener derecho del dolor en los pies.

—¡Malhaya mis botas! —pensó Siervo al contemplar con envidia las de don Bauta.

Y la familia recorrió las calles y plazas de Chiquinquirá, Siervo doblado en tres, porque el dolor en la cintura no le pasaba. La ciudad hervía de promeseros que a pie, y en bus, y en ferrocarril, y en camión, habían llegado de todo el país, hasta del Ecuador y Venezuela. Los calentanos, con las manos entre los bolsillos, tiritaban de frío parados en las esquinas. Los forasteros que llegaban por primera vez de aldeas perdidas en los páramos boyacences, miraban alelados las bombillas del alumbrado público. Desempedrando calles, con la ruana terciada sobre un hombro, pasaban los chalanes de Saboyá, que sin apearse d el caballo bebían la primera copa de brandy a la puerta del estanco. Colegios de niñas cantaban en la plaza de abajo, ante un obispo que acababa de llegar:

Reina de Colombia

por siempre serás;

es prenda tu nombre

de júbilo y paz.

Frailes dominicos, hermanas de la caridad con su gran mariposa blanca en la cabeza, capuchinos de barba al viento, padres franciscanos, candelarias que venían del convento del Desierto de Ráquira, curas de pueblo calzados con pesadas botas de cuero sin curtir, enfermo cargados en un taburete por algún pariente; niños paliduchos que vestían hábito de monjes y viejas hidrópicas que resoplaban al andar; campesinos, hacendados, sirvientas, soldados y policías; toda esa humanidad heterogénea que compone «la agobiada y doliente» que suele frecuentar los santuarios religiosos, llenaba de animación y color las sucias calles del pueblo.

Siervo llevaba a Emperador atado a una cabuya, por temor a que se perdiera en aquella confusión. La Tránsito cargaba en los brazos al Olaya, que tosía y daba diente con diente porque se había resfriado en el páramo.

—¡Está que arde! —dijo Tránsito al tocarle la frente con la suya. —Para mí que tiene calenturas…

—¡Pídale a la Virgen que se lo aliente! —exclamó Siervo.

Por mucho que anduvieron de un lado a otro buscando alojamiento para aquella noche, no encontraron ni siquiera uno de esos cuadrados pintados con tiza en los zaguanes, que los hoteles de mala muerte arriendan a los promeseros pobres que allí se echan, encogidos, a pasar la noche. Total, nada. Comieron sentados en las gradas del atrio de la basílica, donde una nube de pequeños comerciantes ofrecían comestibles a los peregrinos, y escapularios, y camándulas, y velas, y postales, y estampas y toda clase de chucherías. Los pordioseros hormigueaban por todas partes, mostrando sus llagas y pidiendo limosna. Varios hermanos dominicos, en las oficinas que están situadas a las espaldas del templo, sobre una calle lóbrega y mugrienta, recibían los encargos de misas, salves y rosarios, que un fraile gordo de rostro sudoroso y desabrido anotaba en un gran libro, detrás de una ventanilla.

Emperador, fatigado y escéptico, apenas se molestó en olisquearles la cola a dos o tres perras locales que se acercaron por curiosidad a examinar al forastero. No tardó en dormirse, echado a los pies de Siervo. El niño, en cambio, no lograba conciliar el sueño y tosía cada vez más. Se sacudía como un tallo de maíz agitado por el viento del páramo. Se resistía a pasar bocado aunque Tránsito no cesaba de ofrecerle pedazos de pan, trozos de longaniza y terrones de panela, que llevaba en su mochila de viaje.

Serían las diez y media o las once de la noche, según podía colegirse por la luna que brillaba muy alta en un cielo claro por el que bogaban grandes nubes amarillas, cuando la Tránsito resolvió acudir a la botica más próxima a consultar lo que le estaba pasando al niño. Unos eventuales vecinos en las gradas del atrio les dijeron que debían despacharse pronto, porque a las once en punto abrirían las puertas de la iglesia y era menester coger puesto para la Misa del Gallo. La plaza estaba de bote en bote, y contínuamente atronaban los cohetes y los petardos. De los ventorros que se encuentran en las calles próximas al templo, llegaban los gritos de los borrachos y los cantos de los promeseros. Siervo miraba con la boca abierta un globo de colores que se elevó solemnemente, bamboleándose, pero luego la brisa lo golpeó y lo precipitó a la plaza envuelto en llamas, acompañado por los gritos de los hombres y los aspavientos de las mujeres.

—Vamos antes de que sea tarde —dijo Tránsito.

El boticario tenía abiertas de par en par las puertas de su farmacia. Apenas podía atender al centenar de forasteros que compraban específicos y jarabes, y hablaban todos a un tiempo. Con un ayudante que vestía un camisón blanco, aunque no muy limpio pues ostentaba manchas de todos los colores, resolvía las consultas de los peregrinos.

—¡El niño está que pringa! —le dijo Tránsito.

—Debió entrarle un frío por la espalda cuando pasamos el páramo —explicó Siervo—, y es fácil que tenga una picada en el costado.

El boticario, un viejo a quien la ignorancia se le veía por encima del hombro, hizo ademán de tomarle el pulso y de mirarle la garganta.

—Es una bronquitis —sentenció—. Dénle una cucharada de este frasco cada tres horas; este purgante para que elimine las flemas; y pasen a la oficina por aquella puerta para que el practicante le ponga una inyección de eucaliptol. Son nueve pesos. Mañana amanecerá como nuevo…

—Si Dios quiere —completó Siervo.

Pero no amaneció, porque en la iglesia, atestada de peregrinos que se apretujaban y se agitaban en oleadas, el niño mu rió de asfixia y probablemente de pulmonía. La atmósfera era densa y caliente, y pesados vapores compuestos del sudor y los humores de los fieles, flotaban a la deriva sobre sus cabezas. Ni Tránsito ni Siervo podían ver el altar mayor, resplandeciente, poblado de grandes figuras de bulto que rodeaban el pesebre. Quedaron incrustados detrás del púlpito y durante la misa, y el sermón, y el descendimiento del Niño Dios a su establo, su principal preocupación consistió en evitar que los embates de la muchedumbre los aplastara contra la columna. Siervo pedía a Nuestra Señora que le concediera, por el alma de la difunta, su pedacito de tierra en la vega, cerca al arriendo de don Floro Dueñas. Tránsito apretaba contra el pecho el cuerpecito del niño que primero se debatía desesperado entre sus brazos, y de la elevación en adelante, cuando estallaron los cohetes en la plaza y se echaron a vuelo las campanas en la torre, se fue enfriando y endureciendo poco a poco.

—¡Se está muriendo! —pensaba Tránsito llena de angustia. En medio del clamor de los rezos que rebotaban como un trueno sordo en lo alto de la cúpula, percibía el estertor de la criatura, cuyo rostro se había puesto morado como la flor del digital que crece entre los frailejones del páramo.

Tuvieron que esperar dos horas a que terminara la ceremonia de la misa y la gente pudiera salir a borbotones. Cuando llegaron al atrio y aspiraron una bocanada de aire fresco, Siervo se limpió con el revés de una mano el sudor que le chorreaba de la frente, y Tránsito se restregó las narices con el ruedo de las enaguas blancas.

—¡Se lo llevó Nuestra Señora de Chiquinquirá! —le dijo a Siervo.

—¡Siquiera! Dios sabe lo que habría sido el angelito si llega a mozo. La sangre del taita no era buena sangre. Además estaba de Dios, y nadie se muere la víspera.

Por todo comentario el perro le aulló lúgubremente a la luna, y daba saltos para alcanzar el cuerpecito que sostenía Tránsito en sus brazos. Pugnaba por lamerle el rostro al niño muerto.

Fueron a buscar a su padrino Floro y a su madrina misiá Silvestra, y a otros compañeros de viaje como don Bauta y su hija, don Juan de la Cruz y sus nueras, los Pimientos y sus mujeres, y los esposos Ramírez, a quienes hallaron al fin casi a la madrugada y cuando las campanas de la basílica repicaban para la misa del alba. Dieron con ellos en la tienda de un vecino de Capitanejo que era cotudo y unos años atrás se había varado a la salida del pueblo de Chiquinquirá, donde estableció un negocio de posada y asistencia que lo estaba sacando a flote. Aunque cotudo tenía buen corazón y facilitó a los esposos un solar interior para que velaran a la criatura y allí la bailara toda la concurrencia. Misiá Silvestra, la mujer de don Floro, acurrucada en un rincón del patio y al pie del cadáver del niño que yacía tendido en el suelo, entre cuatro velas, cabeceaba de sueño. En tono de salmodia cantaba:

En el cielo hay un naranjo

cargadito de naranjas,

onde baja Jesucristo

a cantar sus alabanzas…

—Padre Nuestro, que estás en los cielos…— respondía la Tránsito. Y la vieja tosía para desembarazarse el gaznate, y volvía a cantar:

En el cielo hay una silla

labrada de calicanto,

que la labró Jesucristo

para el Espíritu Santo…

Siervo fue a contratar con los padres dominicos una misa y un responso, y con la asesoría del cotudo arregló el entierro, muy sucinto y somero, que se realizó cuando amanecía y los gallos comenzaban a cantar en los solares, y los promeseros borrachos todavía cantaban. Siervo llevaba el cajoncito de madera debajo del brazo, Tránsito lo seguía con una vela apagada en la mano y Emperador cerraba la marcha batiendo la cola. Regresaron tarde del cementerio, y como encontraron cerrad a la tienda, pues el cotudo había salido a la calle, se encaminaron a la plaza con el deseo de no perder la misa, seguidos del perro, a quien la desaparición de Olaya tenía molino y con el rabo entre las piernas. Siervo se caía de cansancio y de sueño, pues no había pegado los ojos desde cuando decidió en su rancho embarcarse en la romería. Se acurrucó al pie del púlpito, como la víspera, y se quedó dormido. Cuando despertó, la Tránsito abría los ojos todavía cargad os de sueño, hinchados, enrojecidos y más torcidos que nunca.

La iglesia estaba casi desierta, pero el ambiente caldeado y maloliente de la noche anterior se les pegaba a las narices. En el altar mayor mil ceras ardían y chisporroteaban, y al apagarse despedían un humazo negro. El marco de plata del cuadro de la Virgen brillaba a grande altura, en un cielo resplandeciente. Su corona de oro y piedras preciosas refulgía como el sol. Era lo único visible d el cuadro, muy sombrío, que desde el lugar distante donde se encontraban Tránsito y Siervo apenas podía columbrarse. Los dos lo contemplaron con ternura, con el corazón rebosante de una piedad ingenua y los ojos llenos de lágrimas. Se arrodillaron al pie del altar mayor y rezaron todo lo que sabían, que verdaderamente no era mucho. Los envolvía el murmullo de algunos fieles que oraban en voz alta, con los brazos en cruz y los ojos extáticos clavados en el lienzo milagroso. Un sacristán apagaba las velas con una pértiga. En un confesionario un padre dominico escuchaba aburrido la confesión de una beata que se cubría el rostro con el manto.

—¡Pídale que nos conceda la tierrita! Siempre es que hace más fuerza una yunta que un buey sólo —dijo Siervo.

—¡Ay, Virgencita linda! —exclamó Tránsito—. Te llevaste al Olaya y ya no quiero pedirte más. Con eso, y con que me des una buena muerte, para un solo viaje es bastante.

Un sol dorado y tibio de diciembre iluminaba los paredones de las casas y sacaba chispas a las linternas de los camiones estacionados en la plaza. Esta tenía el piso muy sucio, cubierto de vestigios de la noche anterior: huesos de pollo, papeles, cañas de cohetes, cáscaras de huevo, excrementos humanos y otras porquerías. Toda la plaza olía a diablos. Como Siervo y la Tránsito sintieran hambre, compraron en un a tienda sendas tazas de caldo y unas papas cocidas con sal pero cuando fueron a pagar la cuenta Siervo se percató de que algún promesero más necesitado que él le había robado el pañuelo solferino en una de cuyas puntas tenía el nudo negro y seboso, donde guardaba sus ahorros.

—¡Bueno! —exclamó con filosófica resignación: Ahora sólo nos falta que se pierda el perro.