CAPÍTULO II

Varios meses permaneció Siervo ensimismado, sin hablar con Tránsito más palabras de las necesarias, sin mentar ];, compra de la tierra cuando subía a jornalear a la hacienda, sin discutir con los Valdeleones ni bajar al mercado de Capitanejo los domingos, para oír misa y beberse un guarapo

—¿En qué cavila, mano Siervo? —le preguntaba Tránsito cu ando le llevaba el almuerzo al trapiche de don Floro Dueñas.

—¡En nada! respondía Siervo con la cara fosca.

Los días de fiesta se sentaba a la orilla del río, a mirar a Tránsito lavar los harapos y extender a que se orearan sobre las piedras calientes. El cielo alto y azul se desplegaba sobre la vega, apoyando los dedos de unas nubecillas amarillas en la sierra nevada del Güicán y en las montañas de Onzaga. La cabra se veía como una manchita blanca en la pizarra de la peña, y andaba triscando y jugueteando con el cabritilla; porque parió al fin una madrugada, pocos días después de que volvieron del casorio. El hecho fue más sonado y tuvo más importancia para la familia que el bautizo de Olaya y el matrimonio de Siervo. Era una hermosura de animalito, tenía las patas muy altas y gruesas y una brocha negra en el lugar de la cola. Olaya, que se arrastraba en la ex planada todo desnudo, con la cara tiznada por el hollín del fogón y el cuerpo embadurnado de tierra, jugaba a veces con el perro y con el cabritilla. Este se paraba en los cuartos traseros y trataba de dar un salto, para imitar a la cabra; el perro latía y Olaya refunfuñaba, y como los tres eran todavía muy jóvenes, rodaban buen trecho por el suelo, confundidos…

—¡Cualquier día se caen al río y se ahogan! —decía Tránsito.

—¡Los mozos de ahora parecen de alfeñique! observaba Siervo—. En mis tiempos me echaba a rodar por esa peña, cazando iguanas o persiguiendo culebras, y nunca me pasó nada.

—Mano Siervo tiene la testa muy dura.

—Antes éramos de carne y hueso, y no de alfeñique como estos niños de ahora.

El río mermaba, se retiraba del barranco de Siervo, se adelgazaba, se recogía a la orilla opuesta y se volvía denso y amarillo. Las moscas zumbaban con ardor sobre el tarro de los desperdicios, y en las frondas y zarzas de la orilla del río, los zancudos picaban más recio. Ya don Floro Dueñas estaba cosechando el tabaco, y en el caney las sartas se abarquillaban al viento, cascabeleaban, y desde lejos se percibía su fragancia.

—¿En qué cavila, mano Siervo? —preguntaba Tránsito, preocupada de verlo allí sentado en la piedra de la orilla del río, mirando correr el agua.

Cesó el viento. Ni un soplo de brisa mecía las palmeras de coco y de dátil que dan sombra al trapiche de los comuneros. El aire vibraba como en la vecindad de una hoguera. Al mediodía los bueyes de labor se echaban rendidos sobre la colcha de bagazo, y en las piedras del río acechaban los lagartos y las iguanas. A la boba de misiá Silvestra le dio ceguera, y al gozque de los Valdeleones lo mataron a piedra porque lo picó el mal de rabia. La vega se veía del color de la panela desde el repecho del camino. Del lado del Cocuy, en los pueblos de la banda derecha del río. Se levantaban grandes humaredas que se esparcían por el cielo, manchándolo y destiñéndolo, y enturbiando la atmósfera.

—Ya empezaron las quemas en Chulavita y el Espino, para preparar los barbechos.

Pero no llovía. Don Floro Dueñas suspiraba en vano por una llovizna, por la humedad del sereno, por el rocío de la madrugada, por una gota de agua que ablandara el tabaco del caney y le permitiera alisarlo para llevarlo a vender a la Compañía. Había pagado una rogativa a Nuestra Señora de Tequia, Virgen muy milagrosa que el señor cura de Miranda trasladó al pueblo de su nombre, en las lomas que encajonan el valle de Enciso sobre el río Servitá. La Virgen se hacía la sorda y se estaba tostando el tabaco en los caneyes.

—Rocíele tantica agua con una regadera —le decía Siervo.

—La Compañía no lo recibe mojado, porque se vuelve negro y se quema.

Como no llovía, ni amagaba, ni había una nube en el cielo, don Floro tuvo que regar y humedecer el tabaco como le aconsejaba Siervo, y en la Compañía se lo pagaron a menor precio del corriente. Se derrumbaron, pues, sus ilusiones de pagar la totalidad de su arriendo, por el cual había abonado las arras. Ya no podía redondearlo con el arriendo de los Valdeleones, a fin de apropiarse de la servidumbre del camino; ni con el de Siervo, para abrir un albercón que almacenara las aguas de las escurrajas.

—¿No ve que a Dios gracias no le llovió a don Floro, y le pagaron mal la cosecha de tabaco? —decía Tránsito—. Eso le pasa por avariento y querer ensillar antes de traer las bestias. Ya no volverá a hablar de la alberca, ni vendrá a echar cuentas sobre el agua de las escurrajas, ni nos hará fieros. Por lo menos durante todo un año, hasta la próxima cosecha, nos dejará tranquilos.

Siervo no decía nada. Ni una palabra salió de su boca cuando se arrugaron y se cayeron de la mata las naranjitas averanadas. Aunque el trabajo era más pesado que nunca por obra del calor que resecaba, apretaba y endurecía la tierra que se ponía como el asfalto, Siervo no decía esta boca es mía. Ni una palabra salió de ella cuando treparon por el camino de la peña, Tránsito en pos de Siervo, esta vez con el perro pero sin Olaya a quien dejaron en el rancho con la cabra amarrad a al naranjo y el cabritilla pegado a la ubre de la cabra. Iban los dos cargados con sendos bultos de maíz, que le correspondía a la hacienda por medianía. Parecían hormigas culonas, de aquéllas que salen con las lluvias de marzo y en Santander las atrapan en una lata caliente cuando emprenden su vuelo nupcial, porque son un bocado muy rico. Todavía faltaba mucho tiempo para que se las comieran fritas en su propia grasa, pues la Semana Santa quedaba muy lejos, de manera que sólo Siervo y Tránsito cargados con sus bultos de maíz podrían recordarlas a quien desde lo alto de la carretera los hubiera visto trepar por el camino de la peña.

—¿En qué cavila, mano Siervo? —dijo Tránsito cuando salieron a la carretera, y sentados en una cerca de piedras, se daban un respiro y un descanso.

—No me averigüe la vida, mana Tránsito.

Echaron los dos a trotar, con el mismo trotecito menudo y torpe que tienen las mulas de carga que desfilan bamboleándose por los caminos. Las volquetas de las obras públicas, que bajaban al campamento de Capitanejo, los envolvían en una polvareda. Emperador las perseguía, ladrándoles con furia, convencido de que algún día las podría alcanzar y les mordería las patas o las medias que para el perro sería lo mismo.

Por un viviente de la vega que había ido a comprar fique al mercado de Capitanejo, supieron cualquier día que estaba de regreso el agente viajero, y a Siervo se le iluminaron los ojos. Al domingo siguiente, antes de que despuntara la aurora, bajó con Tránsito a Capitanejo, sin otra impedimenta que sus ilusiones; pero cuando el sol de los venados teñía de bermellón los barrancos de la orilla del río, retomaron por el mismo camino de la vega, cariacontecidos y cabizbajos. No traían las botas ni las arras, porque tanto el secretario del chofer como el agente viajero que vendía «La Víbora», no reconocieron a Siervo, como si nunca en la vida lo hubieran visto.

—¿No se lo decía yo, mano Siervo?

—Tras de cuernos, palos. Ahora no me hable…

Sólo que una noche cuando parecía dormir tirado en su rincón, sobre unos costales de fique, Siervo se incorporó de repente:

—¿A qué día estamos hoy?

—A viernes. Mañana habrá que subir a la hacienda con las suelas de los alpargates que hice la semana pasada. Tenemos que comprar unas brazadas de fique, porque me han salido varias contratas para los Parras, que venden alpargates en Cúcuta.

—De veras. Pero yo pregunto a qué fecha estamos hoy.

—Aguarde un tantico. El 16 subimos el maíz de la hacienda, y don Ramírez me dijo: «Vuelve pasado mañana que es lunes, y 18. Ese día distribuiré a los arrendatarios y los medianeros la semilla de tomate para las próximas siembras». Si eso dijo, es porque hoy, que es viernes, estamos a 22.

Siervo hizo la cuenta con los dedos y se levantó de un brinco. Salió al barranco a mirar las estrellas que volteaban en el cielo redondo y luminoso. La Osa estaba muy alta, con la cola hacia arriba, y la estrella de los cabreros había desaparecido. Cuando volvió a tirarse en su camastro, dijo:

—A Dios gracias todavía es viernes.

—¿En qué cavila, mano Siervo?

—Para barbechar todavía tenemos mucho tiempo por delante. Los cuatro jornal es de don Floro y los otros cuatro que le pago a la hacienda, dan espera antes de que comiencen las lluvias. Si nos fuéramos mañana, ¿quién se quedaría cuidando las cabras? Porque al Olaya y al Emperador podríamos llevarlos.

—Yo no sé qué estará pensando, mano Siervo.

—¿Y con quién dejaríamos el rancho y las cabras?

—Tal vez misiá Silvestra nos prestara a la boba por unos días. ¿Pero adónde nos vamos, si puede saberse?

—Mañana subiremos a la hacienda, y en la madrugadita del domingo saldremos para Chiquinquirá en la máquina de los Parras, que están viajando con los promeseros. Si hoy es viernes 22, será porque mañana sábado es 23 de diciembre y el domingo será la Nochebuena. Llegaremos a Chiquinquirá con el tiempo justico para asistir a la Misa de Gallo que es muy linda, y a la del alba, y a la mayor del 25; y antes de regresar tendremos tiempo de pasear por el pueblo y de rezarle unas salves a la Virgen.

En un transporte de felicidad, Tránsito se echó a llorar, porque era una india muy escandalosa y fullera, como decía Siervo, y despertó a Olaya quien a su vez desveló al perro, el cual comenzó a latir por lo que pudiera suceder y puso en pie al cabritillo y a la cabra.

—¡Eso sí que está bueno, mano Siervo! Yo tenía entre ceja y ceja a Nuestra Señora de Chiquinquirá desde hace muchos meses, pero como lo veía tan ideático no me atrevía a chistar palabra. Hace tiempos quería ir a pagar una promesa a Nuestra Señora, que le hice cuando se fugó el Ceferino; y ahí está que gracias a Dios lo volvieron a coger y para mayor tranquilidad lo descalabraron en estas peñas.

—¿Cuánta plata tenemos debajo, de la piedra?

—Casi cuarenta pesos. Cuarenta y dos ajustaremos con lo que me den por esas suelas que llevaré a vender mañana.

Y aquella noche no se durmió ni se volvió a pensar en dormir en el rancho de Siervo Joya.