Cuatro días de jornal en el mes le daba Siervo a don Floro Dueñas por el agua, y otros tantos a la hacienda por el arriendo, de manera que le quedaban tres semanas libres y éstas las empleaba en arañar su pedregal con la vieja pica oxidada que le había dado el mayordomo. No tenía un buey para la aranza, pero con Tránsito componían una yunta muy valiente para el trabajo: los dos limpiaban la tierra, la escarbaban, la rompían, la escarmenaban, la revolvían y la alisaban con sus propias manos. De noche, hacia la madrugada, cuando se quedaba dormido el peón cuidandero de la toma que había puesto don Floro para que sus vecinos no le robaran el agua. Siervo se arrastraba en cuatro patas y abría un boquete en la acequia para sacar un poquito de agua y regar su sementera. Con el corazón palpitante y la oreja tiesa y alerta, como la del perro que lo acompañaba, permanecía varias horas acostado en la tierra, mirando a la luz de las estrellas correr el agua.
Mientras veía crecer sus matas de maíz, no tenía sosiego porque al lado se esponjaba el tabacal de don Floro, quien ya echaba cuentas sobre lo que había de sacarle. Si la cosecha no se perdía, emplearía el dinero en comprar en firme su arriendo de la vega. Pediría a los patrones el lote de los Valdeleones, a fin de limpiar de la cizaña de los malos vecinos el camino y utilizarlo para él sólo. También le había echado el ojo al arriendo de Siervo, pues deseaba hacer un aljibe de piedras para almacenar el agua que escurría de la toma. A Siervo se le encogía el corazón cada vez que escuchaba estas noticias de boca de Tránsito, la cual, para aumentar el presupuesto de la familia, había tenido que meterse de cocinera de los peones de don Floro Dueñas. Le pagaban en mazamorra, de la cual se alimentaba con Siervo. La Tránsito oía muchas cosas:
—Don Floro dice que los patrones piensan parcelar toda la hacienda.
—¿Y eso qué es?
—Destrozarla, volverla trizas, para venderla por pedazos a quien quiera comprarla.
En oyendo esto, sin poder dominar su impaciencia, Siervo trotaba por el camino de la peña, seguido del perro, y no tardaba en presentarse en el corredor ancho de la hacienda. Permanecía horas enteras acurrucado a la puerta de la oficina, mascando el maíz tostado que llevaba en una bolsa de fique.
—¿Es cierto que los patrones van a repartir la tierra? —se aventuraba a preguntar a los peones que volvían del monte, cargad os de leña. El maestro Sabogal, el carpintero, que cepillaba unas tablas en el banco de trabajo que había en el corredor, le decía:
—Pregúntele a don Ramírez, mano Siervo. Yo no sé nada. Como repartirla… ¡Eso qué! Los patrones no reparten sus tierras así no más: es caso que no se ha visto.
Don Roso, el mayordomo, desengañaba a Siervo. Según había oído decir a don Ramírez, sólo se venderían las vegas por pedazos, y a quien mejor los pagara. Del arriendo de Siervo, entre la peña y el río, no había oído mentar nada a don Ramírez, pero algo decían por ahí de que se necesitaba para hacerle un aljibe a don Floro Dueñas.
—La cuerda siempre revienta por lo más delgado, mano Siervo, observaba el maestro Sabogal.
—Mi mama nació ahí, en la orillita del río, entre ese pedregalón donde la pobre trabajó toda la vida. Ahí mismo clavó el pico cuando ya se cansó de servir a los patrones, o ellos se cansaron de que los sirviera. Yo me arrastré de niño por la vega, y conozco unita por una todas sus piedras. A cada armadillo le acomoda su agujero, don Roso…
El mayordomo se avenía a veces a pasar recado al administrador, el cual prometía escribir a los patrones que andaban por el Reino. Esto lo decía cuando estaba de buen humor, porque otras veces recibía a Siervo en las espuelas y lo amenazaba con arrojarlo de una vez por todas del arriendo para dárselo a Floro, si seguía importunándolo con sus quejas.
—Es que yo quiero comprar el pedacito de tierra…
Al administrador le daba risa.
—Si sus mercedes me dejaran sembrar tabaco en vez de esos palitos de maíz que no producen nada, en dos cosechas tendría reunidos los cuartillos para comprarles el arriendo.
—Eso no es posible. Se necesita que alguien siembre maíz para la mazamorra de los jornaleros de la vega.
—¿Los de don Floro?
Los mismos. Floro siembra tabaco a medias con la hacienda, y él sólo nos deja diez veces más dinero que todos los arrendatarios de la vega. Por eso le prestamos los peones y los bueyes.
Siervo agachaba la cabeza.
—¿Cuánto valdrá mi arriendo, sumercé?
—Habría que ver… Tal vez doscientos o trescientos pesos… ¿Son cuatro días de arada?
—Tres… Y considere sumercé que no tiene más agua que la que escurre de la acequia de la hacienda, y aun ese sorbo don Floro me lo escatima y me lo echa en cara. Cuatro días de jornal le pago para que me deje tranquilo.
Todo se quedaba en palabras, porque a la hacienda no le interesaba indisponerse con su mejor cosechero de tabaco por hacerle la caridad a Siervo. Este se rascaba la cabeza por debajo del jipa y desde su rincón veía pasar al patio de los peones a los trabajadores de obligación que venían de tamotear los potreros, o de limpiar la acequia, o de abrir un barbecho, o de regar los semilleros de la huerta. Venían con la azada al hombro, cansados y despeados como los bueyes del trapiche. Iban descalzos y tenían los pantalones andrajosos arrollados a la media pierna.
Siervo jamás fue niño. Viendo el que colgaba de los pechos de Tránsito, pensaba que tal vez él lo había sido alguna vez, pero ya no podía acordarse. Cuando se podía tener sobre las piernas, caminaba desnudo de la cintura para abajo, con un ropón mugroso que le llegaba al ombligo, y en esa planta lo mandaban a cuidar las cabras a la peña. Cuando tuvo diez o doce años no pudo ir a la escuela, pues entró a trabajar con los peones ya formados, y el cuerpo se le curtió hasta volvérsele casi negro, y se le endureció hasta el punto de que parecía hecho de palo. Y a partir de entonces, el trabajo y siempre el trabajo, y luego el cuartel con sus trabajos, y otra vez los propios de un pobre que no tenía en la vega, a la orillita del río, ni una cuarta de tierra propia donde caerse muerto.
Mano Jesús, el llavero, decía:
—Cuando yo era mocito y había molienda en la vega, tenía que cargar en las costillas una pelleja llena de miel, o un bulto de panela que pesaba ocho arrobas; y lo cargaba por el camino que sube por la peña a la casa grande de los patrones.
—¡Cómo le parece, mano Jesús!
—Y de la cogotanza, ¿es que no le contaba nada la Sierva Joya, su mama?
—¡Claro! ¿No ve que cuando ella fue cocinera en la hacienda, acompañó a los peones que trajeron la caldera del Reino, por el camino real que atravesaba el páramo de Güina y los desfiladeros de Guantiva?
—Tiente aquí, en el cogote, el turupe que me salió desde entonces. Todos los que cargamos la caldera, soportando el andamio sobre el cogote, tenemos esa marca.
—¡Don Jesús fue también correísta! —dijo el maestro Sabogal, suspendiendo un momento el trabajo mientras le untaba dos dedos de sebo a los dientes del serrucho.
—Sí señor; fui correísta durante veinte años. Tardábamos un mes de Cúcuta a Bogotá, arreando mulas por unos caminos que se volvían lodazales en el invierno. Los patrones nos daban dos pares de alpargatas y diez centavos diarios para la comida. ¡Ese sí era trabajo fuerte, mano Siervo!
El viejo, sentado en las piedras del corredor ancho, torcía cabuya en la pantorrilla y de tiempo en tiempo se escupía en las manos para alisarla.
—¡Ese sí era trabajo fuerte! La cincha me apretaba la frente hasta reventarla, y el bulto me golpeaba las costillas. Cuando íbamos subiendo al páramo del Almorzadero, era necesario ayudar a las mulas y nosotros a la par con ellas cargábamos a cuestas con el correo. Al salir al alto, a todos nos temblaban las piernas…
A veces alguno de los patrones, que había venido a descansar a la hacienda, se mecía en la hamaca del corredor con las manos detrás de la nuca, y miraba volar tan tranquilo los chulos en el cielo azul. Siervo se acercaba despacito, arrastrando los pies, para comunicarle la idea que ya le había contado cien veces a Don Roso y al administrador. Apenas se rebullía, por temor a despertar los perros que dormían debajo de la hamaca. El patrón reía de su manera de hablar, de su pronunciación defectuosa, de su torpeza natural y de su planta rústica y pintoresca.
—Asina es, sumercé. Yo quiero comprar esa tierrita, ese parchecito de la vega para sembrar mis matas de tabaco y tener un lugar donde plantar un surco de habas para la mazamorra. Si supiera sumercé que ya le tenemos puesto nombre a la tierra…
—¿Cómo la vas a poner?
—«El Bosque», porque yo mismo planté los tres árboles que le dan sombra al rancho: dos mirtos y un naranjito.
Aunque Siervo se hallaba a dos dedos del patrón, tenía la impresión de encontrarse a muchas leguas de distancia: tan lejos, como si estuviera encaramad o en l as nieves del Güicán, en la otra banda del Chicamocha. Aunque lo tenía tan a tiro que a veces lo tocaba con sus manos toscas al empujar la hamaca para mecerla, y aunque su olor a tabaco fino le llegara muy claro y distinto a las narices, y aunque su voz le penetrara muy bien por los oídos, contemplaba al patrón como en sueños. Le explicaba que Sierva, su mama, había sido de joven cocinera en la casa grande, y así pagaba la obligación por el arriendo de la vega. Y allí murió de vieja, convertida en un manojito de huesos, en un cuerito seco, lleno de arrugas y tendones. A los patrones viejos los quería con locura, y si volviera a nacer los volvería a servir; por lo cual creía Siervo que tenía un derecho a que en el caso de que vendieran la tierra lo prefirieran a él y no a otros que nacieron con mejor suerte, pero no con más voluntad para el trabajo.
Siervo se embrollaba, la lengua se le hacía un nudo, se le secaba el gaznate y no podía explicar con palabras lo que veía tan claramente en su cabeza, debajo de esa maraña de pelo rucio de polvo que le colgaba en guedejas sobre la nuca. Siervo adoraba su rinconcito de la vega, aunque las malas lenguas dijeran que era un erial que sólo servía para que triscaran las cabras y se asolearan las culebras. Conocía los parches de tierra buen a, donde la pica se hunde fácilmente y las raíces logran chupar la humedad que rezuma de la acequia. El naranjo era suyo porque lo había sembrad o con sus propias manos y lo había regado durante varios años, acarreando agua del Chicamocha en una olla de barro que, como el cántaro del cuento, de tanto ir al río acabó por romperse. La tierra es primero de Dios, que la amasó con sus manos; en segundo lugar de los patrones, que guardan la escritura en un cajón del escritorio; pero en tercer lugar no podría ser sino de Siervo, que nació en ella y en ella quería morir, como murió su madre mientras él andaba por los cuarteles, pasándole la almohaza a los caballos de mi capitán y caminando con botas. Esta idea se le presentaba lógica y sencilla en la mente, pero sin palabras; y cuando trataba de explicarla con ellas, se le embrollaban las sílabas y se le atragantaban como un hueso de pollo.
En esas estaba, ya casi a punto de hallar la manera de expresar lo que sentía, cuando llegaba don Ramírez a mostrarle al patrón unos papeles, o venía u no de los muchachos de la casa con el periódico que había dejado el bus, y aquél se ponía a leerlo en la hamaca, olvidado de todo. En el peor de los casos, y éste era muy frecuente, llegaba don Floro Dueñas en persona como si lo hubiera traído el diablo por los aíres, y el patrón se ponía a conversar con él sobre la acequia de la peña y lo bueno que sería construir una alberca de piedras precisamente en el lugar donde Siervo tenía no sólo clavados los cuatro palos de su rancho, sino también sus recuerdos y su corazón. Mirándolo como sí no lo viera, o simplemente sin mirarlo, el patrón le decía con fastidio:
—Después hablaremos de tu asunto, Siervo. Ahora tengo que conversar algo con Floro…
Siervo le prometía unas naranjas, de esas redondas que vendía en el mercad o de Capitanejo por una miseria, aunque fueran tan lindas y tan jugosas. Y se iba seguido de Emperador, que le aguardaba en el camino real con el rabo entre las piernas, porque ante los animales musculosos y bravos de la casa se sentía un pobre diablo de perro, tan mezquino y enteco que ni perro sería.
Y después de haber perdido d os horas en trepar de la vega a la casa de los patrones, y tres en esperar en cuclillas a que le recibieran sus reclamos, Siervo empleaba otras dos en descender a su rancho, al cual llegaba cuando se desplomaba la noche sobre el cañón y la fragancia de los cañaverales embalsamaba el aire de las vegas. La Tránsito, acurrucad a al pie del fogón, desgranaba unas habas para la mazamorra.
—¿Qué le dijeron los patrones, mano Siervo?
—Me pareció entenderles que hablarían con don Floro, para que no nos mezquine el agüita de la toma. Les conté que ya le tengo nombre a la tierrita, porque la vamos a poner «El Bosque»…
—Eso sería ensillar antes de traer las bestias, si primero no logramos que nos la vendan. Por ahora sería bueno que fuera mano Siervo a poner una demanda contra la vecina, que mientras a la tardona yo andaba por el río lavando los trapos, se entró a la finca y se robó las naranjas. No dejó ni una mera. No valió que misiá Silvestra, a quien le fui con el reclamo, le cantara cuatro verdades y le hablara de la caución que nos sacó el otro día el regidor.
Siervo se rascó la pelambre negra y revuelta que le cubría la cabeza y le escurría sobre la nuca. Por encima del rancho volteaba a inmensa altura un cielo azul oscuro, como de tinta, cuajadito de estrellas que parpadeaban y hacían guiños. A lo lejos se escuchaba el chirrido de la lanza del trapiche, donde don Floro Dueñas molía sus canas. Abajo, en la hondura, roncaba el río. Siervo dio un gran suspiro:
—¡Nadie sabe con la sed que otro vive!, decía mi mama, ¡alma bendita!