CAPÍTULO VI

Siervo tenía cuatro vecinos: el Chicamocha, la Peña Morada, don Floro Dueñas y los Valdeleones El río era un vecino bravo y traicionero con el que nunca se podía contar o al menos en el que Siervo no se fiaba. Bastaba que lloviera por el páramo y se desatara el invierno en los valles altos de la cordillera, donde el Chicamocha tiene su cuna, para que sin previo aviso se presentara una borrasca y el río creciera como agua que hierve y se botara del cauce. Mordía furiosamente el barranco del arriendo de Siervo, y el rancho se veía casi al borde de la corriente, como una canoa a punto de desamarrar de la orilla. En los largos meses del verano el río se empequeñecía, se adelgazaba, se retiraba avergonzado a la otra orilla, y para llenar de agua una ollita de barro era menester saltar sobre esas piedras redondas, negras, blancas y coloradas que parecían grandes huevos de iguana y que Siervo conocía como si las hubiera puesto.

En la retaguardia tenía la Peña Morada, una roca de veras, parada y lisa, adusta e intratable, que no se dejaba romper la piel con el hierro de la pica ni se ablandaba en el invierno, pues sólo servía de solaz a la cabra de Siervo que descubría musgos y carrizos en esas soledades. Pero en la peña sí se podía fiar, porque al menos le guardaba las espaldas al rancho y no dejaba pasar a los ladrones de cabras y gallinas que de un tiempo a esta parte abundaban mucho en la vega. En la peña se criaban las iguanas, unos lagartos horrendos de cogote erizado de crestas. Las hay que alcanzan a tener dos brazadas de largo, desde la punta de la cola hasta esa lengua viscosa y delgadita que les sale de entre las fauces, y recogen súbitamente cuando la tienen llena de zancudos y cucarachas. Cazar una iguana no es difícil para hombres como Siervo, acostumbrados a gatear a oscuras por la peña, sin amedrentarse por el gruñido del río que hierve en la profundidad del abismo. Una iguana vale cinco pesos en el mercado de Capitanejo, pues su carne es blanca y sabrosa como de gallina, muy apreciad a por los ricos de la región. Para los pobres queda la cola, cuyo sebo es una bendición para aliviar los dolores del reumatismo y ahuyentar las culebras.

El otro vecino, por el lado de abajo en dirección al río, era don Floro Dueñas cuyo arriendo se estaba convirtiendo poco a poco en propiedad privada. Floro había negociado la tierra con los patrones, a quienes, a pesar de haberles entregado las arras, seguía pagando obligación por el agua con que la regaba. Cultivaba caña y tabaco, tenía animales de labor y una mulita de silla, y se daba el lujo de pagar peones para que le cultivaran su arriendo. El dinero que le prestaba la Caja Agraria de Tunja sobre los semovientes y la promesa de emplearlo en hierros y en abonos, lo daba a interés a los vecinos y lo multiplicaba. Lo recibía al siete por ciento y lo arrendaba al treinta y seis. Su mayor preocupación era el río, que periódicamente destruía la acequia de la hacienda, que recoge el agua de una quebrada que baja cantando desde el monte y se despeña gozosa sobre el Chicamocha. La acequia contornea la Peña Morada, pasa por el lindero superior del arriendo de Siervo y luego baña unas planadas altas y feraces que crían la mejor caña y el mejor tabaco de toda la vega del Chicamocha. De la humedad que rezumaba la acequia, del agüita que escurría cuando venía muy llena, bebía y se alimentaba el pedregal donde vivía Siervo. A Floro esa humedad le encendía la sangre. Le parecía que Siervo le arrebataba sin razón ese sorbo de agua, y como no era hombre capaz de hacer un favor a nadie sin necesidad o por desinterés, desde el primer momento puso las cosas en su punto. Cuando Siervo llegó a trabajar al trapiche de los comuneros, Floro le dijo:

—Bueno es que sepa que esa agüita que escurre de la toma tiene su precio.

—Don Roso me dijo, al hacerme entrega del arriendo, que las escurrajas de la acequia pertenecen a la hacienda, y por eso yo tengo derecho a aprovecharlas.

—Eso lo decidirá el regidor. Cierto que la toma es de la hacienda, pero y o negocié mi finca con derecho a tres días y tres noches de agua, porque el resto del mes la quebrada está seca cuando la atajan los arrendatarios de arriba.

—Por eso le digo…

—Tres días y tres noches corre el agua para mi arriendo, y yo no me canso de limpiar la acequia cuando la borra el río, y de despejarla cuando se derrumba. Se entiende que toda el agua que baja en esos tres días, con sus noches, hasta la última gota, es de mi pertenencia. Es como si yo mismo la sudara.

Siervo se cansó de luchar, y don Floro no cejó un punto hasta obligarlo a pagarle por el beneficio del agua que rebosaba de la acequia, cuatro días de jornal en la primera semana de cada mes. ¿Qué podía hacer el pobre, si don Floro tenía los códigos y los patrones de su parte?

Le quedaban en fin, por el otro costad o, los vecinos pobres que eran más traicioneros que el río, más tercos que la peña y más pendencieros que Floro. Con ellos la «litis» no era por el agua, sino por el niño, y por la cabra, y por el perro, y por dos gallinitas saraviadas que la Tránsito compró con el producto de una iguana que le vendió al señor cura de Capitanejo. Los Valdeleones, pobres como ratas de campo, inventaron que Siervo y su familia no tenían derecho a transitar por el camino que atraviesa de parte a parte su arriendo. Fue inútil que bajara el mayordomo con el regidor, y les explicara que aquel camino era una servidumbre inmemorial concedida por la hacienda a los arrendatarios de la vega. En viendo los Valdeleones pasar a Siervo en dirección al trabajo, lo bombardeaban a piedra. Cuando no se trataba de ésto, alegaban que la cabra destroncaba los semilleros de tomate, y en represalia de noche arrancaban las matas de alverja que Tránsito había sembrad o pacientemente durante todo el día. La Valdeleona, una vieja flaca, agria y muy biliosa, cogió entre ojos a la Tránsito por unos harapos que se le llevó el río cuando se oreaban sobre unas piedras. La vieja perjuraba que quien se los había llevado era la mujer de Siervo.

—¡Dios sabe lo que va a salir del hijo de un asesino y de una madre ladrona! —decía.

Tránsito perdía la paciencia y la azuzaba el perro, la Valdeleona se batía en retirada, y no paraba de denostarla desde lo alto del barranco donde se encontraba su rancho. Las dos mujeres se atacaban a piedra cuando iban por agua al río, y misiá Silvestra, la mujer de don Floro, tenía que separarlas amenazándolas con que cualquier día daría la queja al regidor y las haría meter a la cárcel. Y en efecto, un día en que las cosas se agriaron más que de ordinario, subieron a la hacienda la Tránsito y la Valdeleona, en compañía de misiá Silvestra, a ventilar el pleito ante don Ramírez y el regidor, que por hallarse borracho en la tienda se bebió en su nombre la caución de dos pesos que les sacó a las litigantes para que no volvieran a pelear.

—¡Si alguna de las dos vuelve a echarle indirectas a la otra, y a ofenderla de obra o de palabra, las llevaré a ambas juntas a la cárcel de Soatá, donde sabrán lo que es bueno. Mi compadre el Cojo, el carcelero, tiene la mano sumamente dura!