Los dos, los tres, con la criatura que iba envuelta en el pañolón de Tránsito, se encaminaron hacia la orilla del río por un campo abierto, salpicado de piedras, que se hallaba detrás de un lote donde se levantaban los cimientos del edificio de la Compañía de Tabaco.
—No conviene, mano Siervo, que pasemos por el Puente de la Palmera. Yo sé cómo se lo digo. Los guardias del resguardo están borrachos, y lo menos que van a hacer es irrespetarme por ser la viuda de Ceferino.
—Yo soy liberal y nada tengo que temer: pero echemos por donde la señorita diga.
Se quitó respetuosamente el sombrero y se rascó la cabeza. Trastabilleó, cayó en tierra, se arrastró un trecho en cuatro patas y volvió a levantarse. Quería librarse de alguna cosa que se le había incrustado en la cabeza, una idea tal vez, pero no podía dar con ella. Con voz violenta y trabajosa le dijo a Tránsito:
—¿Cuál es el nombre de la señorita?
—Tránsito, la Tránsito que pastoreaba las cabras de la hacienda…
—¿Cuáles cabras?… Ya, ya recuerdo… Perdone la señorita, porque todos tenemos alguna vez una curiosidad. ¿Para dónde va sumercé tan sola a estas horas?
La Tránsito se terció el pañolón, agitó rítmicamente el busto para arrullar a la criatura, y con palabras claras y concisas explicó a Siervo lo que éste y a sabía pero no recordaba: que ella era la india del Ceferino, que a éste lo mataron los guardias la noche anterior, que ahora los dos se encaminaban al rancho de la difunta Sierva porque a la comadre Dolorcitas se le había metido en la cabeza que debían juntarse.
—¿Cuáles guardias? —preguntó Siervo.
—Si quiere le vuelvo a contar el cuento, mano Siervo…
—Cuéntemelo otra vez, niña…, que a mí me ocurre lo que a mi mama, que no tiene sentido. ¿No conoce a Sierva, mi mama, la vieja que vive al pie de la Peña Morada, en la orilla del río?
—Para allá vamos. Ponga, mano Siervo, un tantico de cuidado. Le contaba que…
—Eso ya lo sé. Lo que la gente anda contando de uno porque lo ven pobre. ¿No sabe la señorita qué es lo que cuentan de mano Siervo?
Como la Tránsito, con el calor que le derretía la cabeza y con el peso de la criatura que le hormigueaba en los brazos, estuviera perdiendo la paciencia, le dio un empellón a Siervo. Rodó éste por tierra y se levantó abollad o y contuso, aunque menos lerdo.
—¿La señorita lo que quiere es que le haga cariños? preguntó.
Decir esto y darle un tremendo bofetón en pleno rostro, todo fue u no. Cayeron los dos y rodaron buen trecho entre las piedras. Milagro fue que la criatura no se rompiera la crisma en el suelo antes de recibirla en la iglesia.
—¡Indio bruto! —gritó la Tránsito, tirándole una gran piedra que le dio a Siervo en la mitad del vientre. Por efecto del golpe se puso a trasbocar, y sintiéndose más aliviado y con la vista despejada, se sentó en el suelo y le preguntó a Tránsito que lloriqueaba y se limpiaba con el revuelo de la falda la sangre que le manaba de la boca.
—¿Y la señorita no sabe qué se me hicieron las botas?
Ella no contestaba.
—Fue que yo traje de Tunja, del cuartel, unas botas muy finas que llevaba en la mano.
—¡Y qué botas ni qué nada! Lo mejor es que sigamos para el rancho, mano Siervo. Mire que está picando mucho el sol y al niño le puede calentar una erisipela.
—¿Qué niño?
—Este que llevo aquí. ¿No lo había visto? Es el hijo del Ceferino…
Siervo dio un salto y se puso en pie.
—No me miente a este condenado, porque…
—Si lo mataron los guardias esta madrugadita, y lo volvieron trizas, y ya es difunto, y alma bendita, y ningún mal le está haciendo. Ande…, camine… Ahora sí que va a tener mano Siervo quién le lave y le remiende la ropita, quien le cocine la mazamorra, quién le bata el guarapito, quién le…
—¿Eso quién será?
—¡Quien ha de ser, mano Siervo, sino la hija de mi mama!
Siervo se quedó un rato en silencio, rascándose furiosamente la cabeza. Tenía el vago sentimiento de que se acordaba de ciertas cosas, pero en cambio se le olvidaban las más importantes.
—Como diga. Vamos para el rancho… Pero, ¿ahora qué vamos a hacer con este chino?
—Nada… ¿Qué mal le hace…? Lo llevaremos…
—Tocará, niña Tránsito… Si hemos de vivir juntos como buenos cristianos, por lo menos ya tenemos algo adelantado…
—¿Adelantado qué, mano Siervo?
—Pues el niño… Por algo se empieza, decía mi capitán, el día en que pude deletrear las vocales.
Salieron al camino que sube a las montañas del Cocuy y bordea el río por la margen derecha hasta un sitio donde el que baja del nevado, de aguas claras y frías, se junta con el Chicamocha que es de aguas tibias y cenagosas. Bajaron al playón, muy pedregoso, y Siervo, olisqueando el agua, no tardó en descubrir el ancho vado que suele formarse en los veranos. Cuando pasaron a la otra orilla, Siervo se detuvo con el agua a las corvas y se roció la cara y la cabeza. Ya fresco, sin mirar atrás, como un autómata, siguió por el camino que a la sombra de los trupillos, los mangos, los naranjos, las palmeras, los aguacates, va remontando la corriente del Chicamocha. A medida que subían, se encajonaba el valle, se angostaba, y las paredes de basalto del cañón se iban aproximando y elevando a alturas fabulosas. Los tabacales despedían un aroma enervante. Siervo sorbía con avidez el caldo de una naranja que cogió al paso, para calmar la sed. ¡Qué lindo era todo eso! Si pudiera ser suyo… Si fuera suyo… Si fuera suyo… Si de veras el agente…
Se plantó frente a la Tránsito, que lo venía siguiendo al pasitrote, con la criatura al hombro.
—¿Sí sabe —le dijo— que pienso comprar toda la vega?
—Eso mañana, con un caldito que yo le haga, se le pasa, mano Siervo. Ya verá cómo se le pasa. Ahora sigamos, que se hace noche, y yo tengo que darle otra vez de mamar al niño.
Siervo rezongó algo entre dientes, pero siguió camino. Andaba de prisa, con los brazos quietos y el cuerpo un poco echado hacia adelante: trotaba, o mejor, se deslizaba con ese paso fino y seguro de las mulas de carga, a las cuales no detiene ningún obstáculo. Cuando estuvieron a la altura del trapiche de los comuneros de la vega, una mujercita que golpeaba ropa en las piedras del río les gritó que tuvieran cuidado con los perros de don Floro Dueñas, que andaban sueltos. Dieron un largo rodeo para evitarlos, buscando el arrimo de la peña. Cuando atravesaron un rastrojo que se extendía cerca de la casa de don Floro, donde unos peones aporcaban los colinos del tabaco, Siervo exclamó:
—¡Virgen Santísima! ¡Qué bendición de tierra! Y destripó un terrón entre los dedos—. Ya falta poquito para llegar al cuartillo de tierra donde está mi rancho…
—Si no lo sabré yo, que ahí mismito fue donde mataron al Ceferino.
—De ese indio no hablemos…
—Mano Siervo dirá. Es que me apesadumbra traer por estos lugares al huerfanito…
Ya era oscuro, pues en el Chicamocha la noche se desploma sobre el cañón apenas el sol traspone las montañas de Onzaga. Siervo trotó un trecho con los ojos cerrados, apretando los labios y aspirando ese aire espeso, caliente, dulce, de las vegas del río. Ni siquiera se detuvo a contemplar el rancho, cuando abrió los ojos y lo tuvo delante. Estaba allí, medio derrengado sobre el barranco, con la cabeza pajiza un poco calva pues se le descubrían los tirantes del caballete. Abrió de un empellón la puerta que colgaba de una visagra ya oxidada, y se tiró en el suelo cerca a las cuatro piedras de fogón que olían todavía a quemado.
—¡Por fin llegarnos! —fue lo último que dijo antes de cerrar otra vez los ojos.
La Tránsito le formó al niño un nido en un rincón, con su mochila de trapos, luego se tiró al lado de Siervo y le mordió una oreja.
—¡Estése quieta! —le dijo él con voz pastosa por el sueño—. ¡Ahora no estoy para vainas!
Y se quedó dormido.