CAPÍTULO II

Antes que el sol, que se columpiaba sobre las cumbres nevadas del Güicán, lo despertaron las pisadas de una recua de burras que entraron a la plaza cargadas de ollas de barro. No tardaron en llegar los campesinos que traían al mercado los frutos de la tierra, más los tiestos de barro y el batán que produce una tosca industria doméstica. A la sombra de las palmeras de la plaza, se tendieron los muestrarios de frutas y verduras, que henchían el aire de olores contradictorios. El fresco de la madrugada no lograba mezclarlos ni confundirlos. Roncaban los camiones que salían para Duitama, cargados como hormigas, y las palas y las volquetas de la carretera, que apenas comenzaba a trazarse de Capitanejo a Málaga. Los comerciantes de postín armaron las toldas y colgaron de los travesaños las camisas de lienzo, los calzones de manta gris, los fieltros y los alpargates de suela de cuero con capellada de lona. Los perros vagabundos que duermen en los zaguanes, salieron a husmear en los ventorrillos de carne. Viejas corpulentas, acurrucadas, daban aire a los tizones de sus hornillos con una «china» de esparto. Olía a veces a frito y otras a entresijo de cabra. En ciertas partes dominaba el hedor agridulce del guarapo, que fermentaba en grandes moyos de barro. Las campanas rajadas de la iglesia repicaron llamando a la primera misa. A poco se abrieron las puertas del estanco y el vendedor de específicos salió en mangas de camisa al atrio, arrastrando una mesa de palo para arreglar su muestrario de frascos y menjurjes.

—¡Buenos días! —masculló el cura, que pasaba camino de su iglesia.

—¡Muy buenos, señor cura…!

Siervo se santiguó a toda prisa, se echó un sobijo de «Víbora» en los pies, y con las botas en la mano entró despacito a la iglesia detrás del cura. Se quedó parado en mitad de la nave, que por ser fiesta de algún patrono del lugar, desaparecía casi por las colgaduras de papel que se bamboleaban entre el coro y el ábside. Las tiras blancas y azules, rematadas en grandes moños de papel plateado, lo dejaron boquiabierto. El resto de la Iglesia, incluyendo el altar mayor con sus floreros de lata y sus claveles de papel pintado, permanecía en obra. Siervo siempre la había visto de esa manera, con andamios de guadua, escaleras de tijera, carretillas cargadas de arena y montones de cascote en los rincones oscuros. ¡Pero qué belleza! Olía a cielo y a gloria eterna: a incienso, a ropa de altar, a alpargate, a sudor de los fieles y a engrudo de las colgaduras. El ambiente era tibio y grato. Siervo andaba en punta de pies, y cuando por contemplar alelado las adorables imágenes de bulto que veneraba desde su infancia, tropezaba con algún escaño, el ruido que retumbaba en la cúpula lo llenaba de un temor respetuoso. Tardaba un rato en decidirse a caminar otra vez. Le parecía que las viejas que yacían acurrucadas al pie del altar mayor, y los monaguillos que despabilaban las velas, y los campesinos que parecían envueltos en una pesada atmósfera de sudor, todo el mundo volvería los ojos para mirarlo. Al llegar al lugar donde se encuentra el lampadario de San Roque, que con Nuestra Señora de Chiquinquirá se repartía sus preferencias, Siervo se arrodilló reverente. Hizo una seña al monaguillo y le dio diez centavos para que encendiera en su nombre una vela al santo.

—¡De las largas! —le susurró al oído.

Sonó rabiosa la campanilla y el cura comenzó a oficiar.

Cuando Siervo salió al atrio, todavía con las botas en la mano, un ramalazo de sol le hizo cerrar los ojos. La playa ardía y reverberaba. Un hormiguero de gente circulaba por entre los puestos del mercado, se arremolinaba al pie de las ollas donde hervía el caldo con grandes ojos de grasa, y se apretaba formando anillos en tomo de la mesa donde el agente viajero se desgañitaba ofreciendo su mercancía. Cuando divisó a Siervo lo llamó por su nombre con una gran voz.

—Este hombrecito sufría de los pies y no podía caminar desde hacía muchos años. Se arrastraba sobre un cuero, y yo mismo tuve que ayudarle ayer tarde a subirse al bus en Duitama. Hoy, mírenlo cómo está… Con el primer baño del matacallos «La Víbora», ya viene caminando por sus propios pies. Al segundo baño, podrá calzarse las botas…

Siervo sonreía, enseñando los cuatro dientes que le quedaban en la boca.

—Es la purita verdad. Pero aguarde sumercé un tantico, mientras voy a tomarme un caldo porque estoy en ayunas. En esto vuelvo.

—¿Quién quiere matacallos «La Víbora»? Un frasco por sólo cinco pesos… Digo cuatro pesos…, digo tres… ¿quién dijo dos y medio?

Siervo tomaba a soplo y sorbo su taza de caldo. La taza, que era desorejada y sin esmalte, le pringaba los dedos. Una onda de fuego le abrasaba el gaznate y las entrañas, pero se sentía feliz. Apenas una pequeña nube de inquietud perturbaba su espíritu cuando pasaba a su lado alguno de los guardias del municipio, con el puñal al cinto y un rifle en bandolera. Por el atrio paseaban el alcalde y el cacique del pueblo con la maestra y la telegrafista. Siervo los miraba como a los santos de bulto de la iglesia: como a seres de una especie distinta de la que mi Dios quiso amasar con la greda amarilla y tosca del Chicamocha Eran ángeles que gozaban en esta vida de ropa limpia, casa de teja, tierra bien regada y una pistola al cinto que él no podría llevar sino en el cielo.

Con el pulgar y el índice extrajo de la tasa una mosca gorda y verde que se achicharraba en el caldo. Se limpió la boca con una punta de la ruana, y antes de volver a donde su amigo el agente viajero, fue a comprar unas alpargatas y un avío para llevar al rancho. Tenía que esperar a que el agente se desocupara y hablar entonces del negocio que lo tenía en ascuas.

—¡Hola! ¡Mano Siervo! ¿No es su persona el hijo de Sierva Joya la de la Peña Morada, alma bendita?

—El mismo que se tienta y se halla. Yo sí que conocí a ñor Resuro desde que lo avisté de lejos. Está mismito, aunque más flaco y con cara de muy enfermo.

—A Dios gracias no faltan los males. Estuve quince días en el hospital de Soatá, y poco faltó para que me sacaran con los pies para adelante.

—¿Y no supo por un caso de qué murió mi mama, que en paz descanse?

—Dicen que de un dolor de costado. La toparon muerta en el rancho.

—¿Y eso cómo sería?

—Dicen que don Floro Dueñas se percató de la gravedad cuando vio que los gallinazos volteaban noche y día sobre el rancho. Cuando fueron a llamar a la abuelita, ya hedía…

—¡Qué caso! ¿Y ahora quién está viviendo en el rancho?

—Nadie. Esa tierrita no sirve para nada. Don Floro Dueñas tal vez la quiera para hacer un aljibe, porque el río se llevó el que tenía a la entrada de su arriendo. Está muy rico. Me dijo que pensaba comprarles la estancia a los patrones.

Siervo iba reconociendo y reconstruyendo antiguas amistades en aquel hervidero humano de feligreses que andaban en camisa, con los pantalones deshechos, la mochila de fique terciada al hombro y la corrosca de paja bien embutida en la cabeza. El ayudante del chofer, que merodeaba por allí, y desde la víspera se había encaprichado con las botas de Siervo, lo invitó a tomarse una cerveza en las tiendas de la plaza.

—Prefiero el guarapito —dijo Siervo—. También me gusta el aguamiel bien batido. A mí no me vengan con cervezas…

—¿En el cuartel no tomaban cerveza?

—¡Yo suspiraba por el guarapito!

El ayudante prefería la cerveza; y él, con la botella, y Siervo, con la totuma, comenzaron a empinar el codo. Entraban y salían campesinos, cargueros, choferes, mendigos de profesión a quienes Siervo trataba de igual a igual, sin escatimarles un sorbo de guarapo. Compró mogollas para los perros, que con el rabo entre las piernas se arrimaban a los comensales con la ilusión de atrapar algo en el aire.

—Tengo que salir un momento y ahorita vuelvo.

—Espérate, hombre. Tómate otro trago.

Siervo meneaba la cabeza, acariciaba las botas que tenía bien asidas en la mano, y sonreía. A veces entraban a la tienda antiguos amigos de la vega del Chicamocha o del plano de Enciso, que lo reconocían y le decían con aire misterioso:

—La política se está poniendo otra vez fea. Al Campo Elías, el que vivía arriba del puente, lo despacharon de un tiro hace tres noches. Donde los liberales nos descuidemos, los godos nos vuelven a meter un susto…

—¡Cómo le parece! —decía Siervo.

—Al Marcos de la Palmera, que es godo, los guardias le hicieron una requisa y le quitaron la cédula. ¡Figúrese! ¡Ahora los godos con cédula!

—Yo creía que era liberal.

—Pues no se crea. Resultó el indio más godo que el cura…

¿Y qué fue del Alejandrino, aquel hombrecito que tenía su arriendo en la loma, cerca al chiquero de cabras de la Peña Morada?

—Murió de peste.

—¿Y la boba que vivía con él?

—Se fue a vivir con el Benedo…

—¿Con el propio hermano de Alejandrino? ¡Cómo le parece! ¿Y no ha llovido?

—Ni una sed de agua. Las sementeras de maíz se achicharraron como si les hubieran prendido candela.

—¡Compasión de las matas! ¿Y cómo está el dulce?

—Otra vez está bajando…

—Lo que decía mi mama: no es sino volverle las espaldas a la tierra, para que al regreso no se encuentren sino tristezas… Pero me voy, ahora sí… Tengo alguito muy urgente que hacer en la plaza.

—¿Otro trago? —insistía, meloso, el ayudante del chofer.

—Bueno, pero que sea el último.

No lo fue, sino penúltimo, y el que lo siguió tampoco, porque la cerveza y el guarapo aumentaban la sed de Siervo y del ayudante, en lugar de saciarla. A Siervo le giraba el mundo en la cabeza. Los rostros y las cosas en que trataba de fijar y apuntalar la vista se le fugaban y se le desdoblaban extrañamente. Se había emborrachado sin saber a qué horas. Los ruidos de la plaza, las bocinas de los camiones, las sirenas de los buses, la algazara de los mercaderes, los repiques de la iglesia que iba dando las horas con media de retraso: todo eso llegaba a sus oídos amortiguado, como al través de una madeja de lana.

—¡Ahora sí voy a ser rico, pero muy rico! Toda la vega, toditica, desde la Peña Morada hasta el puente de la Palmera, va a ser del hijo de mi mama, a quien los señores tienen el honor de ver aquí de cuerpo presente.

—¡No digas barbaridades, mano Siervo! —lo interpeló un hombrecito al que una brocha de pelo hirsuto le brotaba por encima de la tronera que tenía en la corrosca—. ¿No ve que yo soy peón jornalero de ñor Floro Dueñas, que tiene el mejor arriendo de toda la vega? Anda en tratos con los patrones para comprárselo. ¡Quien lo ve! Recuerde, mano Siervo, que hace cinco años era más pobre que nosotros y andaba con la pata al suelo. Hoy, si te veo no te conozco.

—Usted no sabe lo que digo. Anda atontado por mascar hayo…

—Si no fuera por la hojita bendita, ya me habría muerto de hambre…

No pudo oír Siervo los pitazos furibundos que daba el bus del «Tigre», parado frente a la puerta de la tienda. El ayudante, que los escuchaba desde hacía rato, le susurró a Siervo al oído:

—Véndame esas boticas, Siervo.

—¡Por todo el tabaco que se cría en Enciso no se las vendería!

—Entonces préstemelas. Es para que me vea con ellas una novia que tengo en Duitama. En el viaje de vueltas se las traigo. Si quiere se las dejo con la comadre Dolorcitas, aquí presente.

—¡Ave María Purísima! Sólo el pobre Siervo, que es huerfanito, no tiene quien le remiende los calzones, ni lave la ropa, ni le haga un caldo, ni le ayude a cuidar las gallinas…

El bus continuaba atronando la calle.

—¿No va a ser muy rico, don Siervo?

—Nadie sabe las vueltas que da este mundo. Ahí está don Floro Dueñas para que lo diga, que era más pobre que yo, y ahora, según dicen las malas lenguas, no tiene donde meter la plata.

—¡Présteme las botas, don Siervo! —insistía meloso el muchacho.

Cuando Siervo salió, dando traspiés, ya era pasado el mediodía y el sol caía a plomo sobre la arena de la plaza. El bus se alejaba entre una nube de polvo, con el ayudante encaramado en un estribo, ya que se había calzado las botas. «¡Qué las goce, si puede y que me las traiga pronto!» —exclamó Siervo con voz tan apagada y confusa que nadie pudo entenderle—. Los mendigos dormían la siesta a la sombra de los árboles. Los viajantes y mercaderes recogían sus bártulos y cargaban sus recuas de burras. Don Temístocles, el estanquero, sentado en un taburete de vaqueta, recostado contra la puerta de su tienda, se espantaba con un periódico las moscas que embestían furiosas contra su rostro abotargado y amoratado por el aguardiente y el sol. Del interior salían los gritos del alcalde y el inspector de policía, que estaban de juerga con los notables del pueblo.

—¿Qué quieres? —le preguntó don Temístocles sin abrir los ojos.

—Necesito ver al doctor que vende las medicinas, y que sumercé alojó anoche en su casa. Tenemos un negocito pendiente…

—Saludes te dejó. Se fue en el bus del «Tigre», que hace un momento salió para Duitama…

—¡No puede ser, Virgen Santísima de Chiquinquirá!

Se mesó los cabellos y empezó a gimotear, pero don Temístocles lo mandó a paseo.

—¡Lárgate, indio mugroso! Si sigues ahí de plantón llamaré a un policía para que te meta en el calabozo…

—Sumercé no considera que…

—¡Fuera te he dicho!

—Es que…

—¡Fuera!

Siervo regresó haciendo eses por mitad de la plaza, a la tienda de donde había venido. La comadre Dolorcitas, cuando lo vio llegar, se le abalanzó y lo estrujo fuertemente por los hombros. A Siervo se le había olvidado pagar la cuenta. Sacó con parsimonia de la faltriquera el pañuelo solferino, deshizo con los dientes el nudo negro y seboso que tenía en una punta y se puso a contar los billetes que tenía doblados en cuatro, para que no abultaran. De tiempo en tiempo se escupía los dedos.

Una muchacha que gimoteaba en un rincón, sentad a sobre un bulto de papa, levantó a la sazón la cabeza para mirarlo. Tenía el jipa calado hasta las cejas, y dos trenzas negras y brillantes le caían a lado y lado de la garganta. Se había abierto la blusa colorada y le daba de mamar a una criatura que tenía en brazos.

—¿Cuánto le debo a la señora Dolorcitas? —preguntó Siervo.

—Son veintisiete guarapos, dos docenas de cerveza amarga, cuatro de dulce, siete cascos rotos y tres mogollas para los perros. Total: diez pesos y veintiocho centavos…

—¡Por Dios y por vida suyita, misiá Dolores! —exclamó la muchacha, que parecía estar muy impaciente—. Mire sumercé que yo no tengo adónde ir con esta criaturita, y me falta hasta la sal para la mazamorra. Ya se me está secando la leche y no tengo para comprar una panela. Ahora qué hago, ¡Virgen Santísima!

La comadre se limpió una lágrima en la punta del delantal, mientras contaba los billetes que le entregaba Siervo. De pronto dio un respingo e interpeló a la muchacha.

—¿Y cómo fue para que cogieran al hombre ese?

—Desde hacía dos días me habían venido con el cuento u nos peones de don Floro, que andaban por Soatá vendiendo unas cargas de panela. Oyeron decir a un policía que el Ceferino se había fugado de la cárcel la noche del jueves, y alguien le sopló al alcalde que andaba escondido en el rancho de misiá Sierva, en la Peña Morada.

—Serían los peones los que le llevaron el cuento al alcalde…

—O don Floro… Cincuenta pesos ofreció el alcalde al que lo descubriera.

—¿Y no vino a buscarla, niña? ¿No le hizo saber que andaba otra vez suelto por esos montes?

—Nada. Yo ni sabía que se hubiera fugado. Precisamente debería ir hoy domingo a visitarlo a la cárcel, para llevarle unos trapitos que tengo en esta mochila. ¡Así es la vida! Anoche mismo los guardias lo encontraron borracho, dormido en el rancho que fue de misiá Sierva Joya, alma bendita. El indio trató de defenderse con un cuchillito que tenía, y que yo le había llevado para que tallara cuernos en la cárcel. Los guardias eran tres y lo molieron a culatazos. Después le pegaron dos o tres tiros. Acabaron tirándolo al río. Esta mañana levantaron el cadáver, que estaba entre las piedras del cauce, rodeado de perros y gallinazos. Yo lo vi, vuelto trizas, con la cabeza abierta, y un ojo saltado. ¿Lo conoces?, me preguntó el alcalde, cuando asentaba la diligencia, y me llevaron a rastras para que lo reconociera. No he de conocerlo, dije, si yo era su india…

—Pero mejor sería que lo asesinaran… La cosa no fue por mera política, aunque por godo hace años que han debido matarlo.

—La necesidad, misiá Dolorcitas. El pobre no tenía de que vivir…

—Pero tenía tiempo de molerte las costillas a palos.

—Algo de eso había. ¿Pero ahora qué voy a hacer yo solita, huérfana, de balde, sin un cuartillo y con este muchachito colgado a los pechos? ¡Dios y la Virgen Santísima me favorezcan! Recíbame en su casa, misiá Dolorcitas, por la salvación de su alma. Yo le haré la cocinanza, le lavaré la ropa, iré por agua al río, le barreré la tienda…

—No puede ser. Yo no quiero familias en mi casa. Hasta la caridad tiene su límite.

La vieja se quedó un momento en silencio, tal vez pensando. De pronto exclamó dirigiéndose a Siervo, parada en jarras frente a él, temblándole el labio superior que lo tenía sembrado de unas cerdas escarraladas, brillantes de sudor:

—¿No serías capaz de darle alguna cosa a esta pobrecita?

—Sin molestar a nadie —dijo Siervo entre dos hipos— confieso que no la conozco. Luego escupió a lo lejos, hacia la calle.

—¿Como es eso de que no la conoces? Es la amiga del Ceferino, a quien los guardias de Soatá mataron esta madrugada. Lo mataron como a un perro, para que lo sepas.

Al oír el nombre de Ceferino, a Siervo se le puso la carne de gallina…

—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó, y escupió nuevamente en dirección a la calle.

—Yo sí que conozco a mano Siervo, el hijo de misiá Sierva Joya, que fue tan considerada con mi persona. Mano Siervo andaba entonces por los cuarteles, oficialando.

—De mero soldado raso, esa es la verdad. Y diga. ¿Cómo cogieron al Ceferino?

—Por un tantico me agarran a mí también. El indio se había escondido en el rancho de la difunta.

—¡Jesús! ¡Y yo que pensé anoche bajar de la máquina a la altura de la Peña Morada, para quedarme en el rancho!

La criatura empezó a berrear. La comadre socorrió a la muchacha con una taza de caldo y Siervo le obsequió una cerveza. El se bebió de un sorbo una nueva totuma de guarapo. La cabeza le daba vueltas y más vueltas y le costaba mucho trabajo mantenerse de pie, porque el mu ro en que se apoyaba parecía desplomarse sin que acabara nunca de caer. Trataba de recordar algo, pero no podía; y tenía el brazo derecho doblad o y en tu mecido, como si aún cargara las botas.

—¡Tiene otra vez hambre el angelito! —manifestó Siervo, compasivo.

Desabrochándose la blusa colorada. Tránsito sacó un pecho al aire y lo abandonó a la voracidad del chiquillo.

—¡Hay para todos! —dijo sonriendo, enseñando la boca fresca y de dientes blancos calzados de oro. Aunque bizqueaba un poco, era colorada y en el pueblo se la consideraba bonita. La comadre Dolorcitas se le acercó y le cuchicheó algo al oído.

—¡Si sumercé considera que no hay otro remedio! dijo Tránsito en voz alta.

La comadre le dio en el hombro una palmada a Siervo, que se dormía de pie, bamboleándose como sí ya se fuera a venir a tierra.

—¿Por qué no te llevas a la Tránsito, Siervo? Es na muchacha fina, y muy buena. Te cuidará el rancho, te remendará los calzones, te lavará la ropa, te hará la mazamorra… Eso sí tendrás que pagarme lo que la pobrecita me está debiendo…

—¡No faltaba más! Me voy con ella —dijo Siervo sin siquiera molestarse en mirarla.

—¿Cuánto me debes, hijita?

—Siete pesos, misiá Dolorcitas. Y a sumercé, mano Siervo, que Dios se lo pague y me lo corone de gloria…