CAPÍTULO I

La flota como la llaman en aquellas montañas boyacenses que padecen una oscura nostalgia de mar, o el bus —como se dice en otras partes—, destartalado y ruinoso, rodaba cuesta abajo, despidiendo un humazo apestoso a aceite quemado y grasa de motor. Saltaba en los baches, bramaba en las curvas, gemía en las pendientes, trepidaba a ratos y se sacudía cuando el chofer, con un movimiento brusco, le hincaba la palanca de las velocidades como si le clavara una espuela. En las subidas jadeaba y despedía por la tapa del motor una columna espesa de vapor. El ayudante o secretario del chofer, un muchacho escuálido y lagañoso, tenía que bajar a la cuneta y buscar en una lata el agua que se esconde entre los helechos del monte.

—¡Qué cosas se ven ahora! Me acuerdo que hace veinte años me llevaba mi mama, ¡alma bendita!, por un camino que hay allá del otro lado del río. Pero ya con la tardecita y la niebla se ve muy poco…

—¿A dónde te llevaba tu mama?

—Al Reino. Ese era el camino de los promeseros que iban a Chiquinquirá. Entonces la carretera sólo llegaba a Santa Rosa, donde la dejó plantada el General Reyes. Y digo que la vieja, alma bendita, unas veces me llevaba cargado al hombro y otras a rastras, caminando. ¡Y ahora andar el hijo de mi mama en esta máquina, que brama y corre como un ternero! ¡Lo que diría la pobre, que se murió sin montar en la flota!

—¡Es el progreso, el progreso, mi querido amigo! El automóvil, el ferrocarril, el avión… En Antioquia tenemos de estas cosas para botar para lo alto, ¿oyes? Apuesto lo que quieras a que tu madre tampoco conoció la «Pomada Imperial» para los sabañones, ni el matacallos «La Víbora», que en Medellín es lo primero que les untamos a los recién nacidos.

—¿En tiempos de mi mama no había para qué? ¿No ve sumercé, que no había botines?

Siervo Joya suspiró profundamente, esbozó una sonrisa con sus labios hendidos en la mitad del rostro y se frotó las manos de uñas fuertes y negras como cortezas de cuerno.

—Pensar que ya no hay cabo de guardia, ni sargento, ni teniente que me vuelva a j… con ¡firmes! ¡A discreción!… ¡Carrera, mar!… ¡Tenderse! ¡Levantarse!… ¡A la dere!… ¿Dónde tienes la derecha, animal?… Donde la tiene su mamacita-señora, so gran… Perdone, sumercé, es que ya no podía más con eso de la milicia.

—¿Eras recluta?

—De los que cargan el agua para los servicios de los oficiales y limpian las pesebreras de sus caballos. Nunca tuve sentido para otra cosa. Menos mal que el último año mi capitán me mandó a la caballeriza, a cuidarle sus rangas… Vos, me decía, vos sólo servís para los animales… Al que entre miel anda, le contestaba yo… Porque nací y me crié entre cabras, puercos, perros, gallinas y mi mama.

—Y ella ¿cómo se llamaba?

—Sierva. Sierva Joya, para servirle a sumercé.

—¿Y me podrías decir cómo se llama este pueblo adonde vamos a llegar ahora?

—¿Este pueblo que blanquea allá abajo, dice sumercé? Es Susacón… Yo nací un tirito más lejos, más abajo, en la misma orillita del Chicamocha, al pie de la Peña Morada, en un sitio que llaman la Vega del Pozo. Todo eso pertenece a los patrones de la casa de teja. ¿No conoce mi amo a los patrones? Son gente rica. Mucha peonada tienen, mucha… Y tierra, tierra, más tierra… ¡Cuánta tierra buena y agradecida tienen, por la Virgen Santísima! ¡Y uno sin un terrón donde sembrar dos palitos de maíz, como para decir ahí te caigas muerto!

—¿No tienes nada?

—Aquí, en este pañuelo solferino que merqué en la plaza de Tunja, ya para venirme y cuando me dieron la baja, tengo unos cuartillos. Por lo menos podría comprar con ellos cuatro cabras y seis gallinas. Digo que tengo sesenta y cuatro pesos, todos sanitos, de los buenos que fabrica el gobierno.

—¿Cómo te parecen estos que llevo aquí en la cartera? ¿Te gustan?

—¡Si son de los mismitos que yo llevo! ¡Qué cosas tiene el doctor!

—Los hizo un amigo mío que fue Ministro de Hacienda.

—¿El que tiene el cuño?

—El mismo, que por más señas es un paisano mío de Abejorral, en Antioquia, donde la gente se pinta sola para hacer billetes. ¿Nunca oíste hablar en el cuartel del Ministro de Hacienda?

—Nos hablaban a veces, pero yo no tengo cabeza para los nombres. Fue que a un paisano mío, de por aquí, de Susacón, que es el pueblo adonde ya vamos a llegar, le metieron dos reales de los que no corren, como si fueran de los cristianos y legítimos que echa a rodar el gobierno. Me contó que no valió morderlos… ¡Eran físicos falsos!

—Con monedas es otra cosa y hay que andarse con mucho cuidado. Con los billetes es distinto. Es el mismo papel, la misma tinta, el mismo dibujo.

—De veras, que así será.

—Te regalo este peso. Es de los míos, digo, de los que fabricamos con el ministro. Te cuento esto por si sabes de algún amigo tuyo que quiera entrar en el negocio de fabricarlos por millones. Necesitamos socios que pongan unos cuantos pesos, no muchos, para comprar el papel que viene de Alemania.

—¡No diga!

—Y la tinta que llega de Rusia.

—¡Cómo le parece!

—Cada peso se convierte en mil. Quiero decir que con un peso en papel y tinta, nosotros fabricamos mil. Cincuenta pesos se vuelven cincuenta mil.

—Dígame sumercé cuántos se podrían volver sesenta y cinco que tengo aquí, en el pañuelo. Digo sesenta y dos y seis reales que me quedarán después de comprarle el frasco de «Víbora», porque ahora me acuerdo que estas botas me están labrando mucho los pies.

—Pues se convertirían en sesenta y dos mil pesos. Toda la vega del Chicamocha no vale sesenta y dos mil pesos.

—¿No lo valdrá de veras? Mire que es mucha tierra y produce el mejor tabaco de Boyacá y Santander. Se dan unas naranjas gordas como calabazas, y un maíz tupido que sabe a gloria, y una caña tan gruesa como mis pantorrillas. ¡Si yo le contara lo que es la vega del Chicamocha, que me la conozco palmo a palmo, desde el puente Pinzón abajo de Soatá hasta el puente de La Palmera cerca a Capitanejo! Mi mama, ¡alma bendita!, decía que la vega tiene senos y senos como un fara: Vega Grande, el Pozo, el Tablón, el Carmen, Vadolargo… ¡Eso es muy grande! ¡Y la tierra es mera pulpa, gruesa y fresquita!

—A pesar de todo, te digo que valdrá los sesenta y dos mil pesos apenas. ¿No sabes de alguien interesado en comprarla?

—Sé de más de cuatro que se darían con una piedra en los dientes por comprar aun cuando fuera una orillita entre la peña y el río… ¡Aguarde un tantico! Estoy pensando en un amigo que tengo, un hermanito mío, que podría levantar los sesenta y dos pesos que le harían falta para comprar la vega. Déjeme sumercé darle vueltas a la cosa…

En la plaza desierta y oscura de Susacón, cuyos chatos caserones clareaban entre las sombras, paró el bus en seco, con un violento chirrido de latas y piñones. Las nieblas que ascendían de la hondonada, y las sombras nocturnas que descendían del páramo, lo tenían amortajado a medias.

—Si alguna de las señoras o de los caballeros quiere despachar una diligencia, que se vaya bajando pronto porque apenas le ponga la gasolina al carro salgo volando. Tenemos que alcanzar el correo, y pasarlo… El muy hi… nos viene echando tierra todo el camino, de Belén para arriba…

Un hombre, arrebujado en una ruana y con el sombrero del fieltro calado hasta las cejas, se acercó al bus con una lámpara de petróleo.

—¿Gasolina? —le preguntó al chofer.

—Cinco galones, compadre. ¿No hay pasajeros?

—Dos meros que había se embarcaron en el correo.

Del bus se desgajaron, con grandes cestas que cacareaban porque iban cargadas de gallinas, cinco campesinas viejas y silenciosas que corrieron a aliviarse a la mitad de la plaza.

—¡Indio atrevido! —le dijo al chofer una mocetona, gorda y colorada, que huyó sofocando la risa.

—Lleva poca gente, compadre.

—El correo me sonsacó todos los pasajeros en Duitama; pero yo le mataré las lombrices cuando me lo encuentre mañana, en la subida de Guantiva.

Bajaron a estirar las piernas el Magistrado del Tribunal Superior de Santa Rosa y su señora, que iban a visitar a unos parientes de Enciso, según le contaron al cura que se quedaría en ese pueblo, de donde era párroco. Viejo ya, y cansado por el largo viaje, se despidió sin muchas ceremonias y se fue a su iglesia, trotando. El magistrado tenía el rostro violáceo a la luz de la lámpara, y los ojos enrojecidos y llorosos. Su señora era un paquete informe, envuelto en un abrigo de lana negra El visitador de la Caja de Crédito, que se había resfriado en el páramo, se bebió un aguardiente doble en la tienda del hombre de la gasolina. Escupió a lo lejos por entre los dos dientes delanteros, que los tenía muy anchos y divorciados en la mitad de la boca.

—¡Esta porquería sabe a cucarachas!

—En Antioquia, mi tierra, producimos uno muy bueno, ¿sabe? —le observó el agente viajero.

—Éste es del oficial —contestó el hombre de la gasolina—. El bueno, el de contrabando, no llega hasta mañana. Si los señores quieren esperar…

—¿Esperar en este pueblo? Aquí se mueren de tristeza las pulgas.

—A otros les gusta —contestó el viejo de la gasolina, mirando de soslayo al chofer.

—A propósito… ¿dónde está la Chava? —preguntó éste.

—Se largó ayer para Tunja. Le dejó saludes.

—¿Se fue sola?

—Con don Benito, el maestro de escuela.

El chofer trepó de un brinco a su asiento, atronó los aires con la sirena. Carburó furiosamente el motor y arrancó a saltos, sin dar tiempo a que los pasajeros se acomodaran en sus sitios. Las gallinas se alborotaron en las cestas, los gajos de cebolla que alguien llevaba despidieron ráfagas que hacían llorar los ojos, el visitador del banco comenzó a toser, y el hombre de la gasolina apagó su lámpara y cerró la puerta. El agente viajero cabeceaba ahora, pero sacudido por los tumbos y atormentado por los traqueteos del bus, no lograba dormirse.

—¿Falta mucho tiempo para llegar a Soatá? —preguntó a Siervo.

—A pie serán unas cuatro horas. Ahora, en la carretera, debe gastarse mucho menos tiempo. ¿Sumercé asiste en Soatá?

—No. Seguiré a Capitanejo, y dentro de tres días tomaré otra vez el bus para Duitama. En Soatá el canónigo me tiene ojeriza, porque cuando comienzo a perorar, toda la gente se le sale de la iglesia y se viene a la mitad de la plaza a escucharme.

A medida que el bus descendía a la hoya del Chicamocha, el repelente olor de las cebollas y el agrio y tibio aroma de los cuerpos sudados y trajinados por el cansancio, adormecieron los sentidos de Siervo. Éste se había descalzado las botas, y a hurtadillas del agente viajero se dio la primera mano de «Víbora». A veces percibía en lo hondo y a lo lejos la fragancia de algún trapiche que soplaba su aliento dulce sobre el camino, barriendo el desapacible hedor del callicida. La imagen de la vega centelleaba en su memoria.

—¿De manera que toda la vega no vale sino sesenta y dos mil pesos? ¡Quién lo creyera!

La estancia en que él soñaba era una cuarta de tierra, tres días de arada de bueyes por una loma escarpada que terminaba a pico en un barranco sobre el río Chicamocha. En los inviernos éste hierve en lo hondo corroyendo la capa de tierra gris y pizarrosa que se desmorona sobre el cauce. En los veranos, la corriente amarilla y espesa se retira contra la orilla opuesta, y deja un reguero de piedras redondas, blancas, coloradas, negras, que parecen huevos de iguana. Siervo las conocía, como si las hubiera puesto. Aquel terronal, aquel volcán de piedras, encajonado entre el río que le muerde los cimientos por delante y una alta peña que le aprieta las espaldas, no vale nada. No vale un viaje de agua, según los entendidos, porque ni agua tiene. Pero él seguía pensando:

—En la parte alta se puede cosechar media carguita de maíz, limpiando un poco el pedregal y arrancándole la maleza. En el plano, donde están paradas las cuatro varas del rancho, caben unas quinientas matas de tabaco, una docena de sartas, media carga. Eso si Dios llueve, porque la peor «vaina» es que no hay más agua en el contorno que la que escurre de la toma de don Floro Dueñas, porque el río queda en toda la hondura. Tierra bonita, plana, floja, limpiecita, mera pulpa, la del arriendo de don Floro, y con derecho a molienda en el trapiche de los comuneros, y a tres días de agua con sus noches en la toma grande… (que es precisamente la que pasa lindando por arriba con la tierra de Siervo, y haciéndole guiños).

También los hacía un farol rojizo a la orilla de la carretera. Al verlo, el chofer detuvo el bus al lado de una casa grande, que clareaba entre las frondas espesas de algunos árboles.

—¿Sumercé me lleva a Soatá? —preguntó en lo oscuro una voz de mujer.

—¿Va sola? —preguntó el chofer.

—Solita. Con una carguita de maíz que puedo llevar ahí, en cualquier parte.

—La llevo por treinta centavos.

—¡Eso qué! El correo me llevaba por meros veinticinco y no quise montarme.

—¡A pata le costará menos! —gruñó el chofer, malhumorado. El motor del bus comenzó a roncar.

—Le doy veinte, y no hablemos más…

—Veinticinco.

El bus, trepidando, rodó lentamente.

—¡Espere un tantico! Le doy los veinticinco…

El bus tornó a detenerse, bramando y tascando el freno. La mujer encaramó la carga por una ventanilla, y desapareció rápidamente por la puerta de la casa. Volvió tirando del ronzal a un cochino que se debatía furioso, chillando y estirando las patas…

—Del marrano no hablamos —dijo el chofer—. Si lo quiere llevar, escupa diez más…

—¡Eso me faltaba! El correo nos llevaba a todos por veinticinco…

—Por treinta, y súbase pronto, que se hace tarde.

Subió la mujer, y el cochino, liado con una cuerda por el secretario del chofer, no cesó de chillar en la culata del bus donde lo acuñaron detrás de la carga de maíz. Durante un buen trecho, la campesina no cesó de contar y volver a contar a quien quisiera oírla, que el marrano pesaba siete arrobas y era el primero que había cebado de una cochada que tuvo la cerda roja, que le compró por Nochebuena a su compadre Aniceto. Pensaba sacarle doscientos pesos al animal, porque tenía mucha manteca, si Dios no quería otra cosa. Le dolía salir de él, porque los otros no pintaban lo mismo…

El estruendo del motor, en la cuesta que llaman de la Chorrera, se tragó sus palabras. Al llegar a la calle larga que atraviesa de punta a punta el pueblo de Soatá, frenó el bus y se esfumaron entre las sombras, apenas pusieron el alpargate en tierra, las viejas y la moza que cargaban las gallinas y las cebollas. La del cerdo tardó buen rato en convencer al animal de que bajara a tierra. Había una mezquina luz en las esquinas, pero de las tiendas iluminadas con lámparas de gasolina, gruesos chorros de claridad se proyectaban sobre la calle, sucia de cascaras, papeles y desperdicios. Siervo tuvo la tentación de bajar cuando se despidió con un sucinto y fosco ¡buenas noches! el visitador de la Caja Agraria; pero tuvo el temor de que lo dejara la máquina, y permaneció en su puesto. Tampoco se atrevió a comprar un talego de dátiles para llevarle de regalo a la vieja, cuando llegara al rancho, como un recuerdo después de tantos años de ausencia. Le dio risa, y de un tirón se arrancó dos pelos lacios y tiesos que tenía en la barbilla.

—¡Qué cabeza la mía! —pensó—. No recordaba que la vieja es difunta.

En la calle había riñas y disputas de borrachos. Un corro de pordioseros y lisiados se arremolinaba a las puertas del bus, pidiendo limosna a los viajeros. En el rayo de luz que proyectaba la tienda de la esquina, aparecían y desaparecían como polillas los rostros feos, lívidos, deformes, algunos prolongados extrañamente por el coto, de los cargueros y vagabundos del pueblo. El chofer tomaba cerveza en la trastienda, a pico de botella y engullía a tarascadas un salchichón y un pedazo de queso.

A poco llegaron metiendo mucho alboroto, pues estaban más que medianamente borrachos, dos guardias municipales y un distinguido que iban en comisión a echarle la mano a un preso recién fugado de la cárcel del pueblo.

—¿Conque se fugó el Ceferino? —preguntó Siervo, sobresaltado al oír mentar aquel nombre.

—Es un bandido conservador que debe dos muertos a la justicia, dos muertos liberales; y como ladrón y cuatrero no hay quien lo iguale. El día en que huyó se llevó las llaves de la cárcel. ¿Usted lo conoce? —le preguntó el distinguido, que subió al bus con sus dos ayudantes, armados todos con rifles que les estorbaban entre las piernas.

—No, mi cabo… Yo qué voy a conocer al Ceferino… ¿No ve que vengo de pagar servicio en los cuarteles de Tunja?

—¿Eres soldado?

—Era, sumercé.

—¿Buen trago? ¿Buena vida? Yo apenas conozco a Tunja, de paso para un pueblo de la provincia de Márquez.

—Para vida buena no hay como la de la tierra de uno… No de uno, pero como si fuera… Para verla me vine.

—¿Adónde vas a vivir?

Siervo se rascó la cabeza, carraspeó, tosió, trató de sonreír, se miró atentamente una uña y al cabo dijo:

—En la vega del Chicamocha…

—¡Ah! ¿De manera que eres de los nuestros, de los buenos liberales de la casa grande? ¡Métete un trago, y dale un viva al gobierno! Guardia Apulecio: déle un traguito de aguardiente aquí al amigo, que es de los nuestros.

El chofer se encaramó al bus de un brinco, como solía, y arrancó de golpe, con el escape abierto para meter más ruido, y la sirena ululando a toda máquina, por si alguien en el pueblo no se había enterado todavía de que el bus del «Tigre» zarpaba para Capitanejo. La señora del magistrado de Santa Rosa se echó la bendición con la diestra, y con la otra mano se enfrentó a la cortina de la ventanilla para que no le golpeara el rostro. El magistrado se arrebujó en su abrigo cuando los guardias comenzaron a cantar a gritos. A la salida del pueblo, uno de ellos disparó al aire por la ventanilla del agente viajero, quien despertó sobresaltado y se llevó la mano a la cintura para requerir la pistola.

—¡No se moleste el señor! Es que vamos contentos…

A Siervo le saltaba el corazón dentro del pecho. Recordaba el cuartel, y las voces de mando, y aquella condenada parálisis que le ataba la lengua cada vez que el cabo de las caballerizas descubría que se había puesto las botas trastocadas, o que el caballo de mi capitán había ensuciado el establo. Tenía que obedecer y callar. Aunque no entendiera lo que le ordenaban, pues él oía, comprendía y hablaba muy despacio, tenía que cuadrarse, llevar la diestra a la frente y exclamar: «¡Como ordene mi cabo!». Tenía la impresión de que cualquier oficial lo podría fusilar, y cualquier cabo de guardia le arrimaría un estacazo a los espaldas por el menor descuido, lo que sucedía a veces. El calabozo era lo menos malo del cuartel. Se pasaban hambres, pero se pensaba en la vega del río, y en la orillita que rueda de la peña al barranco, y en el sol que dora y tuesta las matas de tabaco, y en los gusanos verdes que salen de noche —con el fresco— a morder la hoja con un ruidito como el de los ratones de Tunja en el calabozo: ts, ts, ts… Siervo los observaba con ternura, cuando allí se encontraba, pero si le atormentaban más de la cuenta las ganas de comer, sentía la tentación de atraparlos, desollarlos y descuartizarlos a mordiscos. Los muy ladinos no se dejaban coger.

El bus, con gran estruendo, se detuvo de golpe.

—¡Maldita sea! —exclamó el chofer, mesándose los cabellos que le chorreaban ensortijas sobre la frente, a la moda de México.

El bus había tropezado con una gran piedra que estaba en la mitad del camino, y era de aquellas que suelen dejar como recuerdo de sus averías los camiones que suben roncando, cargados hasta los topes, por aquella cuesta.

—¡Un huevo de camión! —gritó el ayudante desde afuera—. Lo peor del caso fue que estalló una llanta de adelante. ¡Cuando uno está de malas!

El chofer prorrumpió en juramentos, y dando un portazo capaz de desquiciar una puerta que no fuera de bus, se apeó de su silla.

—¡Todo el mundo a tierra! —gritó.

Siervo se asomó a la orilla de la carretera para atisbar y olisquear el abismo. Por los cerros de oriente, del lado de Chita, se levantaba a la sazón la luna, plateando las nubes que colgaban en harapos de los picachos del cañón. Un aliento pegajoso subía del abismo, que estaba todavía envuelto en sombras. Siervo cogió una piedra suelta del camino y la lanzó muy lejos. La piedra rebotó en un peñasco y se perdió en la noche. Siervo miró atentamente la luna, apretó los cuatro dientes que tenía en la boca (los que quiso dejarle el dentista del cuartel) y se quedó en suspenso, escuchando. Escuchaba con todo el cuerpo. Una claridad espejeó en la hondura. La luna, desembarazada de la maraña de nubes que la tenían sujeta, se elevó tranquila y dulce sobre el cañón, como un globo de Nochebuena, tal vez más pequeñita, pero mucho más luminosa. Una joroba gigantesca se recortó en el fondo del abismo, como si un monstruo antediluviano estuviera acurrucado mirando aquella cinta delgadita que cabrilleaba entre las vegas, y debía ser el río. Siervo reconocía claramente el lugar: el boquete en la cuneta de la carretera, la línea imperceptible del camino que se descuelga valientemente por la roca, se agarra a las zarzas, se apoya en las salientes, y se encoge y se estira como una culebra perseguida. Una cabra asomó el hocico y clavó los ojos relucientes en los ojos de Siervo. Cuando éste tendió una mano para atraparla, el animal huyó monte abajo haciendo rodar las piedras. El chofer cogió por una pata al cabritillo, recién nacido, que baló tristemente.

—Me lo almorzaré mañana en Capitanejo —dijo, y lo metió en la caja del bus.

—Esa cabra debe ser de la hacienda —pensó Siervo, pero no dijo nada.

El distinguido y los guardias resolvieron seguir camino, pues ya se hallaban muy cerca del lugar donde tenían noticia de que se había refugiado el bandido. Siervo sintió un gran alivio cuando desde debajo del chasis del bus, a donde le ordeno el chofer que se metiera para que le ayudara a cambiar la rueda, vio las sombras de los guardias que se alejaban por el camino. El magistrado y su señora, malhumorados y hambrientos, echaron pie a tierra para desencalambrarse las piernas. Adentro, en el bus, el vendedor de específicos roncaba como un cerdo. Bocarriba, manchado de grasa, con una tuerca en la boca, Siervo se sentía a las puertas del paraíso, al borde del cañón del Chicamocha, a pico sobre la peña y precisamente encima de esa pequeña lengua de tierra pedregosa y gris donde se levanta el rancho de la difunta, si es que no lo tumbaron las lluvias del último invierno. Si se diera vuelta bocabajo y gateara cuatro brazadas, podría descolgarse por donde huyó la cabra que parecía llamarlo desde lejos. Puesto que conocía palmo a palmo el atajo, y cada grieta de la roca, y uno por u no los espinos y los cactus que abren sus brazos descamados y erizados de púas, en un santiamén lograrla orientarse. En media hora descendería, saltando (sin las botas, ¡válgame Dios!) los mil metros de profundidad que lo separaban de su rancho y de la vega del río. Pero los guardias rondaban por allí, persiguiendo a ese bandido del Ceferino que hacía unos años había asesinado a un viviente de la vega, sólo para robarle unas gallinas. «¡Ave María Purísima! —exclamó para sí—. ¡Mejor es seguir esta noche a Capitanejo y no exponerme a morir a manos de ese bandido!».

—¿Dónde pusiste la rosca, so bruto? —preguntó el chofer.

—Aquí nomasito la tengo, sumercé… («Bajaré esta noche a Capitanejo y mañana con las claras subiré al rancho por el camino de la vega…”). —Y en eso pensaba, cuando el chofer lo puso a montar la llanta.

Sin más percances, fuera de los naturales brincos y corcovos del bus, que corría como un demonio por aquellas vueltas y precipicios, no tardaron en llegar al puente de La Palmera, sobre el río Chicamocha. Una brisa fresca anunciaba el río, y se le oía roncar al romperse en espumas contra los estribos del puente. Los agentes del resguardo, medio dormidos, bajaron la cadena que separa el departamento de Boyacá del de Santander, sin molestarse siquiera en revisar los equipajes para ver si había contrabando o si alguien tenía cédula de las conservadoras, para arrebatársela. Entraron como una tromba por el puente, y no tardaron en patinar en la arena de la plaza de Capitanejo, que por ser ya noche, estaba desierta y apenas poblada de las mesas patas arriba y las maromas delas toldas que al otro día servirían para dar sombra a los vendedores del mercado.

—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó el agente viajero a Siervo.

—Aquí debajo de una banca de la plaza. Mañana temprano, cojo camino para el rancho, si Dios quiere.

—Yo pasaré la noche en el estanco, pues mi amigo Temístocles, siempre me recibe de balde, y me santigua por las mañanas con un aguardiente de Málaga que es para chuparse los dedos.

—Que le aproveche, mi amo.

—¿Ya le diste vueltas en la cabeza al negocio de la fabricación de billetes?

—Estaba por darle a sumercé veinte pesos de arras, a nombre de mi hermanito, con quien hablaré en cuanto amanezca. Estoy seguro de que le tienta el negocio. Él es muy sabio en esas cosas de números.

—Dame los veinte pesos y mañana hablaremos.

Siervo se tendió sobre la ruana, al abrigo de una de las bancas de cemento con las cuales la Compañía de Tabaco contribuyó a envilecer la plaza del lugar, y se durmió como un bendito, pensando que el forastero de los billetes se había tragado entero su embuste de que tenía un hermano. Dormiría feliz, pues amanecería rico como para comprar toda la vega del río, desde la peña hasta el puente de la Palmera. Cualquiera le diría mañana Siervo a secas, pues por menos de mano Siervo, o de ñor Siervo, no daría la cara.