Las raíces de la ciencia se hallan en el aprendizaje por el método empírico. Tal forma de aprendizaje se aprecia incluso en los animales. La paciente espera del gato a la entrada de la ratonera es una práctica científica. En este caso confía en que se repitan una serie de acontecimientos. (Entretanto, el ratón, al escapar por otro agujero, sigue su propio camino científico).
La causalidad (relación de causa y efecto), la inducción (inferencia de leyes generales a partir de casos particulares) y la ordenación (discernimiento de pautas físicas y temporales) son los impulsos científicos básicos. La ciencia es la búsqueda de significado práctico, es decir, de una explicación que se pueda usar. Esta ha sido la base de la ciencia humana desde los tiempos prehistóricos hasta la primera parte del siglo XX. (Ciertos aspectos de la teoría cuántica y de la cosmología ya no cuadran con estas normas científicas).
La ciencia del siglo XX lo ha transformado todo, pero en épocas anteriores hubo progresos significativos semejantes. Uno de ellos ocurrió alrededor del 2500 a. C., cuando se erigió Stonehenge en Gran Bretaña y se construyó la Gran Pirámide en Egipto. Ambos monumentos incorporaban ideas religiosas y astronómicas cuya sofisticación no ha sido apreciada plenamente hasta este siglo. La investigación minuciosa de Stonehenge y de las pirámides reveló unos asombrosos conocimientos matemáticos. Los que construyeron ambos monumentos comprendían, en los términos prácticos más sencillos, la relación entre los dos lados y la hipotenusa de determinados triángulos rectángulos (es decir, a2 + b2 = c2). En otras palabras, habían captado el fundamento de lo que conocemos como el teorema de Pitágoras cerca de 2000 años antes de que este naciera.
La principal fuente de inspiración científica y matemática tanto de los antiguos egipcios como de los británicos megalíticos eran los cielos. Lo que ocurría en este ámbito superior era contemplado con reverencia y espanto. Los sucesos que allí tenían lugar presagiaban tanto espléndidas cosechas estivales como desastres. Allí residía el orden, la regularidad y la certeza inflexible.
Esto fue comprendido simultáneamente en la India y en China, Mesopotamia y Egipto, así como en las Américas. Estas civilizaciones guardaban escasas semejanzas entre sí, y en aquella época, en algunos casos, ningún contacto en absoluto, lo cual hace pensar que la astronomía puede haber funcionado como una especie de catalizador evolutivo. Se ha propuesto un proceso de catalización semejante para dar cuenta de los muchos «saltos» inexplicados, que se han dado y se siguen dando, en fenómenos evolutivos que van desde las células primitivas hasta el genio humano y el genio de los delfines.
La astronomía alcanzó su mayoría de edad alrededor del 2500 a. C. y siguió siendo la «reina de las ciencias» durante los cuatro milenios siguientes. (Quedan ecos de este largo reinado tanto en las actitudes modernas frente a las fantasías astrológicas como ante las «maravillas» de la cosmología moderna). Otro «salto» evolutivo para la humanidad se produjo entre los siglos VI y IV a. C. cuando tuvieron lugar el auge de la Grecia antigua, la fundación del confucionismo y el taoísmo en China y el establecimiento del budismo en la India.
Intelectualmente, el más significativo de estos acontecimientos fue, con mucho, el auge de la Grecia antigua. La civilización occidental ha sido su legado cultural. También fue entonces cuando la ciencia, tal como hoy la entendemos, tuvo sus orígenes. Entonces, ¿qué pasó? La ciencia se escindió de la religión. La astronomía se libró de la astrología. Dominó la razón frente a la intuición. Ahora las explicaciones acerca del funcionamiento del mundo venían respaldadas por la prueba empírica en lugar de por la religión, la superstición o los cuentos de hadas. La demostración llegó a las matemáticas. Los teoremas reemplazaron a los procedimientos habituales. Se derivaron reglas y leyes a partir del estudio de los fenómenos naturales.
La razón por la cual el teorema de Pitágoras lleva su nombre es que él fue el primero en demostrarlo. Los griegos siguieron creyendo en los dioses, pero a partir de entonces el comportamiento divino fue atemperado por la razón. (Con la excepción, claro, de los milagros, cuya ocurrencia no se permitía en presencia de observadores científicos).
Pitágoras fue incluso más allá. Según decía, el mundo tenía que comportarse de forma matemática. Él fue el primero en decirlo, en el siglo IV a. C. y nosotros seguimos creyéndolo, aunque no por la misma razón que Pitágoras, quien creía que, en último término, el mundo se componía de números. A nosotros semejante creencia puede parecemos extraña, o simplemente tonta. Sin embargo, la razón que lleva a la ciencia moderna a creer que en última instancia todo puede explicarse en términos numéricos es en realidad mucho menos convincente. Simplemente es un artículo de fe que tenemos. No hay razón, prueba que lo sustente ni se apoya en algo, es solo que hemos escogido ver el mundo de este modo.
Puede que Pitágoras fundase la visión matemática del mundo, pero fue el filósofo Aristóteles quien configuró el punto de vista científico de los antiguos griegos. De hecho, estos dos grandes personajes fueron considerados filósofos en su época. La ciencia formaba parte de la filosofía (que en griego antiguo significa «estudio de la sabiduría»). Más tarde, la ciencia llegó a ser conocida con el nombre de filosofía de la naturaleza. Del mismo modo, la palabra matemáticas, empleada por Pitágoras por primera vez, se derivaba de la antigua palabra griega mathema, que significa «algo que uno aprende», o ciencia. Fue solo a lo largo de los milenios siguientes cuando las palabras filosofía, matemáticas y ciencia desarrollaron gradualmente sus actuales significados distintivos.
Con todo el saber agrupado bajo el término filosofía, no tardó en llegar la confusión. Si las distintas clases de saber habían de progresar, era preciso separarlas y clasificarlas. Ese fue el gran logro científico de Aristóteles. Estableció las reglas para las distintas ciencias. Por desgracia, el gran amor de Aristóteles era la biología y esto habría de tener un efecto desastroso. Tal como veía las cosas Aristóteles, la biología era fundamentalmente teleológica. A fin de comprender los órganos de las plantas o de los animales debemos averiguar para qué sirven, es decir, su propósito. Quizá fue útil considerar la biología de este modo, pero habría de tener efectos desastrosos sobre las otras ciencias. Aristóteles insistía en considerar el mundo de forma orgánica y no mecánica. Esto suponía que en vez de regirse por la relación causa-efecto, todos los objetos cumplían un propósito, y su comportamiento tendía hacia el fin para el que estaban destinados a servir.
La astronomía no tenía ningún propósito inmediato evidente, así que Aristóteles le impuso uno. Los cuerpos celestes eran por naturaleza divinos, así que su propósito era comportarse de manera divina. Esto significaba que tenían que moverse de una forma perfecta, eterna e inmutable, es decir, tenían que seguir orbitando los cielos en círculos perfectos por toda la eternidad. La Tierra, por otra parte, no era divina, luego no se comportaba de este modo. Por el contrario, permanecía inmóvil, en el centro del Universo, con los cuerpos celestes girando a su alrededor.
Esta visión del Universo habría de predominar durante más de dos mil años. El efecto de Aristóteles sobre la ciencia fue inmensamente beneficioso en muchos campos, pero con el tiempo se convirtió en una barrera que limitaba los progresos ulteriores. En algunos terrenos, como la astrología, resultó perjudicial desde el primer momento. Heráclides, contemporáneo de Aristóteles, ya había concluido que Venus y Mercurio giraban alrededor del Sol y que la Tierra se desplazaba por el espacio. Pocos años después de la muerte de Aristóteles, Aristarco de Samos se dio cuenta de que la Tierra giraba alrededor del Sol y rotaba sobre su propio eje. Por desgracia, estos descubrimientos fueron ignorados porque no concordaban con la cosmovisión teleológica de Aristóteles. Incluso Arquímedes, contemporáneo de Aristarco y astrónomo nada despreciable, se aferró a la visión aristotélica del sistema solar. No es por azar que los principales progresos realizados por Arquímedes tuvieran lugar en las esferas menos afectadas por la teleología orgánica de Aristóteles, concretamente la física y las matemáticas.