El encuentro
»Mi querida niña —reanudó— estaba ahora empeorando rápidamente. El médico que la cuidaba no había logrado torcer en nada el curso de su enfermedad, ya que eso suponía yo entonces que era. Se dio cuenta de mi preocupación, y sugirió una consulta. Llamé a un hábil médico de Gratz. Transcurrieron varios días hasta su llegada. Era un hombre bueno y piadoso; al mismo tiempo que sabio. Después de visitar a mi pupila, los dos médicos se retiraron a mi biblioteca para conferenciar y discutir. Yo, desde la habitación contigua, donde esperaba que me llamaran, oía las voces de aquellos caballeros alzándose a un tono un poco más agudo que el de una estricta discusión filosófica. Llamé a la puerta y entré. Encontré al viejo médico de Gratz defendiendo su teoría. Su rival le combatía, ridiculizándole sin disimulo, entre grandes risotadas. Aquella indecorosa exhibición se desvaneció, y el altercado terminó cuando yo entré.
»—Caballero —dijo mi primer médico—, mi docto colega parece opinar que necesita usted un exorcista, y no un médico.
»—Discúlpeme —dijo el anciano médico de Gratz, con aire disgustado—; expondré mi punto de vista del caso a mi modo en otro momento. Lamento, señor general, no poder serle útil con mi destreza y mi ciencia. Antes de irme tendré el honor de sugerirle algo.
»Parecía pensativo; se sentó frente a una mesa y se puso a escribir. Profundamente decepcionado saludé con una inclinación de cabeza, y, cuando me volvía para irme, el otro médico me señaló, por encima de su hombro, a su compañero que estaba escribiendo, y, luego, con un encogimiento de hombros, se llevó significativamente un dedo a la sien.
»Aquella consulta me dejó, pues, exactamente tal como estaba antes. Salí a pasear por el campo, casi enloquecido. A los diez o quince minutos me alcanzó el médico de Gratz. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía irse sin decir algunas palabras. Me dijo que no podía estar equivocado; que ninguna enfermedad natural presentaba los mismos síntomas; y que la muerte estaba ya muy próxima. Quedaban, sin embargo, un día o dos de vida. Si el ataque fatal se detenía de inmediato, quizá, con mucho cuidado y destreza, sus energías podrían restaurarse. Pero todo pendía ya sobre los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última chispa de vitalidad que, en todo momento, está presta a morir.
»—¿Y cuál es la naturaleza del ataque del que usted habla? —imploré.
»—Lo expongo todo en esta nota que pongo en sus manos, con la precisa condición de que mande a por el sacerdote más próximo y abra mi carta en presencia suya, y de que no la lea hasta que esté a su lado; de otro modo quizá no hiciera caso a su contenido, y es una cuestión de vida o muerte. Si no encuentra a un sacerdote, entonces léala.
»Me preguntó, antes de despedirse, si yo querría hablar con un hombre sobresalientemente docto en aquel mismo tema, y que, después de leer su carta, probablemente me interesaría por encima de todos los demás; y me urgió vehementemente a invitarle a una visita; y con esto se despidió.
»El sacerdote estaba ausente, y leí la carta yo solo. En otro momento, o en otra situación, aquello hubiera podido excitar mi sentido del ridículo. Pero ¿cuál es la charlatanería a la que la gente no se arroja en busca de una última oportunidad, cuando todos los medios habituales han fracasado y la vida de un ser querido está en peligro?
»Nada, me dirán, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era lo bastante extravagante para que se le encerrara en un manicomio. ¡Decía que la paciente sufría las visitas de un vampiro! Los pinchazos que, según ella había descrito, había sentido cerca de la garganta eran, según insistía el médico, la inserción de esas dos largas, delgadas y afiladas piezas dentales que, como se sabe, son peculiares a los vampiros; y no cabía duda, añadía, en cuanto a que la presencia bien definida de la pequeña mancha lívida que todos coincidían en describir como provocada por los labios del demonio, y todos y cada uno de los síntomas descritos por la sufriente, estaban en exacta concordancia con los que se habían registrado en todos los casos de visitaciones similares.
»Como yo era absolutamente escéptico en cuanto a la existencia de un portento como el vampiro, la teoría sobrenatural del buen doctor no hacía, en mi opinión, otra cosa que aportar un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia curiosamente asociadas con una alucinación. Me sentía tan desgraciado, sin embargo, que, antes que no intentar nada, actué en base a las instrucciones de la carta.
»Me oculté en el oscuro saloncito que daba a la habitación de la pobre sufriente, en la que ardía una vela, y esperé hasta que se quedó profundamente dormida. Me quedé a la puerta, atisbando por la estrecha rendija, con la espada sobre la mesa a mi lado, tal como prescribían las indicaciones, hasta que, un poco después de la una, vi un gran objeto negro, muy indistinto, reptar, según me pareció, al pie de la cama, y extenderse rápidamente hasta la garganta de la pobre muchacha, donde, a los pocos instantes, se hinchó en una gran masa palpitante.
»Durante unos momentos me quedé petrificado. Luego salté hacia adelante, espada en mano. La criatura negra se contrajo súbitamente hacia el pie de la cama, se deslizó al suelo, y allí, erguida como una yarda del pie de la cama, con una mirada alerta de ferocidad y horror fija en mí, vi a Millarca. Especulando en no sé qué, la golpeé instantáneamente con mi espada; pero la vi junto a la puerta, ilesa. Horrorizado, avancé, y volví a golpear. ¡Se había ido! Y mi espada se rompió en pedazos contra la puerta.
»No puedo describirles todo lo que ocurrió esa horrible noche. Toda la casa estaba despierta y estremecida. El espectro de Millarca se había ido. Pero su víctima empeoraba, y, antes de que asomara el alba, murió».
El anciano general estaba muy afectado. No le hablamos. Mi padre se alejó un poco, y se puso a leer las inscripciones de las tumbas; y, ocupado en eso, cruzó la puerta de una capilla lateral para continuar sus investigaciones. El general estaba apoyado contra el muro, con los ojos secos, y suspiraba pesadamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y Madame, que en aquel momento se aproximaban. Las voces se apagaron.
En aquella soledad, habiendo acabado de escuchar una historia relacionada con los poderosos y nobles difuntos cuyos monumentos funerarios, en torno nuestro, se consumían entre el polvo y el liquen, y cada uno de cuyos incidentes se emparentaba tan horriblemente con mi propio caso misterioso, en aquel lugar infectado, oscurecido por las torres de follaje que se elevaban por todos lados, densas y altas, por encima de los silenciosos muros, el horror empezó a deslizarse en mí, y mi ánimo flaqueó al pensar que, después de todo, mis amigas no estaban a punto de entrar y turbar aquella escena triste y ominosa.
El anciano general tenía la mirada fija en el suelo, y la mano apoyada en el basamento de un deteriorado monumento funerario.
Debajo del arco de una estrecha puerta rematada por una de esas figuras demoníacas y grotescas en las que se complacía la cínica y siniestra imaginación de la talla gótica, vi, muy contenta, el hermoso rostro y figura de Carmilla, que entraba en la capilla umbrosa.
Yo estaba a punto de ponerme en pie y hablar, y, sonriendo, hacía un signo de cabeza en respuesta a la sonrisa peculiarmente atractiva de Carmilla, cuando, con un grito, el anciano, a mi lado, asió el hacha del leñador y se abalanzó hacia adelante. Al verle, un cambio brutal se produjo en las facciones de Carmilla. Sufrió una transformación instantánea y horrible mientras retrocedía acuclillándose. Antes de que yo hubiera podido proferir un grito, la golpeó con toda su fuerza; pero ella esquivó el golpe, e, ilesa, le asió la muñeca con su pequeño puño. Él luchó unos momentos para liberarse el brazo, pero se le abrió la mano, el hacha cayó al suelo, y la muchacha había desaparecido.
Se tambaleó hasta apoyarse contra el muro. Su cabello gris estaba alborotado en su cabeza, y su cara brillaba, húmeda, como si estuviera a punto de morir.
La espantosa escena había transcurrido en unos pocos, momentos. La primera cosa que recuerdo después de ella es a Madame a mi lado, repitiéndome, impacientemente, una y otra vez, esta pregunta:
—¿Dónde está la señorita Carmilla?
Finalmente, respondí.
—No lo sé… No sabría decir…; se fue allá —y señalé la puerta por la que Madame acababa de entrar—… hace tan sólo uno o dos minutos.
—Pero si yo he estado allí, en el corredor, desde que entró Mademoiselle Carmilla, y no ha vuelto a pasar…
Entonces se puso a gritar «Carmilla» por todas las puertas y pasillos, y a través de las ventanas; pero no hubo respuesta.
—¿Se hacía llamar Carmilla? —preguntó el general, todavía agitado.
—Carmilla, sí —respondí.
—Sí —dijo él—, es Millarca. Es la misma persona que hace mucho tiempo se llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Váyase de este suelo maldito, mi pobre niña, lo más aprisa que pueda. Vaya a la casa del sacerdote, y quédese allí hasta que nosotros lleguemos. ¡Váyase! ¡Ojalá pueda no volver a ver a Carmilla! No la encontrará aquí.