XII

Una petición

»—Entonces, vamos a perder a Madame la Comtesse, aunque espero que sea tan sólo por unas pocas horas —dije, con una acentuada reverencia.

»—Puede que así sea, y puede que sean algunas semanas. Ha sido muy mala suerte que me haya hablado justo ahora tal como lo ha hecho. ¿Me conoce usted ahora?

»Le aseguré que no.

»—Me conocerá —dijo—, pero no ahora. Somos amigos más viejos y mejores, quizá, de lo que sospechaba. Sin embargo, no puedo darme a conocer todavía. Dentro de tres semanas pasaré por su hermoso schloss, sobre el que he estado inquiriendo. Entonces le haré una visita de una o dos horas, y renovaremos una amistad en la que jamás pienso sin un millar de recuerdos agradables. En este momento me ha caído encima una noticia, como un rayo. Ahora debo marcharme, y viajar por una ruta apartada cerca de cien millas, todo lo aprisa que pueda. Mis problemas se multiplican. Tan sólo la obligada reserva en que le mantengo a usted mi nombre me impide hacerle una petición realmente singular. Mi hija no ha recobrado todavía del todo sus fuerzas. Su caballo la hizo caer durante una cacería que había ido a presenciar; sus nervios no se han recobrado todavía del susto, y nuestro médico dice que por nada del mundo debe someterse a ningún esfuerzo durante algún tiempo. Ahora tengo que viajar noche y día en una misión de vida o muerte… Una misión cuyo carácter crítico y urgente podré explicarle cuando nos veamos, según espero, dentro de unas pocas semanas, sin necesidad ya de ocultar nada.

»Siguió adelante en su petición, y lo hizo en el tono de alguien para quien semejante solicitud equivalía más a conceder un favor que no a pedirlo. Eso era tan sólo en su manera, y lo hacía, según parecía, de un modo absolutamente inconsciente. En cuanto a los términos con que se expresó, nada podría ser tan suplicante. Se trataba, sencillamente, de que yo consintiera en tomar bajo mis cuidados a su hija durante su ausencia.

»Era ésa, bien mirado, una petición extraña, por no decir atrevida. En cierto modo, me desarmó exponiendo y admitiendo todo lo que podía argüirse en contra, y poniéndose enteramente en manos de mi caballerosidad. En el mismo instante, por una fatalidad que parece haber determinado anticipadamente todo lo que ocurrió, mi pobre niña vino a mi lado y, en voz baja, me suplicó que invitara a visitarnos a su nueva amiga, Millarca. La había estado sondeando, y pensaba que, si su mamá se lo permitía, a ella le gustaría mucho.

»En otro momento le hubiera dicho que esperara un poco, al menos hasta saber quiénes eran. Pero no dispuse de un momento para pensarlo. Las dos damas me atacaron simultáneamente, y debo confesar que el refinado y hermoso rostro de la joven dama, rostro en el que había un no sé qué extremadamente atrayente, junto con la elegancia y el resplandor de la buena cuna, me decidieron; y, totalmente vencido, me sometí, y acepté, con demasiada facilidad, tomar a mi cargo a la joven dama, a la que su madre llamaba Millarca.

»La condesa le hizo un signo a su hija, que la escuchó con grave atención mientras le contaba, a rasgos generales, que había sido requerida súbita y perentoriamente, y también el arreglo que había hecho conmigo de que quedara a mi cargo, añadiendo que yo era uno de sus más antiguos y apreciados amigos.

»Yo, naturalmente, hice los discursillos que la ocasión parecía exigir, y me encontré, al pensarlo dos veces, en una posición que no me gustaba en absoluto.

»Volvió el caballero de negro, y, muy ceremoniosamente, acompañó a la dama fuera de la sala.

»La actitud de aquel caballero era tal como para convencerme de que la condesa era una dama de mucha mayor importancia de lo que su modesto título me hubiera hecho por sí solo suponer.

»La última indicación que me hizo fue que no se realizara ningún intento de saber de ella más de lo que hubiera supuesto hasta aquel momento, hasta su regreso. Nuestro distinguido anfitrión, del que era huésped, conocía sus razones.

»—Pero aquí —dijo—, ni yo ni mi hija podríamos permanecer a salvo durante más de un día. Me quité imprudentemente la máscara durante un momento, hace cosa de una hora, y demasiado tarde, pensé que usted me veía. De modo que busqué una oportunidad para hablarle un rato. Si hubiera descubierto que sí me había visto, hubiera confiado a su alto sentido del honor el guardar mi secreto algunas semanas. Luego me convencí de que no me había visto; pero si ahora sospecha, o, reflexionando, llega a sospechar quién soy, me entrego igualmente, y enteramente, a su honor. Mi hija observará el mismo secreto, y sé muy bien que usted se lo recordará de vez en cuando, no sea que sin pensarlo vaya a revelarlo.

»Habló en susurros a su hija unos momentos, la besó apresuradamente dos veces, y se marchó, acompañada por el pálido caballero de negro, desapareciendo entre la multitud.

»—En la habitación contigua —dijo Millarca— hay una ventana que da sobre la puerta principal. Me gustaría ver irse a mamá, y despedirla con la mano.

»Lo aceptamos, naturalmente, y la acompañamos a la ventana. Miramos hacia fuera, y vimos un hermoso carruaje anticuado, con muchos criados a caballo y lacayos. Vimos la delgada figura del pálido caballero de negro, que sostenía un grueso manto de terciopelo; lo puso sobre los hombros de la dama, y le echó la capucha sobre la cabeza. Ella le hizo un signo, y se limitó a tocarle la mano. Él se inclinó repetidamente mientras la puerta se cerraba, y el carruaje empezó a moverse.

»—Se ha ido —dijo Millarca, con un suspiro.

»—Se ha ido —me repetí a mí mismo, por primera vez en los momentos de apresuramiento que habían transcurrido de mi consentimiento, reflexionando sobre lo poco razonable de mi actuación.

»—No ha levantado la mirada —dijo la joven dama, quejumbrosamente.

»—Quizá la condesa se haya quitado la máscara, y no quiera mostrar su rostro y no podía saber que estaba usted en la ventana.

»Suspiró, y me miró a la cara. Era tan hermosa que me enternecí. Me irritó haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí resarcirla por la inconfesada rudeza de mi acogida.

»La joven dama, volviendo a ponerse la máscara, se unió a mi pupila para convencerme de volver allí donde pronto iba a reanudarse el concierto. Eso hicimos, y nos paseamos arriba y abajo por la terraza que hay debajo de las ventanas del castillo. Millarca entró en confianza con nosotros, y nos divirtió con vivas descripciones y relatos de la mayoría de la gente importante que veíamos sobre la terraza. Cada minuto me resultaba más agradable. Su cháchara, sin tener mala intención, me resultaba extremadamente divertida después de haber permanecido tanto tiempo lejos del gran mundo. Pensé en la animación que traería a nuestras veladas en casa, a menudo solitarias.

»Aquel baile no terminó hasta que el sol del amanecer hubo casi alcanzado el horizonte. El gran duque había querido bailar hasta entonces, de modo que las personas leales no pudieron marcharse, ni pensar en la cama.

»Acabábamos de cruzar un salón lleno de gente cuando mi pupila me preguntó qué se había hecho de Millarca. Yo creía que estaba a su lado, y ella que iba a mi lado. El hecho era que la habíamos perdido.

»Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron vanos. Temí que, en la confusión de una separación momentánea de nuestro lado, hubiera confundido a otra gente con sus nuevos amigos, y que quizá les hubiera seguido y perdido en los amplios terrenos abiertos de la fiesta.

»Entonces percibí, con toda su fuerza, una nueva locura en el haber aceptado la responsabilidad sobre una joven dama sin ni siquiera conocer su apellido; y, como estaba encadenado por promesas impuestas sin conocer yo las razones para ello, no podía siquiera orientar mi búsqueda diciendo que la joven dama extraviada era la hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes.

»Llegó el amanecer. Era plena luz cuando abandoné mi búsqueda. No fue sino cerca de las dos de la tarde del día siguiente cuando tuvimos alguna noticia de la desaparecida dama a mi cargo.

»Hacia esa hora, un sirviente llamó a la puerta de mi sobrina, y, le dijo que una joven dama, que parecía encontrarse en un gran apuro, le había pedido vehementemente que averiguaran dónde podría encontrar al general barón Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado le había dejado su madre.

»Era indudable que, a pesar del pequeño descuido, habíamos recobrado a nuestra joven amiga; y así fue. ¡Quisiera Dios que la hubiéramos perdido!

»Le contó a mi pobre niña una historia que explicaba el que no se hubiera unido a nosotros durante tanto rato. Era muy tarde, dijo, cuando había entrado en el dormitorio del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un profundo sueño que, pese a su duración, apenas había bastado para reponerle las fuerzas tras las fatigas del baile.

»Aquel día, Millarca se vino a casa con nosotros. Yo me sentía muy feliz, a fin de cuentas, de haberle encontrado una compañera tan encantadora a mi querida niña.