La búsqueda
Al ver la habitación, perfectamente intacta salvo por nuestra violenta entrada, empezamos a enfriarnos un poco, y no tardamos en recobrar el buen sentido lo suficiente para ordenar a los sirvientes que se fueran. A Mademoiselle se le ocurrió que, posiblemente, Carmilla se habría despertado con el estruendo en su puerta, y, en su pánico inicial, había saltado de la cama, y se había ocultado en un armario, o detrás de una cortina, de donde no podía salir, naturalmente, hasta que el mayordomo y sus secuaces se hubieran retirado. Recomenzamos pues nuestra búsqueda, y empezamos de nuevo a llamarla por su nombre.
Nada sirvió de nada. Nuestra perplejidad y nuestra inquietud aumentaron. Examinamos las ventanas, pero estaban cerradas. Imploré a Carmilla para que, si se había escondido, no prolongara aquella broma cruel, para que saliera y pusiera fin a nuestra ansiedad. De nada valió. Yo estaba ya por entonces convencida de que no estaba en su habitación, ni en la antecámara, cuya puerta estaba también cerrada con llave por aquel lado. No podía haberla cruzado. Yo estaba absolutamente desconcertada. ¿Habría descubierto Carmilla uno de esos pasadizos secretos que, según el ama de llaves, se sabía que existían en el schloss, aunque se había perdido la tradición de su situación exacta? No pasaría mucho rato sin que, sin duda, se explicara todo, por desconcertados que, por el momento, estuviéramos.
Eran más de las cuatro, y preferí pasar las horas de oscuridad que quedaban en la habitación de Madame. La luz del día no aportó ninguna solución al problema.
Toda la casa, con mi padre en cabeza, se encontraba la mañana siguiente en estado de agitación. Todos los rincones del château fueron investigados. Se exploró el suelo. No pudo descubrirse el menor rastro de la dama desaparecida. Estábamos a punto de hacer dragar el riachuelo. Mi padre estaba trastornado: ¿qué historia le contaría a la madre de la pobre muchacha cuando volviera? También yo estaba fuera de mí, aunque mi pesadumbre era de una especie completamente distinta.
Transcurrió la mañana en la alarma y la confusión. Era ya la una, y seguía sin haber noticias. Corrí a la habitación de Carmilla, y me la encontré frente a su tocador. Me quedé atónita. No podía creer a mis ojos. Me llamó con señas de sus lindos dedos, en silencio. Su rostro expresaba un miedo extremo.
Corrí hacia ella en un éxtasis de alegría. La besé y abracé una y otra vez. Corrí a la campanilla y la hice sonar furiosamente, para que los demás vinieran y aliviar de inmediato la inquietud de mi padre.
—¡Querida Carmilla! ¿Qué ha sido de ti todo ese tiempo? Estábamos angustiados al máximo contigo —exclamé—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto?
—La pasada noche ha sido una noche de prodigios —dijo.
—Por el amor de Dios, explica todo lo que puedas.
—Eran más de las dos —dijo— cuando me puse en cama para dormir, como de costumbre, con las puertas cerradas con llave, tanto la de la antecámara como la que se abre al pasillo. Dormí sin interrupción y, por lo que recuerdo, sin sueños; pero me he despertado hace unos momentos justo aquí, en el sofá de la antecámara, y me he encontrado con la puerta entre las habitaciones abierta, y la otra puerta forzada. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto sin que me despertara? Eso se habrá producido con muchísimo ruido, y yo me despierto con mucha facilidad; y, ¿cómo he podido trasladarme de mi cama sin que mi sueño se haya interrumpido, si me despierto sobresaltada con el menor susurro?
Por entonces, Madame, Mademoiselle, mi padre, y numerosos sirvientes, estaban ya en la habitación. Naturalmente, Carmilla fue abrumada a preguntas, felicitaciones y bienvenidas. Tan sólo tenía aquella historia por contar, y parecía la menos capaz entre todos los presentes para dar una explicación de lo sucedido.
Mi padre se dio una vuelta por la habitación, pensativo. Yo vi los ojos de Carmilla seguirle por un momento con una mirada taimada y sombría.
Cuando mi padre hubo hecho marchar a los sirvientes, habiendo ido Mademoiselle a buscar una botellita de valeriana y carbonato amónico, y no quedando nadie en la habitación con Carmilla salvo mi padre, Madame y yo misma, mi padre se dirigió hacia ella, pensativo, le tomó la mano muy afectuosamente, la condujo al sofá, y se sentó a su lado.
—¿Me perdonarás, querida, si aventuro una conjetura y te hago una pregunta?
—¿Quién tendría mayor derecho a ello? —dijo ella—. Pregunte lo que desee, y se lo diré todo. Pero mi historia consiste tan sólo en asombro y tinieblas. No sé absolutamente nada. Hágame cualquier pregunta que desee. Pero ya sabe, naturalmente, las limitaciones bajo las que me puso mamá.
—Perfectamente, querida niña. No necesito abordar los temas sobre los que ella desea silencio. Ahora bien, lo maravilloso de la pasada noche consiste en que te has visto desplazada de tu cama y tu habitación sin despertarte, y ese desplazamiento, aparentemente, se ha producido con las ventanas cerradas y las dos puertas cerradas con cerrojo por dentro. Te voy a exponer mi teoría, y, antes, te haré una pregunta.
Carmilla apoyaba el rostro en la mano, abatida; Madame y yo escuchábamos sin aliento.
—Bueno, mi pregunta es ésta: ¿se ha sospechado alguna vez que anduvieras en sueños?
—Nunca, desde que era muy pequeña.
—Pero ¿andabas dormida cuando eras pequeña?
—Sí; sé que lo hacía. Mi vieja aya me lo ha contado a menudo.
Mi padre sonrió, asintiendo con la cabeza.
—Bueno, lo que ha ocurrido es esto. Te levantaste dormida, abriste la puerta sin dejar la llave, como de costumbre, en la cerradura, sino sacándola y cerrando la puerta por fuera. Luego volviste a sacar la llave, y te la llevaste contigo a cualquiera de las veinticinco habitaciones de este piso, o quizá escaleras arriba o escaleras abajo. Hay tantas habitaciones y cámaras, tantos muebles pesados, y tanta acumulación de armatostes, que se necesitaría una semana para buscar a fondo en toda la casa. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—Sí, pero no del todo —respondió ella.
—¿Y de qué modo, papá, explicas el que se encontrara en el sofá de su recámara, que había sido examinada tan cuidadosamente?
—Volvió después de que se buscara ahí, todavía dormida, y, finalmente, se ha despertado espontáneamente, y se ha sentido tan sorprendida de encontrarse donde estaba como cualquiera de nosotros. Quisiera que todos los misterios se explicaran tan fácil e inocentemente como los tuyos, Carmilla —dijo, riendo—. De modo que podemos felicitarnos de la certidumbre de que la explicación más natural del hecho no implica drogas, cerraduras estropeadas, ladrones, envenenadores ni brujas… Nada que deba alarmar a Carmilla, ni a nadie, por nuestra seguridad.
Carmilla tenía un aspecto encantador. No podía haber nada más hermoso que sus colores. Su belleza, pienso, se veía realzada por la grácil languidez que le era peculiar. Creo que mi padre contrastaba silenciosamente su aspecto con el mío, porque dijo:
—Quisiera que mi pobre Laura tuviera mejor aspecto.
Y suspiró.
De este modo, nuestra alarma terminó felizmente, y Carmilla se veía restituida a sus amigos.