VII

Descenso

Sería inútil que tratara de contarte el horror con que, incluso ahora, recuerdo el episodio de aquella noche. No fue el terror transitorio que deja tras de sí un sueño. Parecía profundizarse con el tiempo, y comunicarse a la habitación y al mismo mobiliario que habían enmarcado la aparición.

El día siguiente no pude soportar que me dejaran sola ni un momento. Se lo hubiera contado a papá, de no existir dos razones en contra. Pensé, por una parte, que se reiría de mi historia, y que yo no podría soportar que aquello fuera tratado en broma, y, por otra parte, que podría imaginar que había sido atacada por el misterioso mal que había invadido aquellos vecindarios. En cuanto a mí, no tenía temores en este sentido, y, como mi padre había estado enfermo durante un tiempo, tenía miedo de alarmarle.

Me sentí bastante confortada teniendo cerca a mis bondadosas compañeras, Madame Perrodon y la vivaz Mademoiselle De Lafontaine. Ambas se dieron cuenta de que yo estaba agitada y nerviosa, y, finalmente, les conté lo que tanto pesaba en mi espíritu.

Mademoiselle se rió, pero creí percibir que Madame Perrodon parecía inquieta.

—A propósito —dijo Mademoiselle, riéndose—, el largo paseo de los tilos, junto a la ventana, de la habitación de Carmilla, está hechizado.

—¡Qué tontería! —exclamó Madame, que, probablemente, juzgó el tema un tanto inoportuno—. ¿Y quién cuenta esa historia, querida?

—Martin dice que dos veces, cuando reparaban la vieja puerta del patio, llegó allí antes de salir el sol, y que las dos veces vio a la misma mujer paseándose por el paseo de los tilos.

—Eso puede muy bien ser, mientras haya vacas por ordeñar en los prados del río —dijo Madame.

—Eso diría yo; pero Martin opta por asustarse, y jamás he visto a un loco más asustado.

—No deben decirle nada a Carmilla, porque puede ver ese paseo desde la ventana de su habitación —intervine yo—; y, si es concebible, es todavía más cobarde que yo.

Carmilla bajó quizá un poco más tarde de lo usual aquel día.

—Qué miedo he pasado esta noche —dijo, en cuanto estuvimos juntas—. Estoy segura de que me hubiera ocurrido algo terrible de no ser por ese amuleto que le compré al pobre jorobadillo al que tanto insulté. Tuve un sueño de algo negro que le daba la vuelta a mi cama, y me desperté absolutamente horrorizada, y realmente pensé, durante unos segundos, que veía una figura oscura junto a la chimenea, pero busqué mi amuleto debajo de la almohada, y, en el momento en que mis dedos lo tocaron, la figura desapareció, y me sentí totalmente segura de que, de no haberlo tenido conmigo, algo horrendo hubiera aparecido, y quizá me hubiera estrangulado, como hizo con esa pobre gente de la que hemos oído.

—Bueno, escucha —empecé yo; y volví a contar mi aventura, relato ante el cual pareció horrorizarse.

—¿Y tenías el amuleto junto a ti? —preguntó, con inquietud.

—No, lo había metido en un jarrón de porcelana en el saloncito; pero, desde luego, esta noche lo tendré conmigo, puesto que tú tienes tanta fe en él.

A esta distancia en el tiempo no sabría decirte, ni siquiera comprender, cómo superé mi horror tan eficazmente como para acostarme sola aquella noche en mi habitación. Recuerdo distintamente que prendí el amuleto de mi almohada con un alfiler. Me quedé dormida casi inmediatamente, y dormí toda la noche incluso más profundamente de lo habitual.

También pasé bien la noche siguiente. Mi dormir era deliciosamente profundo y sin sueños. Pero me desperté con una sensación de lasitud y melancolía que, sin embargo, no excedía un nivel en que resultaba casi voluptuosa.

—Bueno, te lo dije —dijo Carmilla, cuando le describí mi tranquilo sueño—. Yo misma he tenido esta noche un sueño delicioso; prendí el amuleto del pecho de mi camisón. La noche anterior estaba demasiado lejos. Estoy absolutamente segura de que todo era fantasía, excepto los sueños. Yo pensaba antes que los malos espíritus hacen soñar, pero nuestro médico me dijo que no es cierto. Es tan sólo que pasa una fiebre, o cualquier otra enfermedad, cosa que sucede a menudo, según él dice, y llama a la puerta, y, al no poder entrar, sigue adelante, dejando detrás esa alarma.

—¿Y qué piensas que es ese amuleto? —pregunté.

—Ha sido ahumado o sumergido en cierta droga, y es un antídoto contra la malaria —respondió ella.

—Entonces, ¿actúa tan sólo sobre el cuerpo?

—Claro; ¿no supondrás que los malos espíritus se asustan de unos trocitos de cinta, o de los perfumes de la tienda del droguista? No, esos males que vagan por el aire empiezan por poner a prueba los nervios, y de este modo infectan el cerebro; pero antes de que se apoderen de una, el antídoto los repele. Estoy segura de que es, esto lo que ha hecho por nosotras, el amuleto. No es nada mágico, tan sólo natural.

Yo hubiera sido más feliz si hubiera podido estar completamente de acuerdo con Carmilla, pero hice cuanto pude, y la impresión estaba perdiendo parte de su fuerza.

Dormí profundamente durante algunas noches; pero cada mañana sentía la misma lasitud, y todo el día pesaba sobre mí una languidez. Me sentía una muchacha cambiada. Se deslizaba en mí una extraña melancolía, una melancolía que no hubiera querido interrumpir. Empezaron a abrírseme confusos pensamientos de muerte, y cierta idea de que estaba decayendo lentamente tomó posesión de mí de un modo suave y, de algún modo, no desagradable. Aun siendo triste, el tono mental que esto provocaba era también dulce. Fuera lo que fuera, mi alma lo aceptaba.

No admití estar enferma, no consentí en decirle nada a mi papá, ni en mandar a buscar al médico.

Carmilla sentía por mí más devoción que nunca, y sus extraños paroxismos de lánguida adoración se hicieron más frecuentes. Me acariciaba con ardor creciente a medida que mi fuerza y mis ánimos se desvanecían. Eso me producía siempre una impresión semejante a un destello de locura.

Estaba yo entonces, sin saberlo, en un grado notablemente avanzado de la más extraña enfermedad que ningún mortal haya sufrido jamás. Había en sus primeros síntomas una inexpresable fascinación que me reconciliaba más que de sobra con el efecto incapacitador de esa etapa de la enfermedad. Aquella fascinación aumentó durante un tiempo, hasta alcanzar cierto punto a partir del cual se mezcló en ella, gradualmente, una sensación de lo horrible que fue profundizándose, como verás, hasta decolorar y pervertir todos los aspectos de mi vida.

El primer cambio que experimenté era más bien agradable. Se produjo muy cerca del punto de inflexión en que empezaba el descenso hacia el Averno.

Me visitaban durante el sueño ciertas sensaciones difusas y extrañas. La que prevalecía era la de ese agradable estremecimiento peculiar que sentimos al bañarnos, moviéndonos contra la corriente de un río. Pronto se vio acompañada por sueños que parecían interminables, y que eran tan vagos que nunca podía recordar sus escenarios y personajes, ni ninguna porción coherente de su acción. Pero me dejaban una impresión terrible, y una sensación de agotamiento, como si hubiera atravesado un largo período de grandes esfuerzos mentales y peligros. Después de todos esos sueños me quedaba, al despertar, el recuerdo de haberme encontrado en un sitio casi totalmente oscuro, y de haber hablado con gente a la que no podía ver; y, especialmente, el de una voz clara, femenina, muy profunda, que hablaba como de lejos, lentamente y produciéndome siempre la misma sensación de solemnidad y miedo indescriptibles. A veces sobrevenía una sensación como de si una mano se deslizara suavemente por mis mejillas y mi cuello. Otras veces era como si unos cálidos labios me besaran, haciéndolo más larga y amorosamente al llegar a mi garganta; pero ahí la caricia se inmovilizaba. El corazón me latía con más fuerza, mi respiración subía y bajaba rápidamente en fuertes jadeos; venía un sollozo, que crecía en sensación de estrangulamiento, y se transformaba en una terrible convulsión en la que me abandonaban los sentidos y caía inconsciente.

Habían pasado tres semanas desde el comienzo de ese estado inexplicable. Durante la última semana, mis sufrimientos se habían reflejado en mi aspecto. Me había puesto pálida, tenía los ojos dilatados y oscurecidos por debajo, y la languidez que había sentido durante todo ese tiempo empezó a mostrarse en mi semblante.

Mi padre me preguntaba a menudo si estaba enferma; pero, con una obstinación que ahora me parece inexplicable, persistí en asegurarle que me sentía perfectamente.

En cierto sentido, esto era cierto. No me dolía nada, no podía lamentarme de ningún desorden corporal. Mi mal parecía afectar a la imaginación, o a los nervios, y, aun siendo horribles mis sufrimientos, los mantuve en profundo secreto, con una reserva morbosa.

No podía tratarse de ese mal terrible que los campesinos llamaban el upiro, hacía ya tres semanas que lo padecía, y ellos estaban enfermos raras veces más de tres días hasta que la muerte venía a poner fin a sus miserias.

Carmilla se quejaba de sueños y sensaciones febriles, aunque en absoluto de una especie tan alarmante como los míos. Digo que los míos eran extremadamente alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi condición, hubiera pedido de rodillas ayuda y consejo. Obraba en mí el narcótico de una influencia no sospechada, y mis sensaciones estaban entorpecidas.

Voy a contarte ahora un sueño que condujo inmediatamente a un extraño descubrimiento.

Cierta noche, en vez de la voz que estaba acostumbrada a oír, oí otra, dulce y tierna, y al mismo tiempo terrible, que me dijo: «Tu madre te advierte que te protejas de la asesina». Al mismo tiempo surgió inesperadamente una luz, y vi a Carmilla, erguida, junto al pie de mi cama; con su camisón blanco y bañada, desde la barbilla hasta los pies, de una gran mancha de sangre.

Me desperté con un chillido, poseída por la sola idea de que Carmilla estaba siendo asesinada. Recuerdo que salté de la cama, y mi siguiente recuerdo es el de encontrarme en el pasillo, gritando en petición de auxilio.

Madame y Mademoiselle acudieron precipitadamente, saliendo, alarmadas, de sus habitaciones; en el pasillo había siempre una luz encendida, y, al verme, no tardaron en conocer la causa de mi terror.

Insistí en que llamáramos a la puerta de Carmilla. No recibimos ninguna respuesta. Aquello se convirtió pronto en un vendaval de aporreamientos y gritos. Chillábamos su nombre, pero en vano.

Nos asustamos todas, porque la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos, llenas de pánico, a mi habitación. Allí hicimos sonar la campana, larga y furiosamente. Si la habitación de mi padre hubiera estado en aquella parte de la casa, le hubiéramos llamado de inmediato en nuestra ayuda. Pero, ¡ay!, estaba totalmente fuera del alcance de nuestros gritos, y llegar a él implicaba una excursión para la que ninguna de nosotras tenía valor.

Algunos sirvientes, sin embargo, no tardaron en subir corriendo las escaleras; yo me había puesto entretanto la bata y las zapatillas, y mis compañeras estaban ya ataviadas del mismo modo. Al reconocer las voces de los sirvientes en el pasillo, salimos todas juntas; y, tras renovar infructuosamente nuestras llamadas a la puerta de Carmilla, ordené a los hombres que forzaran la puerta. Eso hicieron, y nosotras, que sosteníamos en alto nuestras lámparas en la entrada, miramos dentro de la habitación.

La llamamos por su nombre; pero seguía sin haber respuesta. Miramos por toda la habitación. Todo estaba en su lugar, en el mismo estado en que yo lo había dejado al darle las buenas noches. Pero Carmilla había desaparecido.