OTRA CARTA


Henos aquí de nuevo, María, otro verano, que te han salido hongos en las axilas. Según el doctor Soberón, nuestro querido médico y amigo, hombre circense y ferroviario, hombre solitario y lleno de amistades, esas manchas blancas en tus axilas (ausencia de color, más que mancha) no son sino hongos de los que se cogen en la piscina de julio (estamos en julio del 86), incluso en la piscina de casa, y luego las cultiva el sol cuando tú te tiendes a tomarlo. Nada más que dos interrupciones en la coloración sombría de tu piel, un amago de mapa para orientarse en el laberinto uliseico de tu axila, pero a mí me hubiese gustado, María, que fuesen hongos de verdad, que reflorecieses de plantas misteriosas en una segunda o tercera juventud adulta.

Estamos en la edad, María, en que participamos tanto del vegetal como del mineral como del animal. Estamos en la edad que nos reconcilia dulcemente con los metales nocturnos y las floraciones anónimas. Esto debe ser que la tierra empieza a reconocernos como suyos, María.

Pero he aquí otro verano, desde mi larga carta anterior, he aquí otro julio como una armadura de oro para nuestras vidas nada guerreras (sobre todo la tuya, vida que vive en la paz).

Me gustaría escribirte una carta cada verano, tuyo o mío, tuyo y mío, de los dos, pues luego seremos tú o yo, pero no esa persona que consta de hombre y mujer, y que William Blake llamaba ya Ángel.

Lo de la micosis, ya te digo (lo dice el doctor Soberón), se quita con una pomada, aunque los hongos dan mucho la lata. El motor de la piscina se ha quemado, con lo que me vuelvo unos días a Madrid, María, ya que aquí no puedo bañarme: no se renueva el agua. Es inútil, María, que aceptemos nuestro destino, el destino de la especie, y nos retiremos a nuestro moridero de elefantes antes de tiempo. Otra ironía de la vida (la vida no es sino irónica y lírica) consiste en que no le permite a uno retirarse cuando quiere, no le permite a uno la lucidez, sino que nos retira cuando quiere ella. Ahora que habíamos planeado dos o tres meses de retiro, de muerte vivísima entre la rosa barroca y la parra virgen, ahora vienen los viajes, tirando de nosotros, las invitaciones, las fiestas, las atenciones, los recuerdos de una sociedad que nunca nos había olvidado, pero que nos olvidará en seguida, al día siguiente de la muerte del Ángel, María. Lo dijo el escritor y lo repito (quizá va en la carta anterior, del año pasado), pero no recuerdo qué escritor, o recuerdo demasiados: «Cuando un hombre y una mujer se han querido verdaderamente, lo que resta de ellos es un Ángel.»

¿Y por qué no dejan al ángel tranquilo en su palomar de ángeles, María? El doctor Soberón es de Burgos, hizo la carrera de Medicina en Valladolid (le gusta mucho evocar su Valladolid estudiantil, que fue el mío), practicó en Madrid y luego se fue por el mundo —por el mundo entero— con el circo de La Ciudad de los Muchachos. En el circo, Soberón hacía de médico, de veterinario para las dulcísimas panteras, y hasta de payaso.

Soberón es un castellano más ancho que largo, congestivo de cara, fuerte de tripa, bueno de alma y persistente de palabras y propósitos. Le gustan el jamón de jabalí, las meretrices menores de edad y los viajes por la Renfe. Con el doctor Soberón jugamos al parchís y hablamos de nuestras enfermedades. El doctor tiene nuestra edad, más o menos. Siempre me ha gustado hablar con los médicos, María, tú lo sabes, como quizá me habría gustado ser médico, el médico de mí mismo (otra aberración de mi incurable egotismo), porque en la sutil concatenación de las cosas del cuerpo entreveo lo que los antiguos llamaban alma. El alma no reside en este órgano o el otro, como creían los antiguos. Alma, en todo caso, sería esa sutil cristalografía simétrica por la cual no sólo estamos vivos, sino que tenemos sentido.

La naturaleza se va dando sus leyes a sí misma, o hace ley de la costumbre de vivir. No hay otra certidumbre, me parece, María. Lo de los hongos, ya digo, te va a dar un poco la lata, pero no es peligroso. Lo que me gustaría es que te saliesen hongos de verdad, como a una bella del Bosco.

Eres una en el campo y eres otra en la ciudad, María. Necesito volverte a la amistad de los árboles, a la eternidad de la hierba, a un cielo lleno de perros y de urracas, donde tan dulcemente estamos, para que vuelva a aflorar en ti, para que vaya aflorando despacio la que realmente eres, no crispada, ya, de ciudad y perspectivas. Hay gente que en seguida hace amistad con los árboles y hay gente que no.

Como con los animales.

Fuiste niña de dehesa, María, fuiste una aparición entre las jaras: algún profesor de dibujo te pintaría en el papel de la Virgen (no sé si lo he contado ya aquí). Fuiste niña de campo, más que de pueblo, y eso te da una naturalidad zamorana para tratar con los arándanos y las flores sin nombre, a las que aún no ha llegado la floricultura.

El jardín te hace suya, se apodera de ti (yo siempre seré un lector liminar del jardín, ay), y lo verde abre sus salas para tu descanso y tu labor. Lo de los hongos ¿sabes? es pesado. No tiene importancia, pero es pesado. Tú date la crema, que en esto de los frascos eres muy inconstante (y en otras cosas), y cuando el médico manda un frasco, hay que tomárselo hasta el final. A medida que tu cuerpo es menos espada, tu inteligencia lo es más, o tu palabra, y de pronto haces cortes en la conversación que me dan un poco de miedo, como si saliese de ti otra más cruda y afilada, otra que habías escondido hasta ahora. Pero no la escondías, sino que eres tú misma, en tu penúltima y mejor edición.

Te miro todavía en tus juegos de infancia, la raya, la tiza, el marro, todo eso, te veo saltando sobre un solo pie, como veo a las niñas de ahora mismo, y pienso que es inquietante seguir una vida desde casi el principio y ver en qué para. Cualquier vida. En tu caso, el resultado es tan brillante y deprimente como en cualquier otro. Pero el resultado es lo de menos. Cuenta, sólo, la entidad lírica que el tiempo ha hecho de ti, la manera que ha tenido el tiempo de ir tomando tu forma.

El motor de la piscina se ha quemado. O lo devuelven pronto del taller o el agua se pudrirá y no podremos bañarnos. Los plátanos y los cipreses nuevos parece que van agarrando. También los nuevos sauces, aunque el sauce es más lento. Eres, sí, una en el campo y otra en la ciudad. El campo te devuelve a tu leyenda de jaras. Te hace legendaria e infantil al mismo tiempo. (Cuando no te da por trabajar la tierra como una pionera.)

Aquí estamos, María, litografiados por otro verano, buscándonos en viajes, perdiéndonos en fiestas, compartiendo el jardín como un niño y una niña compartirían un libro de botánica.

Te quedas por las noches ordenando la casa, dispones las corrientes, distribuyes el frescor.

Estando ya mi casa sosegada. Enciendes las luces del jardín y entornas ventanas, persianas, puertas, cancelas. La música callada, la soledad sonora. Puede que el matrimonio se transforme con los años, María, en un misticismo.

En par de los levantes de la aurora. En par de los levantes de la aurora, yo, que me acuesto más temprano y me levanto más temprano, encuentro la casa fresca, transida de noche, a las siete de la mañana, y comprendo todo lo que ha dispuesto tu mano, ahora dormida.

Yo no creo que la mujer sea buena, claro, porque eso nos llevaría a concluir que el hombre también es bueno, que la sociedad es buena, y por ahí sí que no. Yo, lo que creo, es que toda convivencia ahíla, afina, profundiza, desmenuza, mejora. En la larga, larguísima convivencia se llega al bien casi absoluto o al mal casi absoluto. «Casi», sí, tampoco enfaticemos. Nosotros, como supongo que todos los matrimonios, estamos llegando al mismo tiempo al bien y al mal absolutos, María, de modo que nuestro matrimonio es un infierno, como todos los matrimonios, pero también es un paraíso. Ya ves.

Desde que dormimos separados, te despierto, prudentemente, en tu cuarto breve y verde, que fuera infantil, interrumpiendo tu sueño, interrumpiendo tu vida otra, que no tengo derecho a interrumpir, pero es que necesito que me preparen un desayuno.

Soy un coñazo, ya lo sé, quizá. Pero el ser un coñazo es mi forma de existir y de afirmarme, María, de modo que la palabra callejera adquiere aquí una significación inesperada y casi noble. Noble, no por referida a mí, naturalmente (en ningún momento he querido decir que yo sea un noble coñazo). Noble por cuanto soy (y eres) el coñazo que nos da la vida, el coñazo/contraste sin el cual estaríamos solos. Como cuando me lo das tú a mí.

Más que culpable de amores y amoríos, por ejemplo, soy culpable, a estas alturas, de leyenda y sospecha, y eso has aprendido a llevarlo tú, entre la indiferencia y la maternidad, como diciendo a los demás: «Dejadle que viva su vida, que juegue a sus juegos: es un niño.» No me proponía escribir la anatomía de un matrimonio (nada más lejos de mí que los manuales didácticos), pero va saliendo. Ay.

¿Es que sólo puede haber, ya, didactismo entre tú y yo? Volvemos de un viaje y encontramos que el taller no ha devuelto el motor quemado de la piscina. ¿Y cuándo podré bañarme? Me aconsejas y me desaconsejas al mismo tiempo el agua estancada de tres días. En pocas palabras, me dejas hacer lo que me dé la gana. Y te quedas, por la noche, ordenando la casa, mientras duermo. Estando ya mi casa sosegada.

El invierno, María. Hay un invierno y un muerto entre estos dos veranos, entre estas dos cartas. Todo invierno trae su muerte dentro. El muerto, en este caso, traía dentro su invierno. Tu padre.

Tu padre. Le recuerdo en aquella calle larga, estrecha y popular, llegando a caballo, capitán de los últimos cincuenta. Venía de caza o de maniobras. Un soldado le tomaba el caballo de las riendas. Él entraba en casa, en su casa, en vuestra casa, y el soldado, el asistente, se iba con el caballo, un poco como llevándose, de las riendas, la tarde de verano.

Le recuerdo retirado, le recuerdo de paisano, siempre con una distancia cordial entre él y yo. Y le recuerdo, sobre todo, cuando vino este invierno, al hospital, operado ya, voluntarioso y abrigado, decidido a vivir, pateándose Madrid, hablando con la gente, con los desconocidos, comprándose una gorra en la Plaza Mayor. Era como un falso vivo, lleno del optimismo del querer vivir, tan comunicativo en las tabernas, pasado cada mañana por las máquinas frías, lúcidas, metálicas, del hospital.

Desde las ventanas de su cuarto, miraba Madrid con unos prismáticos, como si lo fuese a tomar. Siempre militar y siempre niño. Y algunas veces, cuando lo traíamos aquí, al campo, en invierno, paseando solitario por el frío, dando patadas a las piedras, observando árboles poco amistosos, contándonos, junto a la chimenea, remotas cacerías en las que fue feliz con la camaradería de los hombres de acción, siempre más directa que la supuesta camaradería de los intelectuales. Tenía los ojos vivos y negros, la cabeza redonda y enérgica, la voz familiar, la conversación fácil. Fuiste a verle morir, ya casi en primavera, y volviste ungida de otra muerte, la segunda en tu vida (la tercera, claro, será la mía).

La primera muerte, muchos años antes, te dio como una fría serenidad, una paz dura. Esta segunda muerte, tan reciente, te ha puesto ya al cabo de ti, te ha echado fuera de la casa de tu vida, de tu cuerpo, y cuidas los rosales, alimentas a los pájaros, reconduces el agua en la piscina como si la muerta fueses tú: quiero decir, con una secreta distancia entre ti y las cosas, distancia que sólo yo percibo, distancia de la que, quizá, ni siquiera tú eres consciente. Pero irás, como entonces (espero) aboliendo esa distancia, fundiéndote con el agua y la fruta como ya he dicho en este libro, recuperando el mundo ciruela a ciruela, a partir de la muerte, de una muerte.

Eso es lo que observo en ti cada día, este verano, lo que anoto por detrás del sueño. La lenta incorporación de una criatura —ya no una niña, por cierto—, su nueva habituación a la vida, la reconstrucción del mundo, a partir de la nada que es la muerte, que hacen tus manos pequeñas, fuertes y débiles, tan extrañas ahora para mí. Cómo vas recuperando el presente, hoja a hoja, venida tú de tan lejos, venida de haber muerto con tu padre. O cómo el mundo (ya lo he dicho en esta carta) te va tomando con elegancia verde, te va seduciendo con delicadísimos oros, con sigilosos melones, con el presente del agua o la ofrenda del aire.

Un invierno, María, un invierno y un muerto entre estas dos cartas, entre estos dos veranos. Pasa siempre. Y vas y vienes, silenciosa de gasas moras, con un recipiente en la mano, como a no sé qué ofrenda.

Pero es sólo cloro para la piscina.

En el coche, María, en el coche, este invierno o el otro, de noche, siempre de noche, tú al volante, en el coche que ahora llevas, silencioso y deslizante, demasiado veloz para mi gusto. O para mi disgusto. ¿Qué fue del viejo citroen GS, que tanto tiene que ver conmigo, y del que tanto he hablado en este libro? Un día, una de las pocas veces que lo sacabas, te diste contra otro coche. La Mutua, las broncas telefónicas, los papeles, y el viejo citroen GS, abollado en el garaje de casa, con un gesto de frustración definitiva en el morro, María.

De modo que corremos o corríamos en este otro coche, de marca demasiado mundana, para mi gusto, y cruzamos pueblos dormidos y campos despiertos de luna, repentinos cines, bancos de niebla, climas, tiempos, comarcas, sitios donde la gente, quizá, es feliz de día, y sitios donde se ve que todo el mundo es profundamente desgraciado, incluso en sueños, gasolineras insomnes, zocos de nada, vísperas, aldeas, y llevas el volante con una seguridad que siempre me sorprende, y es cuando hablamos de las cosas de la vida, que la velocidad ayuda a la conversación, o no hablamos de nada y, como lo tenemos todo hablado, comentamos películas recientes, yo te cuento lo que se te ha olvidado de la trama, te confieso que me he enamorado un poco de la estrella, y tú das tu opinión, siempre más sensata y concreta, no condicionada por la cultura, lo que la hace, precisamente, una verdadera opinión cultural.

Siempre digo que, literalmente, eres «el hombre de la calle». Las feministas lo entienden mal, claro, o no lo entienden. Les parece peyorativo. Pero cuando los políticos hablan al/del hombre de la calle, está claro que no tienen intención peyorativa, porque lo que quieren son votos.

Digo que eres el lector puro, el espectador puro, no condicionado por tabúes ni actualidades culturales. Y por eso a veces te leo un texto mío, recién escrito, artículo de periódico o capítulo de libro en marcha, y tus observaciones siempre son desconcertantes y certeras porque pertenecen a otro orden de cosas, al orden de las cosas. Son objeciones que a uno jamás se le habrían ocurrido, pero que están bien: vienen del mundo concreto y preciso del lector, que valora un libro como una empanadilla. Hay que saber si está fresco o no está fresco. Seguimos viajando en la noche, y en estos largos viajes, sobre todo en invierno, largos o cortos, es cuando más hablamos ¿te das cuenta, María?

El coche y la velocidad crean dobles complicidades, y mientras este automóvil, esbeltísimo zapato, devora distancias, yo pienso (no puedo evitarlo, María) en el viejo citroen GS que está allí, en casa, en el garaje de Madrid, me parece, con su morro torcido, y que quizá nunca más viajará ni devorará el viento en largas rebanadas de oro de luna y humo. De la vida sólo queda, María, un rastro de chatarra, que un día fue el oro luciente de nuestra actualidad.

Pueblos dormidos, subitáneos cines, urbanizaciones como geometría de luna, campos de humo, árboles del cielo, una casa solitaria en la llanura, con una luz en la esquina, para qué.

¿Y adónde vamos, María? Estamos en esa edad en que, cargado el ayer de condecoraciones verdinegras, pululante el mañana de cementerios, se debe vivir el hoy, vivir al día, sin proyectos ni ensueños. ¿Y de qué hablar, entonces? De una película, de cualquier película, que es la última que hemos visto. Claro que el cine es otra vez la vida, pero una vida convencional, distanciada, María, de la que «estamos de vuelta».

Una película, a cierta edad, es una novela que leemos juntos, como lo hubiéramos hecho de novios. Y ese comentario, esa glosa a la falsa vida de la película nos evita comentarios a la vida real, mucho más pobre, pues que no ha sido elaborada por el arte. El coche, en tanto, llevando nuestra charla dentro, cruza inviernos, veranos, curvas, puentes, rebaños de silencio, y los rediles del humo y un neón verde y una casa de pueblo, sola en el campo, que en seguida se queda envuelta en distancia, en lejanía, y que me angustia, ay, como nuestra propia casa.

El magnolio, el magnolio, manos que caen, manos que se desprenden, hay manos por la hierba, hay palomas de olor en lo alto del magnolio, y un gigante tendido se debate bajo el cielo, con los ojos de agua y la espalda tapando todo el mes.

El magnolio, el magnolio, tigres muy meditados por la luz, muebles que van hacia la lenta e inútil transformación en piano. Hombres fugaces pasando entre lo verde, bajo la ausencia de cielo, cuando julio o la muerte. Vienen caminos de piedras muy menudas hasta la cancela rendida de tu pecho, y los ejes del día, tan visibles, cuando la hierba muestra su revés salvaje, cuando el sol es un motor parado que no mueve este barco, que no hace avanzar el día, y las metáforas salen del viejo frigorífico, como muchachas frescas, y en la despensa madura verdemente el cadáver de tanta mermelada.

El magnolio, el magnolio, criaturas que existen sólo porque despiertan, tesoro de joyas frías en lo negro del dolor, cadáveres de palabras tras el fragor del día, la pastilla que tomas, el planeta lentísimo en que duermes, toda la noche es ya un magnolio sumergido en el cielo, hay monedas de sangre que dejara el día errante y en tu infantil alcoba acecha la bondad como mujer de luna o voces blancas del coro del silencio de las cosas.

¿Por qué te escribo esta carta, estas cartas, María? Quizá para decirte lo que nunca nos hemos dicho. O para no decírtelo. La palabra clave va siempre al principio, no al final. Al final, es ya una palabra retórica.

El género epistolar fue un género literario. Hoy ya no lo es. La novela epistolar del XVIII/XIX se anticipa al monólogo interior. También hay un tipo de narración escrito en segunda persona. Es un tono que ya de entrada queda lírico. (Los poetas se citan mucho a sí mismos en segunda persona.) El lirismo lo da ese pequeño distanciamiento, claro. Pero aquí funciona la segunda persona de verdad, esto es una carta. Tú no eres una segunda persona retórica.

El escribir en segunda persona, como el utilizar directamente el género epistolar (en una sola dirección, en dos o en varias), resuelve, entre otros problemas literarios, el muy fundamental del punto de vista. ¿Cuál es el punto de vista del narrador? Balzac es ambiguo porque utiliza el punto de vista de Dios, habla en omnipresente supremo. Pero no respeta el punto de vista que ha elegido (o ni siquiera lo ha elegido: le ha venido dado), de modo que se traiciona continuamente opinando y presagiando como tal autor. Bien, aceptamos que es el autor el que narra. ¿Y cómo conoce el autor la intimidad de todas las almas? Ya tenemos que muchos de sus personajes son muñecos. Balzac es el serrín de muchas psicologías novelescas.

Flaubert decide acabar con este desorden y dicta la desaparición del narrador, utilizando asimismo un estilo eficaz, pero impersonal, para dejar que la novela crezca sola, como un árbol. Pero en la portada va su nombre, luego todo es un artificio, y acabará confesando que madame Bovary es él.

Proust resuelve genial y sencillamente el problema, para toda la novela moderna: elige el punto de vista subjetivo, el punto de vista del narrador, y sólo nos contará aquello que haya visto y vivido personalmente, más lo que racional o intuitivamente haya podido deducir, tanto en el orden psicológico como en el poético. Sólo al principio de su obra, con los amores de Swann, Proust se atiene a lo que ha oído, a lo que le han contado, y la historia de Odette/Swann, para ser una historia de oído, resulta demasiado minuciosa. Proust tiene buen cuidado en advertir a Sainte-Beuve, y a todos los lectores, que el yo del narrador no es el Yo personal del novelista. Y esto no es un mero enmascaramiento: en efecto, el yo que se pone a narrar deja de ser el yo cotidiano. Dice Wilde que la escritura no es un acto real.

Pero, aparte estos avales literarios que obligan a elegir un punto de vista (y yo he elegido el del corresponsal), lo cierto es que, desde nuestras cartas de novios, yo no había vuelto a escribirte una carta, María. De modo que se juntan aquí la elección literaria y la necesidad comunicacional. Empecé este libro/carta dispuesto a decirte todas las cosas que no te he dicho nunca, buenas y malas, y me parece que voy a terminarlo sin haberte dicho ninguna. Quizá la literatura no sea sino un remedio contra la timidez. Uno escribe y escribe, y tampoco dice lo que tenía que decir, pero resulta que ha hecho un libro.

Y lo cierto es que me encuentro a gusto en el género epistolar. A gusto, no sólo literariamente, claro (por aquello de haber resuelto el punto de vista), sino «existencialmente», que decíamos cuando entonces ¿te acuerdas? Me comunico contigo diciéndote otras cosas, aunque no te diga lo que tenía que decirte, o aunque ello vaya diluido en lo demás. Y, sobre todo, te digo a ti. Te digo, María, te expreso, te acoso con flashes continuos, inesperados, sombra y luz, alegría y silencio, tristeza, todo. ¿Será esta carta una novela? ¿Qué es una novela? ¿Y qué no es una novela? ¿Y qué se me importa a mí? Hay un género apasionante, o una manera apasionante de trabajar, que no sé si he inventado, y que consiste en asediar a una criatura muy conocida, mediante una rueda de instantáneas literarias. No es la manera lineal de narrar, sino una manera circular, recurrente. Se trata, asimismo, no tanto de contar lo que el personaje hace, sino mejor lo que no hace. Algo de esto hay en Azorín, pero a aquel señor le fallaba la prosa y la imaginación. Así he hecho algunos de mis libros (los míos mejores, María).

De modo que esto es una carta, una novela en segunda persona y un experimento literario nuevo, aunque no en mí.

El acoso, el acecho de un personaje en múltiples instantes de su vida (preferentemente en los poco significativos), nos da la inmediatez y la emoción de una vida. Por el personaje en quietud es por donde más y mejor se ve pasar el tiempo, como el río por un puente. Esta sucesión de calas en una intimidad o una exterioridad humana resulta más apasionante para mí que los sucedidos minuciosos de su amor o su adulterio. No se trata, claro, de captar al hombre esencial, que no existe, sino al hombre temporal. Los pequeños movimientos sin éxito me dan tu existencia mejor que tus grandes momentos (en toda existencia los hay).

Pero tanta preceptiva literaria no tiende sino, nuevamente, a eclipsar el carácter íntimo e intimista de esta carta privada y pública, donde no te digo nada y te lo digo todo, donde prefiero narrarte o fotografiarte a explicarte. A fin de cuentas, un homenaje, María. Uno de los últimos que puedo hacerte ya. Y un penúltimo intento por fijar en mí (y/o en el libro) el lirismo de una vida, la tuya, que es el espectáculo callado del ser incendiado lentísimamente por el tiempo.

Sólo el sueño y el sexo son retornos. Sólo el sueño y el sexo, María. En el sexo y en el sueño gimes, de pronto, con el quejido rompedizo de la adolescencia, de la infancia. La niña sale de la mujer mediante el sexo o el sueño. Dos recuperaciones de lo que eternamente busco en la mujer y en mi mujer: la infancia.

Han llamado temprano esta mañana, María, por teléfono, mientras yo empezaba a escribir esto, reclamándote de tu trabajo. Y me he quedado a solas, en una soledad de hortelanía y de agua que tiene, queramos o no, el perfume y el clima sentimental de la mujer, ya que la mujer, desde la prehistoria o subhistoria, se ocupó del lar, sin duda por las crías. Quedarse en poder de los árboles y la clausura del cielo es quedarse en poder de la mujer, porque éstos son sus reinos naturales, porque ella reina en lo fijo como el hombre preside la velocidad. (Y no voy a hacer ahora ensayismo light sobre la inversión de papeles, o roles, como dicen indeciblemente los psicoanalistas argentinos.)

Hay violencia en Madrid, María, como tú sabes. Han matado a nueve guardias civiles. Quiere decirse que nuestro aislamiento es precario, que nuestro tiempo puede arder por cualquier parte, que nuestro espacio está comunicado con el antiespacio de la muerte o la violencia.

Lo malo de la vida es que no nos deja tregua para la decepción, María. Se pasa directamente de la felicidad a la desesperación. Con lo que a mí me gustaría estar, sencilla y plácidamente, decepcionado. A veces, abandonamos la noche del campo como se abandona un palacio, y bajamos a la ciudad para cualquier fiesta banal. Y qué apremio interior, en la fiesta, por volver a mi palacio de nada, a mi silencio y mi sombra. Todas las fiestas, ya, son ferias, María, a cierta edad. Ferias de ganado humano y poco más. Tú me entiendes.

Un viento fresco y blando, de mediados de julio, mueve riquezas de luz y sombra en el cielo, en el agua, en el jardín. Los gatos duermen su noche diurna. Espero que vuelvas pronto de Madrid. He desayunado un vaso de agua con hielo y unas gotas de anís. Cómo perfuma el anís frío, cómo punza la blancura de su olor. Tierno Galván me regalaba Machaquito. Otros me regalan Chinchón. Pero también se pueden consumir marcas peores. El anís huele a infancia feliz y novia de pueblo. Y el caso es que yo no tuve tina infancia feliz ni una novia de pueblo. ¿Qué proustianismos, entonces, despierta en mí? Quizá, sencillamente, el de los caramelos o los cigarrillos de anís. El anís huele y sabe, en cualquier época, al tallo mismo de abril. Como tu pelo, María, en la cama, huele en todo tiempo a jara y a una como Zamora agreste que está más en ti que en Zamora. Sólo el sueño y el sexo son retornos, María: y el perfume.

(El escribir a ciegas, contra nada y contra todo, contra la Nada, el escribir como yo, hoy y ahora, a las once y cinco de la mañana, a la sombra del sol de julio, porque la escritura, María, quizá también es un retorno. ¿Retorno a qué? Al tiempo de la infancia en que aprendimos a escribir, en que aprendimos las letras y nos fascinaron como las más esbeltas hormigas de ese hormiguero que es el pensamiento del hombre. Ayer estuve en casa de Otero, a mediodía, en el jardín, viendo cómo le hacía el busto, en barro, con destino en el bronce, a un rico nacional. Pese al obligado realismo, Otero trabajaba la materia con violencia, con pasión, con toques rápidos, más de la imaginación que de la mano. «Me gusta tanto esta cabeza de este hombre, Paquito, que a lo mejor luego le hago otra para mí, distinta y creativa.» Porque el viejo tiene ya en sí la muerte, instalada, y esa dubitación entre la vida y la muerte es lo que hace apasionado cada gesto ya desapasionado de un hombre penúltimo. Otero quiere hacer con ello algo más que la fotografía en bronce que se le pide.

Junto al prócer, una enfermera de paisano. El tipo hace como que lee el ABC [no creo que sea capaz de leer nada], y no necesita posar, porque viene posando ya de muerto, involuntariamente, desde hace mucho tiempo.

Ver trabajar a un artista, incluso a un artista tan familiar para mí como Otero Besteiro, sigue siendo apasionante. Esto está mucho más cerca de la creación que la literatura. Cuando los escrituristas escribieron que Dios había hecho al hombre del barro, seguramente conocían ya los trabajos en barro de las primeras civilizaciones.

Los textos celestiales están sacados de la tierra, y no al revés. Por la tarde, cuando yo estaba durmiendo la siesta, vinieron aquí a casa, a mi jardín, un mogollón de artistas, flipados, zumbadillos, matados, gente del Madrid joven que me quiere. Hay dos chicas muy jóvenes, una que va de vampi/punky y otra que viene de pelo malva, ojos claros y sexualidad un poco cerdal. Calculo las posibilidades de tirarme a alguna de ellas, pero las veo muy ajenas, pintándose los labios una a la otra. El lesbianismo está mucho más al alcance de la mano —y no sólo latente— que la homosexualidad en el hombre. El lesbianismo es sólo un deslizamiento. La homosexualidad masculina resulta siempre más traumática. Entre los chicos, uno me habla de escultura, otro me habla de la posible/imposible revolución agraria, que quizá es su revolución [sin duda procede del campo] y otro se hace porros meticulosamente. Han dejado en el garaje un descapotable blanco. Les propongo bañarnos todos en mi piscina, desnudos, y, como no aceptan o no se enteran, decido que son unos modernos muy aburridos, o sea que los meto en el descapotable blanco como puedo, uno a uno, y les indico la dirección de Madrid.

Jorge, el escultor, me ha traído un bello retrato mío. Tengo ya tantos que ni siquiera los enmarco. Andan abarquillándose por la casa. Y luego dicen que uno es egotista.

A mí nunca me ha interesado la farra por la farra, sino en función de la mujer, de la presa femenina. Eso de quedarse por la calle hasta las siete de la mañana, para desayunar churros y orujo de un casticismo dudoso, me ha parecido siempre una pérdida de tiempo. O hay mujer o no hay mujer, que tampoco estamos para juglares medievales. No es eso lo que pone en mi carnet de identidad.

De modo que, cuando la farra se me mete en casa, o veo caza segura o los pongo delicadamente en la calle. Uno es un solitario en el sacerdocio de la mujer. Cuando me quedo solo, al fin, veo algunas revistas de actualidad —mayormente buscando temas para los artículos de mañana— y me acuesto a las doce.

He dormido bastante, aunque no muy tranquilo. Suelo soñar que he matado a alguien que ya está enterrado y lo van a desenterrar para probar mi culpabilidad. Un apacible sueño, como se ve. He desayunado whisky con hielo, whisky solo, whisky con agua, whisky. He fabricado un artículo para El País y ahora escribo en este libro, en esta carta a mi mujer, cuyos fundamentos afectivos y literarios me parece que ya quedan explicados anteriormente. Y si no es igual.)

Qué solos nos dejan, María, en nuestro medio siglo, que es como si hubiéramos vivido el siglo entero. Qué solos nos dejan. Ayer vinieron a verme el pintor Ginés Liébana y su hijo Mateo, de nueve años. Con ellos, una pareja joven: un chico y una chica, inesperadamente llamada Erika, ella, de cuerpo blanquísimo y esbelto, graciosamente soso, en un bañador negro y completo. Nos bañamos todos en la piscina. Mateo tenía miedo de las orugas que no había.

Pero qué solos nos dejan, María, en nuestro medio siglo. Luego comimos en el jardín, de una manera informal. Me hicieron unas fotos y Ginés colgó en el salón primero el retrato que me ha hecho, y que me gusta más que el anterior. Ginés es la madurez que sabe aureolarse de jóvenes, como le gustaría a uno mismo. Cuando se fueron, dormí una siesta tardía, con el recuerdo blanco de Erika entre el pecho y la espalda. Y qué solos nos dejan, María, en nuestro medio siglo. Llamadas, menciones, atenciones, visitas, cosas, no son sino el reborde mundano de nuestra soledad. El contraste. A cierta edad, María, un hombre ha vivido todo su siglo. O el anterior. Tú también. Estás joven para el siglo completo que has vivido, y lo digo sin ironía. Estás joven, estoy viejo. Es igual. Estamos. ¿Estamos?

Qué solos nos dejan, María. Me parece haber escrito ya en este libro que el ir envejeciendo es un ir viendo cómo las cosas se alejan, nos quedan cada vez más distantes. También las personas se alejan, aunque nos visiten todos los días.

La vejez es esto, María, esto que llaman la madurez. Lo que viene después, si viene, es muerte en vida. Uno se convierte en un muerto que toma refrescos, pero nada más.

La vejez es esto. Vejez es asistir al propio pasado. Sentir que la soledad es un reúma. Y contra ese reúma no pueden nada los amigos, los honores, las fiestas, las visitas. Qué solos nos deja la soledad, María, en nuestro medio siglo. Sumamos un siglo entre los dos, o más, un siglo viejo en mí, que soy rehén eterno de la memoria. Un siglo joven en ti, que vives al día, casi como la gata. Que ahora mismo coges un tomate del huerto, lo cortas en lonchas, zas, zas, le pones aceite y sal y lo repartes conmigo.

No es viejo el que vive al día. Eres joven porque vives tu día, amor. Te veo de cosa en cosa, de tarea en tarea, siempre atareada, y pienso que el tiempo no te acierta con su cerilla. Yo soy más combustible, ay. Eres joven porque duermes con sueño largo, crees en los insecticidas, te sabes los partos de tus amigas, llevas las cuentas, traes la luz o el agua a la casa, en una faena casi decimonónica, pones o quitas una tuerca, riegas el jardín cuando no viene el jardinero, arreglas la lavadora, mides la pérdida de agua que tiene la piscina, me traes un pétalo grande, oval y blanco del magnolio, para que lo huela. Qué solos nos dejan en nuestro medio siglo. Pero veo, admirado, cómo el presente va tras de tus sandalias, como un alegre perro de oro.

Qué espacios, María, cuando estamos distanciados, qué valles de silencio, qué áridas dimensiones. La nada se hace enorme y profunda entre nosotros. El jardín y el cielo se empozan en esa nada.

Qué distancias, María, cuando estamos espaciados. Las urracas charlotean con más acritud, como si todas las ciruelas estuvieran verdes. Los gatos desaparecen en rincones de humedad y anonimato. La casa es como un castillo saqueado por las huestes del odio. Qué profunda puede ser nuestra separación, qué amargo nuestro silencio, qué mortal nuestra palabra, qué fantasmales y remotos el uno para el otro.

Toda una geografía de la discordia, toda una cartografía de la disensión abre sus paisajes planos y secos entre tú y yo, cuando el silencio se apodera de esta casa. Las habitaciones quedan como más lejos y las conversaciones se hacen imposibles. Quizá retornamos sólo por eso, María, porque el distanciamiento es un destierro demasiado árido, y donde además no hay nadie. Digo yo.

Qué abismos, María, cuando estamos abismados en el odio, qué silencios aislados y espesos, qué cargazón de muerte en cada copa bebida. Esto es lo que más ratifica la pareja, claro (en la que no creo, y que por eso se me hace más evidente en lo negativo). Si no hubiese trabazones, no habría conflictos. Cuando no hay carreteras, las carreteras no se cortan por la nieve o el hielo.

Lo que más me decepciona, en mi volver a la cotidianidad, es mi falta de constancia en el mal. Yo me creía un poco malvado. (Un problema estético, como siempre.)

Tú vuelves de manera más natural, porque tienes mala memoria, y la mala memoria es siempre defensiva, se acoge a los buenos recuerdos, selecciona. El reencuentro no será maravilloso, pero, desde sus serenas azoteas, yo contemplo, retrospectivamente, el paisaje extenso y árido, todavía un poco vigente, del distanciamiento, del odio, del rencor, y casi experimento una nostalgia cruenta y como militar por los tres o cuatro días de silencio, de lejanía, de desertización. He sido el paseante solitario del odio, he consultado mucho los mapas de la soledad, y ahora me cuesta acostumbrarme a la compañía.

Uno ya no sabe, claro, dónde empieza y dónde termina la literatura. Me voy a Madrid, presento una revista comercial, ciento cincuenta mil pesetas por hablar siete minutos, me refuerzo de la manera más elemental: mediante el dinero. Y vuelvo.

El mapa del odio llega a ser intransitable, y entonces lo flexibilizamos de preguntas y confidencias. La interrogación se curva como el agua. El diálogo empieza a tener ondulación de pregunta. Todo ha terminado o todo ha comenzado.

Pero qué crudamente fascinantes, María, las sedientas distancias del rencor. Somos los camelleros de nuestro propio odio. Mas llevamos el oasis en nosotros mismos.

Y por fin veo, María, al cabo de las semanas y los siglos, lo que eres, lo que serás en mi vida: serás mi muerte, es tu sentido último. Avisado ya de ominosas adrenalinas, muy dispuesto para la foto de cadáver, sé que te va a corresponder (lo siento, María) ser el regazo neutro o no neutro de la cabeza que rueda hacia lo negro.

Tú me tomarás el último pulso, María, con el último reloj de la casa, quizá este reloj frívolo, rojo, brillante, que ahora llevo en la muñeca, quizá este radiant sumergible que se baña conmigo todos los días. El reloj, con su caminar de insecto, tiene un segundo entre los segundos de su segundero en que el corazón hace su extrasístole habitual, como retrayéndose para dar un salto. Pero hay un segundo en este segundero de rayitas, unas seis menos cuarto (de la madrugada, probablemente), en que el corazón se quedará agazapado en su bradicardia, y ya no pegará el salto extrasistólico, y tú has de asistir a eso, María, lo siento, y hoy te llamo mi muerte porque de alguna manera tenemos que visualizar la muerte, y ahora la visualizo, como casi todo el mundo, injustamente, en la última persona que nos ayuda, con su vida, a vivir.

A morir. Siempre me he preguntado, María, en los inviernos de trasatlántico que tiene la ciudad, como en estos veranos de verdor acérrimo en que te escribo, cuál es tu significado último en mi vida, el sentido real de tu vida en la mía, o a la inversa. Hoy, de pronto, he sabido que lo sabía hace mucho. Tú estás aquí, desde hace tantos años, casi desde niña, para prepararme el último té con leche, que tomaré casi con normalidad de convaleciente.

Hay una vasija entre las vasijas de nuestra casa (algunas tan bellas, María), que tú me acercarás de prisa para que vomite el alma urgentemente. Tu mano de brevedad y temperatura casi imparcial sujetará mi frente, y yo me moriré tratando de explicarte, a tartajones, cualquier cosa cotidiana, por ejemplo, lo que quiero que me hagas de cena.

Y no te escribo estas cosas, María, por jugar a la autocompasión (qué cansancio) dando un rodeo a través de ti. Te digo todo esto porque, aunque mi muerte no tiene ninguna importancia, eso es lo que te ilumina, retrospectivamente, antes de ocurrir (como el crimen ilumina al criminal, en Shakespeare, antes de cometerlo). Pero lo tuyo no será un crimen, María, sino una obra de amor o desamor. Un deber conyugal. Creo que he dado, al fin, con la clave de tu fascinación. Tú eres, sin duda, la imagen samaritana que tomará la muerte en mi vida.

Que tomará la vida en mi muerte.

Y no creas que es una imagen oscura. Samaritana, ya te digo. Para muerte, eres una muerte estilizada. También lo has sido para vida. De modo que te veo coger el coche, irte a la ciudad, volver, trabajar en el jardín, en el huerto, y ya sé qué es lo que me fascina, agotada la fascinación de la carne. Tú eres mi final, María, mi involuntario final, niña elegida un día para la vida y, por tanto, para la muerte.

A veces, cuando no estás, entro en tu cuarto (he comprendido la poesía de tener habitaciones distintas). Violo suavemente tu intimidad, la revista que has leído la noche anterior, hasta que se te cayó en las aguas del sueño, con la misma naturalidad con que vives. (Yo hubiera anotado con pulcritud la página pendiente.) Fotografías que has hecho y que no te gustan, la lupa de mirarlas, el cuentahílos.

Ropas que huelen a tu perfume y, por debajo, a esa cosa zamorana de infancia y jara que es tu alma. Ese desorden tranquilo en que vives, nada clamoroso ni desesperante. Una revista en la moqueta del suelo, un reloj con la hora equivocada, como lo llevas siempre, una braga desechada (no sé por qué), impecable (hubiera preferido algo más usado, más sígnico).

Tu cuarto de doble cama adolescente huele a juventud y a frutales (duermes con la ventana abierta). Una novela —todavía— de Françoise Sagan: no lo digas en las reuniones de amigos, María, por favor. Ninguna foto familiar. Eso me gusta. Rompe con el pasado sentimental, como yo. Quédate con el pasado lírico, o con el pasado como lirismo. Entre las dos camas, un gran cuadro naïf, suramericano, que nos trajo Manu ¿te acuerdas? Todo es un poco naïf en tu dormitorio, María. Vuelves a la infancia en cuanto te dejo sola. Eso es lo que busco en ti, con desesperación, a través de la mujer que lleva expertas cuentas corrientes. Un día saldrás de tu cuarto naïf, alarmada, hacia mi gran cuarto de muerto. Una noche, quiero decir, perdón.

El escultor se ha vestido de Papa renacentista y ha dado una gran cena en su jardín. Médicos jóvenes y geniales, científicos, mujeres bellas, gatos de lujo, mujeres cachondas, los viejos amores del escultor, que retornan, como retorna todo en la vida —ay cuando las cosas empiezan a retornar, dijo el poeta—, y una adolescente que me observa con curiosidad, cuando no la miro.

«Vivir es ver volver», dijo Azorín. Me gusta el concepto y me gusta la forma. Me gustan esos tres infinitivos, colocados ahí sin pudor fonético, dándole graveza a la frase. Y cuántas cosas han vuelto esta noche, en esta fiesta. La adolescente, cuando yo estaba distraído, me observaba. Era rubia, corriente y muy blanca y fina de piel. A veces me sostenía la mirada. Todavía hay adolescentes que se interesan silenciosamente por uno, en las cenas. Que Dios se lo pague. Que Dios se lo pague a Dios.

Cuando terminamos era la madrugada. Ya hemos pasado al día siguiente, María. Y esto es hoy toda nuestra vida y nuestra doméstica filosofía: pasar al día siguiente.

Tus silencios, María, tus silencios. Sé cuándo estás y cuándo no estás dentro del silencio, de un largo silencio. Tus silencios en la cocina, en el jardín, en el sueño. Dentro del silencio, haces el silencio de la casa más denso y como atareado. Es el tuyo un silencio lleno de sonidos silenciosos: el silencio de la laboriosidad.

No sé imaginar lo que sería el silencio sin ti, el silencio/silencio, el silencio no habitado por una criatura silenciosa. El silencio habitado por una criatura silenciosa, en cambio, es un silencio pleno, una sombra llena de luz.

Te me pierdes en largos silencios, por la casa, abstraída como eres, abstraída en nada y en todo, en la condición de joya que tiene el ajo o en el olor a madre que tiene lo que estás guisando. Mujer de silencios, de largos silencios, en casa y en la calle, conmigo y entre la gente. Y no quiero hablar ahora de los silencios crispados, voluntarios, porque eso no es silencio, sino un parloteo represado y ominoso. En ti como en mí como en cualquiera. Hablo del silencio involuntario, natural, que se produce en ti, de los sucesivos silencios en que vas entrando a lo largo del día, como en sucesivas cartujas femeninas. Andas por los claustros del silencio, haciendo cosas sin ruido, y ese silencio tuyo, laborioso, llena toda la casa y toda la vida de confianza y reposo. Eres el motor callado de lo que se hace y de lo que no se hace. Eres el trabajo menos el ruido.

Domingo de julio, dos menos cinco de la tarde. De la lejana cocina me llegan brisas de almuerzo, mientras escribo. Pero es como si no hubiera nadie en ningún sitio. O como si todo estuviera lleno del silencio que tú expandes. Cuando la casa, cuando la vida está en silencio, sé que es cuando más trabajas. Tu condición misteriosa está en que tu trabajo no se oye, en que lo obtienes todo, luego —una comida, una lectura, una conversación, una ropa planchada—, de las hornacinas de tu silencio. Llenas el silencio repentino del mundo, que es el silencio de la muerte, con tu silencio humanizado, habitado. Duermo y, cuando me despierta el silencio, advierto que es un silencio personal, tu silencio, no el silencio impersonal de la soledad.

Lo que no quisiera, por nada, es entrar en el silencio vacío, en el silencio sin tu ruidoso silencio. En el silencio seco de lo definitivo. Incluso mi silencio letal lo llenarás de hacendoso silencio. No a la inversa. Me hundo con frecuencia en el silencio que haces sonar como un clavicordio, llenando de variantes silenciosas toda la casa. He llegado a creer que esto es el silencio, pero sé que más allá hay otro silencio de inmueble y cocina vacía que no quiero escuchar. ¿Está ya la comida, María?

De un rosa malva, de un malvarrosa, estaba allí, femenina y esbelta, juvenil y prometedora, ingenua e ingeniosa, la bicicleta. La bicicleta en el hipermercado, expuesta, casi abandonada, olvidada, con un cestillo por delante, también rosa, y su ausencia de barra, tan semejante a la ausencia de falo en la mujer. Compramos la bicicleta.

Bueno, pues ahí está, ya tienes una bicicleta para ir y venir con lo del pan y los periódicos, incluso con alguna botella en el cestillo, aunque dices que las botellas saltan mucho, con los baches y las tachuelas gigantes del aminoramiento de velocidad, y con el feo mecanismo de la cadena y el piñón y todo eso. Vas y vienes por el pueblo, por el campo, con tu bicicleta rosa, y resulta que la juventud perdida y buscada estaba en las bicicletas, resulta que una mujer en bicicleta se hace más joven, es más joven, y te veo pasar, ir y venir, siempre de perfil, y la velocidad se lleva el tiempo, te hace intemporal, y eres adolescente mientras vuelas.

Luego, dejas la bicicleta en el garaje, contra la leña del invierno. Pero la bicicleta es ya todo el verano, tiene un color de crepúsculo cinematográfico y nos devuelve a todos, inevitablemente, a nuestra adolescencia ominosa de bicicletas. Ha sido una buena compra, oye, lo de la bicicleta. (La mujer siempre sabe comprarse lo que le quita años.) Imposible calcular la edad de una mujer en bicicleta. Coges la bicicleta, de mañana, y te vas por el pan y los periódicos. La bicicleta malva. Todo es un poco malva cuando vuelves. Mañana malva de la bicicleta.

La llamada, María. Esa llamada telefónica del silencio que se repite, que nos persigue en Madrid como aquí. ¿Es para ti, es para mí? ¿A quién interroga o cita «la gran interrogación del silencio»? Este silencio reiterado, larga cola del cometa de un timbre, pasa entre nosotros dos como «un cuchillo sin filo que no tuviese mango». Como una finísima navaja con intención de acero. También como un requerimiento, como una espera. Esta voz del silencio, voz de los otros, de todos, pues que es de nadie, esta apelación a ti o a mí (inevitablemente, a los dos) quiere decir que nuestro matrimonio sigue abierto. Vivo.

Majadahonda, julio, 1986.