De nuevo aquí en Madrid, María, mientras tú vas y vienes, con tormentas de verano que no sabemos si traen más verano o traen ya el otoño. La verdad es que está uno deseando, como los chicos, meter los pies en los charcos de lluvia.
Primeras victorias secretas. Y por lo tanto, previsiblemente, primeros fracasos secretos. Por las noches me lo monto. Me quedo en pijama sobre el lecho, con un almohadón en la tripa y los pies desnudos en lo alto de un montículo de mantas. A mí, en verano, siempre me han pesado los pies un poco, que por otra parte tengo alígeros y afilados como los de Jesucristo. La circulación de retorno se favorece y el sueño viene en seguida.
Claro que el sueño tiene sus capítulos, como una novela. Los tres asteriscos que separan un capítulo de otro son la meada, el cambio de pijama y el agua. Orino una orina dorada, o así la imagino, aunque no la veo. Me cambio de pijama (tiene uno anotado que con otro pijama se sueñan otras cosas, y los pijamas lisos o de rayas son, naturalmente, los que me dan unos sueños más racionales y tranquilos).
El agua. Entre la arena fina y sombría de la noche, que nos va poniendo áspera la garganta, es bueno, María, un largo y paladeado trago de agua, un vaso/oasis. El agua «hay que masticarla», como me dijo una vez un médico. O «humanizarla» en el saboreo, antes de tragarla. Qué cerca siguen estando los médicos de la literatura, de la magia, en su lenguaje, y por eso los amo. Ellos no lo saben.
Tú me dices que soy un coñazo, María, y que te vas a ir a dormir a otra habitación. A veces lo haces. Se nota en seguida que me corresponde una doble ración de oxígeno, cuando te vas, y eso es ya el paraíso artificial más natural a que se puede aspirar a esta edad. Perdona, María, pero la vejez me hace confortable, que es una manera mondaine de decir egoísta.
Duermo mal, y por eso, precisamente, el levantarse se convierte en una liberación. Con los riñones doloridos de dormir boca arriba, que es como duermo yo, me acurruco en mi turca de trabajo, los pies en alto sobre la mesa, cualquier bebida a mano, el rostro abofeteado por el frescor del agua, y leo la Sinfonía napoleónica, de Anthony Burgess.
Me gusta mucho este escritor, aunque La naranja mecánica le diese un éxito multitudinario y hortera. Se equivoca en pequeños libros autobiográficos, pero acierta siempre en lo grande. ¿Qué es lo grande, qué es lo pequeño? Cada hombre tiene su medida. Cada escritor también.
Tu sueño, bien entrada la mañana, es el grillo del hogar que pone un cimiento leve y consistente a mi vida, María. Tú también tienes obligaciones profesionales como yo, María, pero quizá esto distingue al hombre de la mujer: que la mujer no está histérica de profesionalismo y encuentra siempre un paraíso de sueño o amor, entre urgencia y urgencia.
He escrito esta mañana dos «entradas» a mi Diccionario inútil, que va a sacar Anagrama. Amo a Jorge Herralde. Es un editor que nos trata a los escritores como escritores, y no como zapateros de portal. Hoy tocaban dos mujeres, en las últimas «entradas» del Diccionario: Ana Belén y Charo López. De Ana estoy enamorado toda la vida. A Charo la admiro como un arqueólogo sentimental.
También completo, para el periódico, una nueva entrega de mis Memorias de un hijo del siglo. Esta entrega trata del Opus Dei, del que resulta que sé más de lo que creí que sabía. Ventajas de la edad: se encuentra uno los temas hechos, vividos. Y, finalmente, escribo estas páginas, sobre los últimos flecos de tu sueño saludable e infantilmente enfadado.
El jardín, en septiembre, es un arpa con sueño, la delirante lanza que mata el sol penúltimo. El jardín, en septiembre, es un campo de guerra: perfumados cadáveres del verano que fuimos se esparcen por el césped como estatuas fallidas. La luna es la Cruz Roja de todas estas cosas: una banal batalla actualidad/presente. El presente, María, yace aquí como un húsar: la actualidad nos lleva de vivac en vivac. Nunca seremos, oh, eternos en lo eterno, gacetillas humanas (…)[*] de la vida. La actualidad ha puesto maduros los tomates, el jardín lo ha dejado en un álbum de tardes; el jardín, en septiembre, es un arpa de hierro, sólo sonando a muerte o espesando el silencio. Actualidad, presente: ni siquiera había juego.
El culo, María, el culo. Tú tenías un culo bien, o sea por su sitio, un culo que de perfil era una ese sugestiva y de frente, o de espalda, o sea de culo, era una alfarería sugestiva.
Lo que menos te gustaba es que te diese por el culo, porque duele, pero yo te daba. Vestida, moldeada por los pantalones estrechos, no has perdido cintura, no has perdido culo, e imagino a tus colegas y amigos flipando de culo. Desnuda, tu culo ha perdido una cierta pugnacidad que tenía, una cierta tersura, pero conserva la línea y la suavidad de la piel. También le han salido algunos hoyitos, en la parte baja de los glúteos, que deben ser celulitis, pero no creo que estés dispuesta a admitirlo. Por lo demás, todavía es un culo importante.
Hay que decir que la mujer tiene la cara y el culo. De la cara se enamora uno, o no se enamora. Con la cara —ojos, boca, gestualidad— se comunica uno. El culo es materia pura, lo más corporal del cuerpo. Los pechos son mamarios, utilitarios, y los muslos son secretamente musculosos, maquinales.
La materia pura de la mujer, la materia total, gratuita, lo femenino dado y sin misión, son los glúteos. Todo lo demás —piernas, brazos, hombros, etc.— no son sino aproximaciones. La mujer está en la cara y el culo. Tanto como por tu cara, yo he visto pasar la vida por tu culo, María. El culo tiene su psicología triunfal y resignada, aparte de que, como he dicho antes, sea siempre materia pura, existencia compacta y sin pensamiento, pulpa humana. No tengo celos de tu cara, que cualquiera puede ver, sino de tu culo, que sólo unos cuantos —espero— hemos visto. Y no se trata de unos celos banales, naturalmente, sino del convencimiento profundo de que el culo de la mujer es la curvatura de su alma.
La que enseña el culo a cualquiera es una cochina. Los culos del desnudismo oficial y playero son anónimos. Pero el culo en privado, blanco y puro (hasta las revistas porno respetan esa blancura), es como la Hostia Consagrada de no sé qué misa negra que ya nunca vamos a concelebrar, porque la vida nos aburrió de misas blancas, y vienen a ser lo mismo.
En tu culo, María, tienes una piel fuerte, firme, que ahora se va petalizando como piel de rosa, pero que siempre fue pugnaz y montaraz, a diferencia del culo de harina de las cursis. A mí me gustaba y me gusta tu culo y pienso que es una reserva de vida neta, de feminidad secreta y tranquila que no se merece nadie. Quizá, la feminidad, a las que sois un poco culoncillas, os va viniendo del culo, que es vuestra reserva espiritual.
A una mujer se le puede perdonar todo menos la cara y el culo. Con cualquier defecto femenino podemos hacer lirismo los vocacionales de la mujer, excepto con la cara de vino pasado o con la ausencia de culo, muy frecuente, ay, y muy indisimulable.
No pido culos grandes, claro. En todo caso, grandiosos. Pero se conforma uno mejor con el culo pequeño. Pequeño, pero evidente. Nada de trucos. La cara no es el espejo del alma. La cara, a lo más, es el espejo de la cara, y eso cuando se mira al espejo. El espejo del alma tiene que ser algo más secreto, más adivinado, y a mí me parece que es el culo. La de culo caído es desgraciada y se pisa el alma por los cafés del abandono.
La sin culo es mejor que se quede en casa.
También hay culos antipáticos, pugnaces, entrometidos. Y culos solemnes, largos, de concertista de contrabajo, que no son los más excitantes. Nuestro tiempo es el tiempo de los culos/culos, ni grandes ni pequeños, ni altos ni bajos, que manifiestan bien el equilibrio a que ha llegado la mujer.
Tu culo es más joven que tú, María, va por la vida con menos timidez que tu cara —ah la timidez de la madurez—, seguramente porque tú te olvidas de que lo llevas. Por tu culo, mejor que por tu cara, sé todo lo que sé de ti: hasta qué punto te sientes todavía joven y con posibilidades. Qué es lo que los hombres buscan en ti. Tienes días de culo alegre y días de culo triste (no diré de culo caído, porque eso es imposible), pero el que sabe mirar a la mujer sabe mirarles el culo, que es lo que nos da su estado general, vital, su tono.
A veces, la cara dice una cosa y el culo otra. Cuando tu cara me engaña, tu culo me descubre el engaño. El culo miente menos que la cara. Si el culo está alegre, alto, vivaz, montaraz, pugnaz, es que el cuerpo tiene tarea. Inútil que tuerzas la cara.
«Los cuerpos son honrados», dijo Max Frisch, y lo he repetido mucho. Los culos son honrados, debiera haber escrito. El culo que responde es el culo comunicativo que buscamos. Pues claro que la mujer es un animal de culo frío, pues claro que el culo no es exactamente una zona erógena, pero el culo sabe responder en la que tiene el culo respondón/respingón.
Gracias y desgracias de tu culo. Ha mejorado con los años. Por lo menos de línea. Adolescente, tenías el talle un poco largo y, en consecuencia, el culo un poco bajo, para mi gusto. Pero el cuerpo te cambió espectacularmente con la primera preñez, que fue aborto. Las cosas se pusieron en su sitio. Los sitios se pusieron en su cosa. Érase un hombre a un culo pegado.
El culo, además, es de glúteo perenne. Tarda mucho en caer, cuando lo hay. El más inocente sadismo es dar con la mano macho, dura, en un desvalido culo de mujer desnuda. Y no me extiendo más, por hoy, en las gracias y desgracias (pocas) de tu culo.
Regresos a septiembre, los fines de semana. El verano se alarga perezosamente, pero nada es igual en el jardín. El otoño es el cerco que una tribu invisible, escondida en la espesura, le ha puesto a nuestras vidas. Todo parece que está igual, pero el aire tiene una finura de cuchilla, más que de cuchillo, y es dulce de beber, grato, ligero y mortal como aquellos bebedizos de los asesinatos y los envenenamientos.
Estamos en septiembre respirando muerte. Estamos en el «parque», como lo llama una amiga extranjera, respirando la ausencia de nosotros mismos, que no estamos aquí, sino en Madrid. Tu trabajo no va bien. El mío va normal. Sería el momento de quedarnos aquí, para apurar la copa del otoño, abroquelada, con todos sus venenos, cuando nos la ofrezcan. Pero huiremos cobardemente del presente a la actualidad. Porque aquí tampoco queda presente, María.
El presente va a resultar que era una cosa climatológica, las largas tardes y todo eso. El presente absoluto y eterno, salvador, también nos lo fabricamos, como fabricamos la actualidad febril, para, luego, quejarnos un poco de la ligera fiebre. ¿Qué es lo que quiere el ser humano? Huir de sí mismo. ¿Qué es lo que le estorba para gozar del mundo? Su propia instalación en el mundo. Lo perfecto es morirse, María, pero entonces no se es más que un cadáver lírico que no se entera.
Y queremos enterarnos de todo.
Algunas hojas amarillas y grandes, por el propio peso de tanto amarillo, han caído sobre el césped largo, crecido, alfombrado, verde. La piscina ha vuelto a ser algo así como una remota región de los Grandes Lagos en la que nadie piensa.
Los gatos, que aún se quedarán aquí algunos días, han adoptado costumbres más hogareñas. El gato lleva siglos viviendo con el hombre, mimetizando al hombre, y sabe que ahora viene la estación de los felpudos y la lumbre de la chimenea, que tanta correspondencia tiene con sus pupilas.
Todo gato es cimarrón en verano y duque de Alba en invierno.
Escribo en sábado, tras haber escapado anoche, tarde y precipitadamente, de un estreno, hacia este norte limpio de luz pura. Aquí he pasado tres meses de verano, leyendo, escribiendo, durmiendo, comiendo, bebiendo, bañándome, haciendo la visita a las visitas. Sigo con la desazón interior de haber perdido aquel presente total y cercano a cambio de nada.
A cambio de un estreno o un encuentro sentimental o triste. Triste por sentimental. O a la inversa. En ese orden de cosas sí que vale todo. Es el momento justo, María, en que no sé qué hacer con mi vida, aparte terminar este libro, seguir trabajando en otro, Memorias de un hijo del siglo, que va dando el periódico en entregas semanales, y corregir pruebas de los que están en marcha. Esta mañana he hecho dos artículos en el salón. Ahora escribo estas páginas en un estudio/dormitorio (la inevitable «habitación estudiantil»). El Rojito ha venido a tenderse a mi lado, pero no se duerme. No sé qué es lo que mira con tanta curiosidad.
Lo que más me gustaría, después de la siesta, es echar un buen parchís.
Te ha derribado un esguince de aire, la lanza de otras veces, María, esa adarga sutil que pasa y repasa por tu vida.
Con la cabeza en blanco, mareada de biografía, estás de nuevo herida, tan herida y sin sangre, del otro lado de la pared, mientras escribo, tendida en la sombra, desposeída de ti, como te deja ese viento misterioso que hay en el bosque de tu vida, y que a veces te sopla, y es lo que te hace más irreal, como quizá ya tengo escrito en este libro. Tu irrealidad, sí, siendo tú tan «cotidiana» (Laforgue), te viene de ese viento de ausencia, de ese claro de luna cuando no hay luna, de tan poderosa desmemoria.
Eres de nuevo almena derruida de nuestra casa tan poco almenada, eres despojo de ti, y ese bulto de quejido, en la sombra del cuarto de al lado, me anticipa lo inminente, la catástrofe de nuestras vidas, el bajío de nuestra historia, la perdición a que vamos, perdidizos, un día malo yo, otro día mala tú. La vida, hasta el final, es este enredo de días y medicinas, es este nudo en la cronología, un no saber ya a qué fecha estamos, ni siquiera si es de día o es de noche.
Ese viento mnemotécnico, María, que te hace nada, derribado naipe, con el dibujo en blanco, y el confuso forro del revés.
La levedad de ti, lo que más revela que no eres la mujer fuerte que parece, es este soplo oscuro, este remoto soplo que a veces viene y da en tu vida. Por él sé que otras fuerzas, otros acechos, otros males vigilan tu salud desde la sombra. Por él sé que la vida tiene una luz de muerte. Serías demasiado neta, cotidiana, usual, practicable, serías irreal de tan real sin esa ola invisible, mental rueda que hace de ti, ahora, en la habitación de al lado, entre sueños mojados como ropa, mi pequeña, débil y acuchillada Santa Catalina.
Se está bien en el campo, ahora en septiembre. Si aparto la cabeza de la máquina, si miro por la ventana, veo unas ciruelas amarillas (pero seguramente duras), en la luz de las tres de la tarde.
Son como un motivo más del sol. (María está mejor.)
Este verano sobrante no me saca de dudas. Es el viejo dilema: «¿Mar desde el huerto / huerto desde el mar? / ¿Ir con el que pasa cantando / oírle, desde lejos, cantar?» La ciudad desde aquí. El campo desde la ciudad. No tengo ganas de lo uno ni de lo otro, y tengo ganas de los dos sitios.
(De lo que tengo ganas realmente es de otra cosa, pero no es para contado aquí.)
Esta mañana he escrito un artículo sobre/contra la televisión. El que escribo todos los domingos para un semanario. Bueno, no todos los domingos escribo el mismo. Aunque quizá sí.
Ojalá sí.
Sería algo así como haber llegado al faquirismo profesional. Ya que no otros faquirismos. Ya que no una decisión, una capacidad de quedarse quieto en un sitio. Dice el periódico que va a haber tormentas. Las tormentas pueden marcarme la pauta de vida (de horarios) que de pronto he perdido. Los meteoros contribuyen mucho a nuestra felicidad, María, porque nos imponen un destino de dioses, un destino que baja del cielo.
A ti, María, tampoco te veo decidida, instalada, segura. Quizá esta indecisión sea general y de todos los años. Lo que pasa es que se nos olvida. Y como no te veo en lo tuyo, no te veo a ti, se me borra tu imagen, se me pierde. Te he tenido fijamente enfocada durante unos meses, para escribir este libro (o lo he escrito como consecuencia de ese «fenómeno superior de la atención», que diría Ortega), y ahora, casi hacia el final, con el trastorno suave y dorado de septiembre, se me trastorna el retrato.
¿Eres la mala, eres la buena, eres la niña, eres la vieja, eres la que eres o eres la otra que también (o tampoco) eres? Voy a echarme un poco la siesta, a ver si mientras te aclaras o me aclaro.
Eres como esas ciruelas al sol, amarillas y fuertes. No eres morena ni rubia. Maduras sólo a ratos. Engañas un poco, como esas ciruelas.
Quizá un ser, todo un ser humano, tampoco sea mucho más que un rubio motivo de la luz.
La luz de Oriente, la luz naciente entra hasta el fondo del salón, cuando abro los candados, y da en la imagen de la pared, en la Virgen románica, enluciendo los colores y miniaturas de su ropa dibujada, como un aceite de sol, como esa linaza que es el día. La Virgen tiene la cara entre románica y japonesa, por donde vemos, como en todo el románico, el paso de Oriente a Occidente a través de Persia, quizá.
La Virgen tiene toda una crestería de sutiles encajes, hechos en madera y pintados sobre la madera, que ahora la luz blanca de la mañana llena de novedad. La Virgen, gestante, tiene la mano derecha, recia y campesina, puesta sobre el vientre de juvenil preñez, y la otra mano, la izquierda, no la tiene, pues que aparece donde ella un hueco carcomido de la lepra del tiempo, la tiña de los siglos y el fuego de los días, esos incendios que se suceden desde el incendio original.
La Virgen tiene la rodilla izquierda adelantada, dando como dulce realidad a su cuerpo, doblemente casto por ser divinidad y por ser madera. Del otro lado, los pliegues de la túnica le caen verticales, secos, gráciles a pesar de todo. Eso fue el románico: una gracia que se evitaba a sí misma. La edad ha abierto en el vientre de la Virgen —difícil curvatura de la madera— una grieta vertical, alabeada, que tiene ya algo del agrietamiento del parto. Ha reventado por sí mismo lo que el artista dejó en insinuación, en eclosión venidera.
Esta Virgen la encontré en el Rastro, claro. Ella se había venido sola, desde no sé qué remota y recaída ermita de pueblo, quizá sentada en el tren, como una aldeana, al zoco madrileño del Rastro, pasando su presencia de oro y santidad por entre la gallofa esmerilada y sucia de aquel mercado. Una mañana, cuando la vi en su tienda, en su peana, tuve el relámpago de la belleza misma, y pasé de largo, pues ya decía Rilke que la belleza es sólo el comienzo de algo, quizá lo terrible, que jamás soportaríamos. Anduve arriba y abajo.
Por fin, me decidí a entrar en la tienda, hablé con el chamarilero/anticuario, culto de sus culturas entredudosas, y fijamos el precio, de todos modos altísimo. Ahora, desde hace años, la imagen está aquí, en la pared, sobre una peana que no le va, frente a la luz matinal del jardín, que la renueva, frente a la sombra de la tarde, que dibuja su perfil (la fina cabeza, los finos hombros) entre un Chillida, un Torner y una pornografía de Roldán. Viene de aquellas carpinterías oscuras que aún vivían a la sombra militar de Roma.
Nació, sin duda, de un fervor gremial, colectivo, anónimo, y la gracia oval de su rostro no es sino el eco de una gracia general, epocal, repartida y repetida, múltiple. (Hoy hemos vuelto a eso, irónicamente, mediante la reproducción industrial del arte.) Es el sensualismo cristiano enfrentándose débilmente a la austeridad de Roma, corrompiendo a Roma. Y, flotando sobre todo ello, ese loto de luz, de un hinduismo vago, que hay en el rostro de la Virgen. Conflicto de culturas, conflicto de conflictos que en el rostro de niña preñada se serena.
Los siglos góticos dejan en clausura a estas vírgenes nada necias, como detrás de su enrejado, y eso es lo que les va dando más espesor de tiempo, más corporalidad de la que nunca tuvieron. El gótico baja del Norte y de Centroeuropa, como una cenefa de Dios, y pone en clausura, sí, a las Vírgenes románicas, porque una nueva mitología no es mucho más que eso: una nueva arquitectura.
El cristianismo, que sigue putrefaccionando saludablemente la Historia, con aquella novela confusa de pescadores y meretrices que nos dejó Cristo, inficiona el gótico como antes había inficionado el románico, la austeridad cuadrangular de Roma. Frente al Derecho Romano, el romanticismo sentimental del Evangelio. Dijo un positivista inglés, en el XIX, que ser sentimental es asegurarse el éxito. En Literatura y en todo. Cristo es un sentimental con vetas de dureza, y por eso lleva veinte siglos funcionando. El gran error de la teología, del tomismo y de Santo Tomás es querer «romanizar» a Cristo, latinizarlo, incluso platonizarlo. Claro que Cristo viene de Platón, pero Platón está contenido en Sócrates (y no a la inversa, como parece). Santo Tomás acabó menospreciando toda su obra. Quizá había comprendido, al fin, que Cristo es la guerrilla y el abismo. Santo Tomás viene a suprimir ambas cosas.
Ya San Pablo había suprimido el abismo, quedándose en la guerrilla. La fórmula guerrilla/abismo, es decir, la fórmula violencia/misterio, es la fórmula magistral de Cristo que luego, en el siglo XX que vengo «cronificando» a mi manera, han utilizado los fascismos.
De todo esto está preñada mi Virgen de anticuario del Rastro, más que de un Dios de cemento. Está preñada de Historia y por eso la amo, como amo la Historia, que es el parte clínico de la irracionalidad de los hombres.
Tras la rejería del gótico (el gótico es algo así como la teatralización del abismo, el gótico es mucho más Cristo que el románico: Cristo es una figura gótica o no es nada), viene el XVIII. A Voltaire le interesa más comprobar si a los caracoles les vuelven a salir los cuernos que él les amputa que comprobar si María era Virgen. Como ya no cree en la evolución de las especies divinas, se dedica, sencillamente, a la evolución de las especies, presagiando a Darwin y proyectando salir en los billetes franceses, cuando la moneda sea de papel. El XIX, el romanticismo, vuelve a descubrir el gótico, el abismo, el cristianismo, de modo que mi Virgen sigue en clausura, como una lega de Dios, ya que lo que se lleva son las vírgenes del Greco, un nuevo gótico pasado por Bizancio y por Venecia.
Entre el románico y Cristo hay un profundo desajuste, porque el románico es Roma, que ajustició a Cristo, y porque Roma es la norma, el raciocinio, y Cristo es el voluntarismo sentimental. Este desajuste, esta fisura interior, secreta, se advierte en todo el románico religioso. El románico religioso es una estética militar al servicio de una ética de vencidos. Entre Cristo y el románico, el Vaticano encuentra la tercera vía del barroco de los jesuitas. Los jesuitas no han hecho otra cosa en la Historia que propiciar terceras vías entre la razón y el abismo.
Entre Tomás y Pascal.
Ya en este «siglo XX, cambalache», el románico, como todo, vive esa falsa resurrección (no hay resurrecciones verdaderas, Lázaro no es más que un símbolo para los nuevos teólogos) del esnobismo, que todo lo compra y curiosea. Y se vuelve a llevar el románico, y las once mil vírgenes/vergas de Apollinaire se reparten por los anticuarios del mundo, como encontrando cada una su capilla laica. Lo que nació como estética (el gremio no creía en nada, salvo en el gremialismo), para servir una finalidad ética, un rito religioso, vuelve a ser mera estética en cualquiera de las casas que Orson Welles tiene por el mundo. Ante la desamortización del esnobismo, que es incruenta (todos llevamos dentro un Mendizábal de buen gusto, hoy), las vírgenes románicas abandonan el barco de pesca de la ermita pedánea, varado en la meseta, y se vienen a las capitales, quizá en el mismo tren que la guapa del pueblo, violada en el pajar municipal por el padre del alcalde, se viene a ejercer la prostitución. Ésta es la historia y la Historia que lleva/trae, en su dulcísimo y esbelto vientre, mi Virgen románica, y rezándola en la mañana, con el rezo del ateo, rindo culto a la novela insensata de los hombres y de los nombres. Picasso, naturalmente, fue el primero que leyó el románico, como cualquier otro estilo, con ojos del siglo XX. Los ojos del siglo XX son los ojos de Picasso. El románico de Picasso está en esas bañistas de túnicas, senos y pies monumentales, que corren por una playa nublada. Picasso hace aquí la ironía de Roma y el homenaje a Roma. Las mujeres de su vida fueron más góticas que románicas. Pero le gustaba, como a todos, beneficiarse una románica de vez en cuando. Con el rosa y el azul de Picasso se ha abierto, más o menos, este libro, que no es sino la sinopsis de mi siglo XX, no del siglo XX. Entre el azul y el rosa de la mañana, mi Virgen románica, desenterrada por los fieles del esnobismo (los otros, los creyentes, son los esnobs de Dios, como alguien dijera del Diablo), preñada de cemento, envilecida de restauraciones y falsificaciones, enseña su carita oriental y románica, casi amarilla, en la que luce, vago loto asiático, la ingenuidad femenina del mundo.
Al Rojito se le mantiene todo el día en ayunas. Por la noche se le sirve una buena ración de friskis de perro (mucho más sabroso que el de los gatos), espolvoreada de dormodor (una cápsula), que es lo que yo tomo para dormir. Al cabo de una hora, el Rojito ruge como un tigre y se balancea como un borracho.
Es el momento de meterle en un saco y del saco a la cesta y de la cesta a la maleta del coche. Con la gata, la operación es similar, pero más sencilla. Los gatos son los únicos animales que, como dice el doctor Soberón, que fue médico de circo, jamás han sido domesticados por nadie.
El pariente rico del gato, es decir, el león o el tigre, hace monerías en todos los circos del mundo. El gato, que es como un concentrado de tigre, nunca se rebajaría a eso. Tampoco le gusta viajar, ni siquiera acompañado por mí. El gato es el ser más fijo en sí mismo que ha dado la creación. El que mejor sabe lo que quiere. Una vez con los gatos en Madrid, comprendo que todas mis dudas se han resuelto.
¿Mar desde el huerto, huerto desde el mar? Sencillamente, la domesticidad reside en lo doméstico, y los animales rampantes de la domesticidad son los gatos. Ellos hacen habitable y coherente el hogar de invierno. Ellos ponen su heráldica anónima en la casa. Ahora sí que definitivamente estamos en la ciudad, aunque de vez en cuando volvamos al campo, que es donde tiene más sentido este libro. El piso es la familia, lo terminado. En el campo todavía se puede intentar la aventura de hacer del matrimonio otra cosa. Pero hace falta, para eso, mucho verano y mucho campo y mucho tiempo.
Estamos a veintitantos de septiembre. El gato y la gata dormitan entre mis folios. Poetisas, pases de modas, emisoras de radio, todo eso que compone la descompuesta actualidad, tira de mí. El intento de salvación en el presente (quizá el último de nuestra vida, María) se ha frustrado definitivamente. Aquí estamos, ametrallados de actualidad.
Los gatos, sí, le dan sentido al hogar, como los animales heráldicos al palacio. Un sentido simbólico que a veces puede ser muy práctico. Pero por debajo de todo esto corre la resignación de haber perdido el presente (jamás lo llamaría «eternidad»). La eternidad es una abstracción cursi. El presente es una salvación posible y usadera. Pero, en Madrid, el presente, nada más nacer, se transforma y degrada en actualidad. Al menos para quienes hemos hecho de la actualidad nuestra ecología.
Suelto a los gatos por la casa, les doy más friskis (ya sin dormodor), les dejo roer y raer viejos huesos de chuleta de Sajonia. Son felices. Estoy seguro de que ambas casas son para ellos un continuum, María. Ya comprendo que la palabra queda excesiva para un gato, pero es así. Los gatos son los rehenes —inocentes como todo rehén— de nuestra hogaridad, palabra que acabo de inventarme. Con ellos aquí, ya estamos aquí. Yo creo que han eliminado todo el dormodor, porque ya no rugen. Son domésticos, pero indomables. Quizá, como uno mismo.
Las lilas inciertas del frío ponen aterido el jardín. Ha sido una semana de silencios entre nosotros, ah esos silencios matrimoniales, esos espacios tirantes en que la biografía común se queda en blanco. Ha sido una semana de mucha actualidad, de muchas «actualidades». Y ahora estamos de nuevo aquí muy entrado septiembre, rodeados del temblor del jardín, con su perfil ingenuo y alto de continente inédito, con su gracia helada de Atlántida breve.
No hay gatos en esta casa, están en Madrid, ya se ha explicado. Vas y vienes a la ciudad, María, en tu coche veloz, y te aconsejo ahora, mentalmente, que no corras mucho, que no pases a nadie por la derecha, ni por la izquierda, que seas prudente sobre tu natural prudencia, sólo exasperada y perdida cuando se te imponen un camión o un autobús: tu yo, tan vivo e insospechado, reacciona siempre como un pico punzante. Cuando no otra cosa, le clavas al camionero una larga espada de claxon en el corazón.
Despacio, María, despacio.
Una persona al volante es como una persona en el amor o en el juego. Es una persona en el límite de su personalidad, en la piel de su alma, en el alma de su piel, y entonces la conocemos de verdad, emergente, insurgente, insospechada. María, María. Pero he estado en el jardín muy de mañana, antes de ponerme a escribir, abroquelado de un frío venidero, y compruebo con gratitud y horror que esto es más fuerte de lo que creía. Como lo comprobé anoche, cuando llegamos, y el jardín era infinito porque estábamos a oscuras. Ésta es la boca riente y serena de la tierra que quiere digerirnos, éste es el mínimo rincón de planeta que quiere amortajarnos, o, cuando menos, amortecernos.
Se está bien, escribiendo a la luz de las nueve, en ayunas, escribiendo frente al jardín, que de lejos es una bella y fría inmovilidad, que de cerca es un temblor de violetas falsas, plumeros cereales y árboles altísimos. El jardín nos reclama como una pirámide, María, aunque nuestra vida no haya sido nada faraónica. Y la casa sería el interior de la pirámide.
Algo quiere que seamos los faraones de nosotros mismos, los muertos de esta vida, los vivos de esta muerte. No hay otra forma de asistir a la propia vida, vivo, que quedarse quieto. No hay otra forma de quedarse muerto en vida. Así será el jardín cuando no estemos, y yo lo disfruto ahora exento de nosotros, puro en su primer escalofrío de otoño.
A ver si te despiertas y me traes el desayuno.
Embalsamados de frío, como estatuas yacentes, paralelas, dormimos el último fin de semana de este libro, María. Me levanto a las ocho y media de la mañana. El jardín está lleno de plumeros vegetales, esponjosos, de un blanco crema. El pino de detrás de la casa es un árbol lleno de bonhomía, como aquellos pinos que dieron sombra a la luz excesiva de nuestra adolescencia, María. Hace frío.
La otra tarde estuve en un pase Loewe, en el Palace. Marisa Borbón, Inmaculada Ansón, Paloma Segrelles, Isabel Preysler, Mercedes Milá, la de Quintanilla, la de Montarco. Un salón.
Todas me preguntaron por ti, María. Estaban todas. La doble opción que le queda a nuestra venidera vejez, María, es hacernos solubles y respetables en ese mundo cálido y carmín de los salones (lo que en este libro he venido llamando «actualidad») o salvarnos —¿salvarnos?— en el presente frío del jardín y el gran pino posterior. Yo no tengo una respuesta, María. ¿La tienes tú? Tú eres indecisa de ti.
Y así termina mi carta, María, con la pregunta final que nos plantea la vida, con esa decisión que hay que tomar, porque la pérdida de la juventud no es sino el empobrecimiento de las decisiones. Cada vez decide uno menos.
Mira a ver, María, mira a ver qué hacemos. Hay que darle, de nuevo, una respuesta al tiempo.
Llegaremos a ser unos ancianos de pasta y dulce, más o menos gloriosos, o nos retiraremos a la dignidad de los grandes árboles, a esta soledad de alfombras enrolladas. La vida, aquí, todavía puede ser un presente, quizá. Un largo y melancólico presente. Se trata de elegir entre la muerte higiénica y la muerte de etiqueta, para luego seguir viviendo un tiempo intemporal, esos años en que ya no sabe uno si está vivo o muerto, si asiste a la vida desde la muerte o a la muerte desde la vida. No sé de qué se trata, María.
La mañana, como ayer, está fija en su helor. Se respira un cielo frío que puede confundirse con un futuro. Mar desde el huerto, huerto desde el mar. Hay florecillas rojas entre las violetas y una congregación de pájaros dormidos en cada árbol. El jardín, al que vinimos como mero confort, se ha convertido en una avanzadilla de la tierra toda, que nos reclama, que nos espera, que nos explica. Leo a René Girard, me pongo un poco de whisky con agua, planeo el trabajo y el ocio del día. El silencio, si dejo de escribir a máquina, llega a ser puro como un cuchillo. Me he lavado en un agua fría y escribo con ganas. Terminar un libro es tan estimulante como empezarlo.
Mar desde el huerto, huerto desde el mar.
Apartamentos, facilidades, lujo, nuevos, Clara del Rey, apartamentos a estrenar, cocinas amplias, baño de mármol, entrada única, céntricos, estrenar, exteriores, días de octubre, días de buscar un piso nuevo, un gran apartamento/ataúd, una cosa para siempre o para nunca, de dónde nos viene esta fiebre, María, la vida empieza en otoño, queremos estrenar algo, iniciar decaídamente una nueva vida, conocemos el truco, pero caemos en él: se hace un viaje para olvidar una pena, pero la pena es viajera; se cambia de piso para cambiar de vida, pero la vida se repite siempre.
Castellana no sé cuántos. Portalada señorial, profundas cancelas, conservación de la fachada, modernización interior, portero automático, plazas de garaje, tres cuartos de baño. Enumeran hasta los miles de árboles de la Castellana. ¿Y adónde vamos, María, si no nos vamos a mover del sitio? La vida nos hace fijos como postes. De nada valdría este esfuerzo desatentado —subir y bajar en ascensores hostiles—, porque nuestra vida volvería a ser la misma, seguiría consumiéndose a otra luz, que pronto sería la luz interior que nos alumbra y consume, noche oscura del alma, todo eso. Jorge Juan, exterior, piscina, facilidades. Ya he dicho que nuestra vida ha sido muy fundacional.
Adónde vamos. María, adónde vamos, qué trasiego es éste, de porteros a deshora, luces que dan a otra luz, puertas que se abren a una intimidad que no es la nuestra, confort que no nos conforta, sino que nos inquieta, nos asusta. ¿Qué luna de miel, de hiel, es ésta en la que vamos a meternos?
Quietos en casa, un duro y quietos. Es nuestra biografía lo que queremos cambiar, nuestra melancolía lo que queremos dejar en el piso anterior, pero la melancolía es siempre posterior, y eso no lo saben los poetas: los poetas no saben nada.
Qué viento raro de octubre, qué triste calvario de pisos y de anuncios, qué difícil, María, llenar con nuestra poca vida tanto espacio vivible. Es como un esfuerzo desesperado y último, contra las legiones de hojas que se caen, por reiniciar la vida, por reinventar la biografía.
Fallados en este libro la actualidad y el presente, la mundanidad y la soledad, hemos hecho el intento otoñal, abultado de una falsa primavera, por empezar de nuevo, qué chorrada. Y nos queda como un rastro de posibles vidas no vividas, a las que nos hemos asomado, vidas de maderamen machiembrado o de moqueta color a elegir.
Qué penosa experiencia, qué insensato viaje hacia la nada. El vacío de cada piso era el vacío de nuestra vida, que, al fin y al cabo, en casa lo tenemos tapado con libros, gatos, cuadros, costumbre y convivencia.
Crucero de otoño por los planetas vacíos de la nada con aire acondicionado. Vuelta al hogar donde la costumbre es ley, seguridad, continuidad, permanencia.
Qué loca pareja hemos sido, María, buscando en el periódico, como cuando entonces, hace siglos, el piso ideal para la vida ideal que ya no nos queda. Qué visitantes fantasmales de palacios que aún no se han levantado. Y qué tristeza inmobiliaria ahora, de vuelta a casa, cuando el octubre soleado pone una lámpara fría en cada ventana, como un homenaje final a nuestra fidelidad a qué.
Como una fiesta donde no se festeja nada, sino la costumbre.
El citroen, María, Mariamor, el viejo citroen GS, el citroen, nuestro viejo coche, nuestro primer coche, está otra vez ahí, aquí, en la calle, abajo, «lo he traído para llevarlo al taller», pero no lo llevas, y yo lo veo desde arriba, desde muy arriba, como hundiéndose en el desierto de asfalto/arena, lentamente, cada vez más hundido, más abollado, y no sé si le han arrancado ya un faro o se lo van a arrancar, María, María, los chicos de la calle.
Dicen que nuestro tiempo es otra cosa. Los tiempos son todos iguales, Mariamor, mariamor, con minúscula, los tiempos, mariamor, son siempre parecidos al tiempo.
Si dejas un coche en la calle —y qué otra cosa soy yo que un automóvil abandonado—, el tiempo, que tiene manos de golfo callejero, le va arrancando faros, parabrisas, espejos, embellecedores, hasta que otra mano, más profunda y nocturna, le roba la radio, que es como robarle la imaginación, le roba el reloj, que es como robarle la conciencia.
Ese robo soy yo, mariamor, la consecuencia de ese robo, el resto que no resta de ese robo. Eso ha hecho conmigo la vida, aunque oficialmente haya hecho todo lo contrario, y por eso vuelvo a llorar, mirando por la ventana, allá abajo, tan hundido, al citroen GS de nuestros días mejores/peores, que ya no te importa nada, porque tienes otro coche.
—Le doy por él quince mil pesetas, y pintado de rojo, veinticinco —te ha dicho un miserable que trafica en coches, que es como traficar en biografías.
Pero nos costó muchos miles, que era más porque no los teníamos y los reunimos sin tenerlos. No lo vendas, mariamor, no lo vendas, déjalo ahí en la calle, que se hunda como yo (cuando paso a su lado, le rozo disimuladamente con una mano), que vaya perdiendo el parabrisas de la lucidez, las llantas de la velocidad (los chicos las pinchan mucho), los faros de la nocturnidad, los pilotos, las puertas ya desencajadas, el guardabarros, con algo de caballería andante, y hasta los escudos y las marcas. María, mariamor, nuestro larguísimo, eterno matrimonio me ha transmutado en un citroen GS, y quiero morir como él. Los gatos tienen quince años de vida y los coches diez.
No creo haber vivido más de diez o quince años, aunque haya vivido siglos, porque el tiempo y la memoria se concentran y apuran. Cómo muero, mariamor, ni lo sabes, en el citroen GS solitario de la calle, abollado por la presión de los días, ultrajado por las manos/garras de nadie, pinchado y desesmaltado. En él mueren los diez años más intensos de mi vida, entre el éxito y la muerte, y me lo encuentro al salir y al entrar en casa.
Mirado desde arriba, el pobre, ya sólo es una dulce cucaracha ocre que se aplasta contra el suelo antes de que la aplaste la bota del tiempo. En esto hemos venido a dar, mariamor, en esto.
(Ahora, cuando acabe de escribir este libro, esta carta a mi mujer, bajaré a la calle a hacer recados, y pasaré una mano, como siempre, por la hojalata suntuosa y leprosa del citroen GS, como acariciando mi féretro o mi cadáver.)
Así nos acabamos, mariamor, así me acabo. Soy un viejo citroen que te llevó a ver mundo. Y poco más.
Madrid, otoño, 1985.