El jardín eres tú, María, lo he comprendido paseando por el jardín. Aunque fuese un jardín francés, geometrizado, el jardín serías tú. Pero es que, además, yo le he pedido a Pedro que deje las plantas un poco a su aire —cuidando de la salud vegetal, que eso es otro problema—, con lo que el jardín, sin perder su heredado tono burgués, tiene ya algo de jardín umbrío/romántico/salvaje. El jardín eres tú, María, no por esa fácil deducción de que la naturaleza es femenina (según la cual, la casa, hecha de rectas y de números, sería masculina).

El jardín eres tú porque lo has ido colonizando con tus riegos (riegas casi tanto como el jardinero), con tu cuidado de las rosas, con tus bolsas de plástico para que los pájaros no se coman la fruta, lo que convierte a las ciruelas en monjas de clausura. Y aquí también eres tú y muy mujer: el sentido práctico sobre el sentido poético o natural de las cosas, que contradice la fácil teoría rechazada más arriba. Prefieres un árbol envuelto en plástico, y con toda la fruta aprovechable, a un árbol populoso de pájaros, fragoroso de gula, donde los gorriones y las urracas hagan su fiesta de abundancia.

El jardín eres tú, María, por todas estas cosas, y cada detalle que observo, en mi paseo, me confirma en esto que digo. La mujer es más jardín que el hombre, no por ser más naturaleza —qué topicazo—, sino por ser más colonizadora, y ahí están las pioneras del Lejano Oeste.

No es que tú salgas al jardín con rifle, María, pero ahí está el economicismo femenino, en cada detalle del jardín. Yo jamás hubiera pensado en sacarle provecho a un jardín. Y yo no soy un poeta ni un solitario ni un loco. Yo soy un hombre. Por tu manera de entender y entenderte con este jardín, María, este jardín que es el que me pediste casi desde niña, te hubiera yo reconocido, si llegara lejano a esta casa. Tu jardín es tu jardín.

Los plumeros que sólo cortas para regalárselos a tus hermanas. Las ciruelas con las que haces mermelada o cestillos para los amigos. Toda la industriosa industria femenina de un jardín. Yo creo que está en Bataille eso de que lo masculino es el derroche, derroche que principia en la eyaculación, naturalmente. Me lo preguntaba una vez una amiga un punto celosa, de madrugada:

—¿Y le vas a regalar un orgasmo a esa choricilla que acabas de conocer?

Le expliqué que era al contrario. El hombre es animal predador y no tiene conciencia de regalar nada, aunque lo esté dando todo, su propia vida, su sangre. El hombre tiene el instinto de la caza, la fascinación de la pieza, que las machorras llaman machismo, cuando se refiere a cuestiones sexuales. Pero este instinto —segunda naturaleza que viene de la prehistoria— se manifiesta en todo. Rige aquí una secreta y poética economía en que jamás coinciden las cuentas que hace la mujer con las cuentas que no hace el hombre. El hombre no es más generoso, sino más ambicioso, y por eso da lo que no hace en él fortuna. La mujer quiere poner reventón el cerdito/hucha. Y esto no es peyorativo, sino conmovedor, hijo de una mentalidad y de una economía infantiles.

El jardín eres tú, María, está colonizado por ti. ¿Me dejas pasear por tu jardín?

Pues que anoche vinieron Marsillach y señora, pues que anoche vinieron Haro-Tecglen y Concha, les preparé una mesa con cosas y bebidas y en seguida nos fuimos a comer carne asada. De vuelta aquí estuvimos hasta el jardín del alba, hablando de Sam Shepard y de otros escritores. La noche era de seda, se agrandaba por horas, y creo que los amigos se encontraban a gusto. Bebimos las cervezas, que explotan como flores, y fuimos más amigos, si es que tal cosa cabe. Yo había elegido rosas de timidez y té para dárselas a ellas, pero luego era un corte. Las rosas han pasado la noche agonizando.

El sexo en sus sabores, María, la tarde tamizada en la persiana, dos cadáveres pálidos, hombre y mujer, obteniendo del cuerpo una verdad primera y última.

El cuerpo en sus sabores. El cuerpo en sus olores. Soy tan bucal. Siempre lo he sido con las mujeres. Prefiero el sabor de una vagina, de una axila, de una boca, de un pie, a la penetración a ciegas (a ciegas de olores, digo ahora). Algunas tardes, cuando el calor cae sobre nosotros como un incógnito, como una incógnita, yo soy el marinero tópico de los puertos de la vida (tus puertos los ignoro y no me importan) que te toma con lirismo y con vileza.

Hay una caricia, hay un vuelo de palomas, cuando cada cuerpo se deshace en palomas para el otro. Pero luego, en seguida, hay unas adecuaciones, unos acoplamientos, eso que uno ha aprendido por la calle, y de lo que siempre se beneficia la que está en casa: obtener un orgasmo de una piedra. Lo que no quiere decir, naturalmente, que la que se queda en casa sea pétrea, sino que la labilidad de la vida no ha jugado tanto con ella, con su cuerpo.

Es cuestión de paciencia. Desde muy pronto aprendí que las mujeres son cuestión de paciencia. La colonización de una mujer es una larga tarea. Y no me refiero sólo a las mujeres semifrígidas (no las hay frígidas), sino, sobre todo, a las mujeres de respuesta sexual fácil y múltiple (son cosas que van unidas: la de orgasmo difícil es casi siempre de orgasmo único).

La colonización de la mujer es una larga tarea porque la de respuesta fácil y pronta puede llevarnos a nosotros a un desenlace prematuro. Y la mujer de respuesta lenta y penosa (no entro aquí en las tan debatidas causas) requiere la prolongación artificial de un clima que es ya un clímax. En todo caso, hay que aprender.

La mujer no es una asignatura fácil. La primera fuerza y clave del hombre está en aguantar, en resistir, en esperar. La eyaculación rápida, aunque se repita, no conduce a nada. Es proporcionarle a la mujer una sucesión de inminencias que la dejan en blanco.

Dice Marguerite Yourcenar (sabia en mujeres, como lesbiana) que el mayor encanto de una mujer es la disponibilidad. Efectivamente, la hermosa mayestática e inasequible nos enfría y aleja pronto. Lo que queda y ahonda es el rastro de la posibilidad, de la facilidad. No otra es la fascinación de las meretrices. Son mujeres «posibles». En el hombre amanece el predador prehistórico y el trámite económico queda borrado.

Lo que se desea locamente es dar a la caza alcance.

Se empieza a funcionar bien con las mujeres cuando uno está saciado de ellas. Son suaves, son blancas, son hermosas, son lo otro, son infinitamente penetrables. Pero hay que llegar a la contemplación altruista de un culo. Hay que ser, casi, coleccionista de culos. Entonces, sin ansiedad, es cuando está uno en condiciones de hacer un buen trabajo, por el bien de ellas.

Todas las mujeres que hemos conocido son el laberinto que nos conduce a la mujer que nos estamos beneficiando. Todas están presentes en esta cópula, María, porque cada una ha aportado la letra de su alfabeto sexual para que yo te entienda. La mujer no se aprende a través de la mujer, sino de las mujeres. No sé si a ellas les pasa lo mismo con los hombres. Supongo que sí.

No les guardes rencor, María, a esas mujeres de mi vida portuaria. Ellas son quienes más me han enseñado de ti. Quienes más saben de ti, sabiendo de ellas.

Todo lo que tú no sabías, claro.