Ha venido en una cesta que le era doblemente cárcel, por cárcel y por pequeña, sacando la garra derecha por entre los mimbres, para liberarse y, de paso, asesinar a alguien. Cortadas las ligaduras, liberado al fin, se ha quedado un momento quieto dentro de la prisión, como si toda la libertad del mundo cayese sobre él, con el peso del cielo, y no fuera capaz de soportarlo.
Luego ha saltado al garaje y ha salido al jardín, para reconocer (que no conocer, pues en su cabezota cabe todo) la selva doméstica que le tengo asignada. Me lo devuelven seco de hospitales, ahilado de clínicas, encrespado de tratamientos, y, vagando por el jardín, tiene algo de Nerval buscando un árbol o un farol donde ahorcarse.
Dentro de este gato vive ya un poeta maldito.
Me lo devuelven con el pelo pobre y erizado, pintado de rojo, orinado sobre sí mismo, con los ojos inmensos, redondos, hambrientos de no sé qué. ¿Dónde sus ojos de chino voluptuoso y criminal?
Conoce uno el gremio de los gatos casi como el gremio de las señoritas. No hay que tratar de cogerlo. Hay que dejarle que se sienta dueño absoluto de su libertad y su destino de gato. Luego, ya vendrá él buscando amistad. Comprendo que en este animalillo he puesto desde hace mucho, unos siete años, mi pasión por el planeta, mi ternura por la naturaleza viva, hermosa, a la deriva y sin destino. No hay especies feas (salvo la humana, naturalmente). El Rojito está aquí.
María me ha hecho un tomate de los que da la huerta. (Ya he hablado de tomates, creo recordar, en este libro.) María me ha hecho un tomate y, claro, ha elegido el más rojo. Con sol y con aceite y sus manos de niña un poco artrósica. No he almorzado otra cosa sino el rojo tomate partido en gajos frescos, capilla de sus granos. Y ahora me siento fresco, rojo y fresco, y tengo pensamiento de hortelano decente. Estas hectáreas de tierra abandonada me ofrecen un tomate si las requiebro un poco. María, tardía hortelana o vaquera fermosa, le has puesto al mediodía un sol de Santillana.
Me lo dijo una vez don Francisco de Cossío, con el que solía tomar una copa por las mañanas —sol blanco de la Gran Vía—, cuando no había nadie en el famoso bar y él iba allí a escribir:
—Mire usted, Umbral, hay que escribir dos artículos diarios: uno para vivir y otro para beber.
Uno para la supervivencia y otro para el lujo. Han pasado tantos años, se murió Cossío, y yo aquí, como en Madrid, sigo haciendo dos artículos diarios, antes del trabajo en libro. Primero es la obligación monetaria que la devoción literaria. Lo que pasa es que yo hago un artículo para vivir, pero el otro lo hago para que beban mis amigos, pues yo apenas bebo y me limito a engañarme con un agua perfumada de whisky, entre otras cosas, porque creo que lo mejor del whisky, como del tabaco, es el perfume (por eso no fumo).
Hoy, por ejemplo, he escrito para una revista sobre Virginia Mataix, joven actriz progre y lista, con un encanto de chica corriente que es lo que más me encanta. Virginia está haciendo un programa de éxito en la televisión y esto me asegura de que mi artículo será leído. Con Virginia he tenido y tengo una amistad profunda, delicada (languidecida hoy, porque no nos vemos).
Virginia se abroquela en ese hermetismo blando, tierno, invencible, de las inteligentes con cierta ternura hacia el hombre, y de ahí no hay quien pase. La quiero mucho y ella lo sabe. También escribe y es actriz, sobre todo, interesante y actualísima actriz. Yo empecé a interesarme por ella en el cine, antes de conocerla. Luego fue ella la que vino a conocerme a mí, aunque yo no había escrito una sola línea —no sé por qué— de esta criatura.
Desde entonces somos amigos.
Después, como queda dicho, trabajo en el libro que estoy haciendo (siempre estoy haciendo alguno). Esto, más que una prisa editorial por publicar, es como un soporte que le ponemos a la vida quienes ya no nos soportamos, o apenas, María. ¿Y qué coños hago yo aquí, si ya he hecho lo poco que tenía que hacer en el mundo, bien o mal, y esto, por otra parte, es un coñazo? Ah, pero está el libro.
No voy a dejar sin terminar el libro.
Y no es que crea demasiado en el libro como libro. En ningún libro, ni mío ni de otro, pero tengo que reconocer lo que siempre, a fuer de profesional, me había dado risa: que los libros son útiles, prácticos, y ayudan a la gente. Lo reconozco con restricciones. El libro, como mucho, ayuda al autor. A mí me está ayudando. Desde hace cinco o diez años escribo libros porque me ayudan a vivir o, mejor dicho, a no morir, a no morirme, a no matarme. Arrastra uno unas saludables inercias que son puramente profesionales y nada más:
—Yo me pegaría el tiro ahora mismo, María, pero tengo firmado el contrato, cobrado y gastado el dinero: hay que terminar el libro. Un caballero no se muere dejándole al editor una sinfonía incompleta. Las sinfonías incompletas quedan muy bien en la música, pero los editores y los amigos acostumbran a completar nuestras sinfonías póstumas con unos estudios obvios y unas páginas de relleno, que nos registran en la papelera de muertos. Mejor la obra acabada, tersa.
Bebo y como mientras escribo. Los gatos me interrumpen lo imprescindible. Son gatos de escritor y saben, como los criados, que no hay que pasarse. Luego no almuerzo, si no hay invitados, y duermo la siesta. Unas siestas brutales, bestiales, de tres horas, con las que mato las horas de calor irracional e inhabitable.
Por la tarde viene gente. Otras veces, la gente viene a pasar todo el día. Entre los «famosos», han estado aquí, últimamente, mi imprescindible Haro-Tecglen, entre sombrío e irónico, tan crítico teatral que va teniendo algo de cómico viejo y listo, cuando cuenta cosas. Raúl del Pozo, comunista y vital, prosista violento y brillante, vida paralela, amigo. Me suelta unas cuantas verdades y luego me dice que los árboles de mi jardín (al que su mujer, italiana, llama «parque», no sé si irónicamente) no se mueven al unísono (era una tarde de viento). Él encuentra esto mágico, y alega su autoridad de pastorcillo de Cuenca. Cuando le explico las razones razonables que pueden explicar el fenómeno, descubre la Luna por el este, en pleno día, y le parece otro despropósito de la naturaleza. Está realmente en maldito. En el adorable maldito que es.
Nos damos unos besos de hombres y se van.
También ha venido Modesto Roldán, el famoso fabricante pictórico de fetiches eróticos, que va a ilustrar algunos libros míos. Acostumbro a tener en cuenta lo que beben mis amigos, y sé que lo de Roldán es la ginebra. Le doy una botella de Pitman y que se arregle. Luego le llevamos a Madrid, porque no ha traído coche. Modesto, con su conversación en francés y su explicación fálico/vaginal del mundo. Un gran artista.
Casi de madrugada se presenta Otero Besteiro, con Geles, a jugar al parchís, como siempre. Me trae una acuarela inconsútil, muy galaica en el fondo, en el clima secreto, y discutimos mucho en el parchís, como siempre, por una mierda de mil pesetas. No somos unos caballeros jugando, ni falta que hace. También ha pasado por aquí Gigi Corbetta, lleno de la tristeza de los gigantes, con alguna adolescente codiciadera. Me voy a la cama ya de día, destruido.
Y mañana hay que hacer los dos artículos de precepto, según mi querido don Paco Cossío: uno para vivir y otro para beber.
O para que beban.
A veces, María, bajamos a la ciudad a última hora, para una cena o un estreno, que agosto no renuncia a su pompa y circunstancia. La noche es de seda y de tiniebla azul. Tu coche se desliza por la autopista como si la autopista se deslizase bajo tu coche. Vamos de blanco, vamos perfumados, absuelta y disuelta la obscenidad vieja del matrimonio en una fiesta de galas y de olores. En la ciudad, en la cena, en el estreno, nos encontraremos con los demás, con los de siempre.
No puede decirse que hayamos sido apresados por la actualidad vil, en nuestra lucha por el presente cierto, sino que hemos condescendido blandamente a la actualidad, a la mundanidad. El teatro de una cena o la mentida cena de una comedia de teatro discurren ante nosotros como el texto discurre modernamente ante el espectador, ante el lector, y no al contrario. Hemos tenido un preludio de besos y sonrisas, de palabras sin peso, perfumados aún de coche y autopista, metiendo nuestro olor campestre, puramente mental, entre el olor ciudadano y corrupto de los otros.
Después de la cena, después de la función, después de lo que sea, seguimos blancos, vaporosos, aislados, casi como unos novios, como unos recién casados, a estas alturas, porque estamos haciendo la experiencia del presente absoluto, y ellos no lo saben.
Y empezamos a odiarlos porque ellos son la actualidad, viven una actualidad de calor y teatro sin refrigeración, que nos repugna un poco, como el infierno debe repugnar desde el cielo.
Huelen a ciudad.
De modo que nos desprendemos pronto de las ligaduras y, momias de lo actual, embalsamados de presente, que no de actualidad, volvemos a nuestro coche y enfilamos la carretera limpia, por la que ya viene un aire puro, sano, inédito, que nada sabe de la conspiración oscura de los teatros, ni del perfume pútrido de las cenas.
La Luna, sobre el jardín, nunca ha sido tan ajena a la Tierra como esta noche. Me siento ciudadano de la Luna.
Tu pelo huele a trigo de cuando tú eras trigo, María. En tu pelo está tu desmemoria. Lo rubio de tu pelo, pelo rubio de morena, se aclara con los años (y no son canas, María, no te alarmes), sino que lo rubio va tomando eso: el color de la desmemoria. En tu pelo se ve que no te acuerdas de nada. Tu pelo es fino y liso, largo, como un arpa tendida hacia el olvido. Te habrás hecho mujer de pelo abajo.
Como las casas son casas de tejado abajo, un enredo de chismes y pucheros, pero el tejado siempre es lírico y se entiende con el cielo.
En tu pelo se enreda todo lo que tú olvidas. En tu pelo se alisa todo lo que recuerdas. Tu pelo es un circuito de planetas, un rubio planetario que ahora suena. Déjate el pelo suelto, o tirante y geométrico, que en tu pelo suceden las cosas que ya no suceden en tu cansado, vencido, vacío, roto corazón. Qué transitado tu pelo, en las noches de gala que te he dicho, o en noches de estrellas gordas, aún abrumadas de sol, y cielo desplegable. ¿Qué mar de sueños es tu pelo despierto cuando duermes, María?
Los álamos son blancos, los álamos son cuatro. Los álamos son blancos, de modo que no son chopos, pues que el chopo es un álamo negro, María. Los cuatro álamos detrás de la casa, que cierran el jardín, son cuatro álamos blancos de arranque vigoroso, que en seguida se hace armoniosamente cismático, en dos o tres troncos.
Y hay un reguero de medallas verdes que sube por ellos, como una brillante carrera de político. Los he abrazado, los he besado uno por uno. Se besa, con beso de hombre, a un amigo que se muere. Como yo me muero y los álamos no besan, los he besado yo a ellos.
En su carne blanca de madera blanda crecía esta mañana el frescor de la hora. «De los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire.» Austeridad, pureza de la copla castellana. De los álamos vengo, madre. Abrazado a un álamo, miro hacia arriba, sigo con mi mirar su crecimiento, la fiesta vertical y verde de las hojas y la luz. Mi viejo árbol castellano, más femenino que el chopo, su variante oscura, pero no menos macho. De ver cómo los menea el aire.
Cuatro esquinitas tiene mi casa, cuatro álamos blancos que me la guardan. Si cualquier adolescente es un ángel de Botticelli, el álamo es un ángel del Greco.
Pero viene septiembre, María, con su pisada de zorro y su hocico de oro negro, que anda por entre nuestras cosas. Estamos a veintiocho y el zorro de septiembre ha bajado del monte, los zorros de septiembre se mueven, invisibles, a través de nosotros.
De pronto dices que tienes frío. Es que ha pasado un zorro. Este zorrito joven, todavía vividero como un gato, anda entre nuestras cosas, desfoliando los días de agosto, Libro de Oro, perlificando el tiempo en gota fría, sólo con su mirada.
Antes de que llegue septiembre, llegan sus zorros de oro, María, su rebaño callado y predador. El zorrito se lleva una cosa, destruye otra, y el verano va perdiendo consistencia, el bloque de oro, el lingote de tiempo se ensombrece despacio cada día.
Hoy ha venido el zorro. He madrugado sobre mi madrugar natural, y le he visto la cola. El alba estaba pura, en blanco y verde, virginal en el cielo, misteriosa en el agua. Pero ha pasado el zorro, sí, por el jardín, el zorrito con su cara de Voltaire, y cuyos libros son piedras, como el inspector de nuestras vidas.
Septiembre nos envía los heraldos negros de sus zorros.
Álamos posteriores, mis olvidados álamos, el relicario/álamo de mi azul pubertad. Álamos de Castilla, por detrás de la casa, los que apenas visito y en los que tanto vivo. Jóvenes chopos verdes, álamos, lo que sean, alabardas de sol con medallas de oro. Los árboles más hombres, los amigos más árboles, perdidos en el huerto, mis árboles paletos, mis machadianos árboles, lecturas infantiles, mástiles de otro cielo, custodias de la luz. Los visito de pronto, callado y compungido, gran cuadro de las lanzas cuando viene el crepúsculo. Les escribo esta prosa y pregunto a María si crecen saludables, si se los riega bien. Cual los buenos amigos, mis álamos de luna, viven siempre callados, guardándome la espalda.
Ha venido Juan, el mecánico de mi casa civil, a ver un poco el viejo citroen GS. Le ha abierto su bocaza y ha acariciado el motor como si fuese un gato. Se ha sentado al volante y lo ha puesto en marcha con una solemnidad como si el coche fuese a salir volando. Lo ha mirado por debajo, y entre las ruedas, como si ocultase cocaína.
—Yo creo que está muy bien todavía.
Quiere decir que hay que reajustar el motor, arreglar la carrocería, cerrar la puerta que no se cierra, pintarlo, quizá.
—Eso —digo yo—, pintarlo de rojo.
El citroen GS tiene un color crema grisáceo que siempre ha sido discreto, pero, ahora, el que ya no soy discreto soy yo.
Preferiría el rojo.
Un rojo brillante.
¿Y qué es lo que espero de este coche? Nada, naturalmente. La utilidad de tener dos coches en lugar de uno. Pero a mí eso no me importa nada. El puro placer mecánico de reconvertir un vehículo. Pero yo no tengo la pasión, tan actual, de la mecánica.
Sin embargo, me haría ilusión —quizá sea una pequeña recuperación de tiempos perdidos— ver al viejo citroen GS, rojo y brillante, rápido y fuerte, demasiado grande, corriendo por las carreteras. Se ama un coche, se ama un árbol, se ama un gato, se ama una mujer, se ama lo que se tiene cerca, se ama el amor.
Se ama cuando uno tiene capacidad de amar, que no sé si es una capacidad o una carencia. Me gusta haraganear con Juan, el mecánico, en torno del viejo coche.
—Tampoco tiene tantos kilómetros.
—Eso digo yo.
—Y si lo vende, no le van a dar nada por él.
—No pienso venderlo.
—Puede quedar como nuevo.
—Eso espero.
Juan le anda otra vez a las negras interioridades uterinas y le hace saltar chispas azules y blancas. A mí estas chispas me parecen un síntoma de buena salud de la máquina, aunque no entiendo nada.
—Habrá que cambiarle la tapicería —digo, por decir algo.
Pero la tapicería no es cosa de Juan y estos obreros especializados se atienen a su especialidad como el médico que hace trasplantes de corazón se atiene a los trasplantes, y no quiere saber nada de una espinilla. La revisión del coche no da para más.
La mecánica siempre me ha parecido una conversación corta. Pero es que yo no sé nada de mecánica. Quedamos en que Juan se va a poner a ello, pero se va y no hemos concretado nada.
No importa. El coche ha vibrado un poco y me huele ya a coche vivo.
(Canto al viejo citroen con que empieza este libro, si recuerdan. Canto al viejo citroen de que nadie se acuerda, salvo cuando hay paquetes. Coche de lujo un día, deviene furgoneta. Diez años de mi vida gotean de sus motores. Canto al viejo citroen en su sueño de máquina y le limpio las lágrimas sucias del parabrisas. Se queda aquí en el campo, se queda en su cochera, cuando todo septiembre huele triste a regreso. Te quiero, viejo monstruo, chatarra de mis días, y te paso una mano por tus metales crema, y te pinto de rojo con titanlux mentales.)
Envejecer, María, no es ir dejando cosas, sino ir viendo cómo las cosas nos dejan. La vida se aleja del que ya apenas está vivo. Yo, María, en el hueco que dejaron los sauces secos, y por donde sólo se ven postes de telégrafo, y sus hilos, yo pondría álamos, álamos como los de detrás de la casa, mis tiernos y líricos y altísimos álamos castellanos.
Tendría un paisaje de infancia como paisaje final. Envejecer, María, es ver cómo las cosas nos van abandonando, se van alejando de nosotros, acuérdate de todo, la Virgen románica que se escapó del Rastro, el piano en llamas que vino volando, y ahora vive apagado en el salón segundo, salvo cuando Olguita o la gata pasean por él su suave garra.
O la mesa de clavos, o la mesa de clavos. Es un convento horizontal que nos sirve de comedor. Pero todo ha perdido ya la violencia que tuvo, el encanto que tuvo, su fuerza de presente, porque es el presente, María, y no otra cosa, lo que perdemos. Hemos planteado en esta carta/libro una defensa del presente, hemos erigido el presente contra la actualidad devoradora. Y hubo un momento, María, hubo un momento, tú lo sabes, en que parecía que habíamos ganado la batalla. Ahora ya no. Septiembre es un zorrito de oro que crecerá hasta hacerse inmenso aquí entre nuestras cosas. Nos va a devorar si no nos vamos pronto. Que se coma la Virgen y el piano.
El citroen, ya lo ves, van a arreglarlo. «Pero los álamos están enfermos, tienen hojas amarillas.» ¿Se van a morir también los álamos, María?
Ni cipreses ni plátanos. El plátano es un árbol ciudadano, estoy harto de verlo en todas las ciudades, metiéndose por los balcones, huele a alcoba de enfermo. Álamos, María, quiero álamos delante de mi casa. Y el citroen que lo pinten de rojo. Envejecer es esto: ir viendo cómo las cosas se alejan de nosotros. El gato huye del muerto y las cosas no esperan ni siquiera la muerte, se van yendo. A mí me abandona el presente y a ti la actualidad. O al revés, viene a ser lo mismo.
La Virgen románica, ya ves, que tanto iba a lucir en esta casa. Nadie la mira. El piano quemado, surrealista. Está en un rincón, sobrecargado de fotografías viejas. Puede naufragar este octubre en el agua de otoño. La mesa de los clavos.
Nadie viene a comer a nuestra mesa.
—Los álamos están enfermos, se van a secar pronto.
Cuando las cosas empiezan a irse, María —y no digo las personas ni los animales, que al fin tienen su instinto y conveniencia—, cuando las cosas empiezan a irse de nosotros, con su raro instinto de cosas, que ni siquiera es instinto, sino ley gravitatoria, quizá (ya no las atraemos), cuando las sencillas cosas comienzan a abandonar un cuerpo, es porque ese cuerpo ya no comunica vida a las cosas, se ha quedado frío.
Algo así me pasa a mí, María.
Los álamos me gustarían blancos. (Álamos, no chopos.) El citroen GS me gustaría rojo. Las cosas, las cosas, sólo yo he dado a las cosas su ternura, sólo yo he llorado sobre una mala Gioconda en cromo de mi madre. Y las cosas se van como en una desbandada de hojas. Es septiembre, claro.
Pasa todos los años, pero cada año trae un septiembre más profundo, María, un animal más hondo y misterio (le llamo zorro por llamarle algo), una bestia más cruel, más obstinada. Cada septiembre trae más carga de muerte. Volvamos a Madrid, seguiré allí esta carta, pero siento, María, como si hubiéramos perdido la batalla del presente, como si el campo nos desalojase, «los álamos están enfermos, los álamos se secan», y pienso que es la actualidad, la actualidad, sí, mi salvación, el sitio donde vivo, la vida de mis días.
El presente nos sepulta poco a poco, el presente es mentira, como todo el clasicismo, es una armonía de panteones que oculta mucha muerte, hay carcoma en el románico del salón, hay humedad en el piano del otro salón, hay gusanos en los sauces y muerte en los álamos, algunas palmeras se secaron en invierno, han lucido al sol, este verano, como escobas gigantes y odiosas. Sólo cabría prenderles fuego.
La actualidad, María, la actualidad, un mundo en que me pierdo, en la actualidad me hago un pez a un tiempo soluble y venenoso (recuerda las palabras en francés), en la actualidad soy cada uno de los circunstantes, me voy salvando de unos en otros, no sé.
¿La actualidad o el presente? El presente se derrumba en torno nuestro como una geometría de sol y buena voluntad que habíamos fabricado. La actualidad me reparte en tiendas y en mujeres. No es más que otra forma de muerte, pero más distraída.
Salvémonos por la frivolidad, María, muramos frívolos. La última frivolidad es el suicidio, pero, aunque no llegásemos a eso, la actualidad mata con mil brillantes alfileres de oro.
Los gatos que se vengan con nosotros. El campo también ha querido asesinarlos. Los animales, como los niños, son mera actualidad, pasan de una cosa a otra sin transición, viven en lo actualísimo, aprendamos de ellos, aquí han enfermado de presente inmóvil, seguramente no tengo razón, María, pero me marcho.
Qué hoguera hacen las hojas al borde de septiembre, qué fogatas de luz, lo verde rojo en verde. Hay una desesperación tranquila que atraviesa el continente hundido del jardín. Agosto era la luz filtrándose de oro por las finas orejas de mi gato, agosto era ese trago profundo que da el agua para pasar lo azul por la garganta de agua, agosto era la fruta, la tiña, la acuarela, agosto eran tus botas rojas entre dragones. Qué hoguera hacen las hojas al borde del verano. A este fuego sin fuego lo llamamos septiembre.
No se va uno de las cosas cuando quiere, María. Hemos madrugado como ladrones o como expatriados. Hemos madrugado para abandonar la casa con la primera luz. Yo he ido poniendo candados en el límite del sol y la sombra. Tú has hundido en bolsas oscuras una ropa preinvernal. Los gatos iban y venían con su fino instinto, presintiendo que allí pasaba algo.
Hemos apagado luces, bajado persianas, hemos creado una penumbra inhabitable (y tan fresca y grata) en el nacimiento del día luminoso, un día como de julio. Hemos maniobrado penosamente, torpemente, para traer el otoño. Pero todo en el coche, María, se ha venido con nosotros: la Virgen de un románico que sólo da el Rastro, el piano en llamas, los gatos en interrogación, el presente de fruta y larga siesta.
Hablamos del tiempo, con trascendencia, y lo que nos rige es el otro tiempo, la climatología. Ha amanecido julio en el jardín, iniciado septiembre, y nos hemos venido a la ciudad con un malestar de casa mal cerrada y presente abandonado. Cambiamos el presente por la actualidad y sabemos que perdemos en el cambio. Dudamos. Sabemos que volveremos cualquier día.
Al final, María, se impondrá la solución ecléctica, que es odiosa ya desde la palabra, que suena a «bicicleta». Nos iremos despidiendo del presente en los fines de semana, trayéndonos más bolsas, más libros, trayéndonos los gatos, haciendo la comedia del presente absoluto, conquistado, por veinticuatro horas, cuando nos sentimos tan rehenes de la actualidad.
Luego, cuando el pequeño continente, la Atlántida emergida de mi jardín, sea ya un otoño de tormentas, tampoco lo abandonaré con gusto, como un capitán no abandona su barco en la tormenta.
El presente, en fin, está allí, María, y la actualidad está aquí, tentadora. Agosto, ya lo he dicho, fue la luz haciéndose de oro a través de las finas orejas de mi gato.
Llena de canas de oro, entras en el otoño.
Aquélla, aquélla eras tú, ahora lo veo aquí, desde la ciudad, aquella que se perdía entre los verdes del jardín, «hasta el más profundo», con el pelo rubio, la braga blanca y las botas rojas, aquella que regaba, desatando una ortografía de regadores en todas direcciones, tomando la manga amarilla e insistiendo con fresca insistencia sobre las raíces de los sauces o la población plebeya de las lechugas.
Yo soy aquel que ayer no más decía. Ayer, no más, estabas perdida en tu presente, que es el presente puro de las cosas, regando, escardando, hortelanizando. Hoy escribo un nuevo párrafo de esta carta a ti, ya en Madrid, y he tenido que cerrar las ventanas del piso para guillotinar el rumor crudo, confuso (y tan querido) de los coches en la calle. Necesito, María, recrearte como eras ayer mismo, perdiéndote cada vez en mayores honduras de boscaje, de la mano del agua, hasta que no se sabe ya si el agua eres tú misma, de tan sencilla y estival. Una infancia negra de posguerra, una adolescencia de sueños mediocres (que ya empezamos a compartir), una juventud matrimonial, madrileña, compleja, complicada, folletinesca, novelesca, que es mejor no recordar, porque nos perjudica a los dos.
Y una madurez de jardín y mangarriega. Te veo a lo lejos, entre mi libro y mi penumbra, te veo minutísima entre lo verde, ordenando las caligrafías locas del agua, viviendo tu jardín como una vida verdadera, más verdadera que la vida de cócteles y conferencias a que yo te he obligado.
El jardín me costó caro, pero lo bueno del jardín es que te incluye a ti misma. Lo que no sabía el vendedor es que en el lote venías tú, oficial compradora. En el jardín, regando, eres la que eres, y se te pasan las horas y los días ordenando los rebaños de agua, haciendo razonable esa locura fresca que es el agua. Ésa eres tú, ahí te tengo, y te miro desde los anteojos naturales de mi penumbra, cuando el sol se hace rubio en tus canas, lo verde se hace lujurioso en torno de ti y el agua se hace mansa en tus manos (ya un poco artrósicas, ay).
Aquí te tengo, amor, allí te tengo. Pero es imprescindible una mínima distancia entre lo escrito y su objeto. Ahora que nos hemos venido (antes de tiempo), es cuando mejor te veo, con perspectiva de unos pocos días, resumen de hijos perdidos, amores malogrados, cosas, feliz al fin, con esa paz indiferente que da la madurez, y que es la mía también, regando los ciruelos, los rosales, el modestísimo césped que nada pide ni quiere para crecer.
No debieras leer, María, este capítulo, para no saber que eres feliz cuando lo ignoras, porque entonces lo sabrías y se estropearía el encanto. Pero aquella niña de los pinares adolescentes, que iba para nada, que luego se me extravió en Madrid, aventura en que yo mismo la metí, es de nuevo una criatura natural, hembra y sencilla, que riega los ciruelos con fervor.
Bueno, pues aquí estoy otra vez, en el campo, escribiendo de madrugada, casi, como un Azorín sin talento (tampoco es que tuviera mucho el chufero valenciano), recuperado mi pequeño reino, mi triangular continente, mi Atlántida emergente y breve, que hoy no me atrevo a llamar, como a lo largo de este libro, «mi presente».
¿Adónde está mi presente? Yo qué sé. Yo había planeado la toma de Madrid con ciertas precauciones, guardándome la retirada, pues me parecía una cosa de oficinistas y señoritas telefonistas eso de tener que estar el primero de septiembre en el tajo, puntualmente, contrastando bronceados y orgasmos con los compañeros de oficina.
Y resulta que Madrid son —eran, porque ya no estoy allí, y el pretérito sirve para el espacio como para el tiempo— 35 grados a la sombra, y un piso empavesado de sol, irrespirable de calor y libros. ¿Y qué coños hago yo aquí, me decía? Ha sido, en fin, una trampa de la actualidad, más viviente y exigente en nosotros de lo que sospechábamos. Se ha pasado uno la vida escribiendo como una mala bestia que supiese mecanografía, dándole al público lo que le gusta —o sea, leña—, tiene uno medio siglo y ha conquistado, cuando menos, sin ser ningún Orellana, un mínimo continente de paz y distancia. ¿Por qué volver a Madrid en un convencional 1 de septiembre, como un empleado de ventanilla?
Ya veo que este libro tiene, a ráfagas, algo de diario íntimo y prosaico, pero es que tanto lirismo también pudiera estragar al lector. Todo está calculado, jefe. Me lo dijo hace años José Pla, escribiendo con gran elogio de un libro mío: «Quizá nos hubiéramos arreglado con menos lirismo.» Pues eso, menos lirismo.
Sobre todo, cuando el asunto no es lírico. Ya dije que había planeado la toma de Madrid con las debidas precauciones, como Franco. Pocas cosas, poca ropa y a ver qué pasa. Pasa que en mi cuarto de trabajo, por la mañana, se está relativamente fresco, pero menos que aquí en el campo (y tengo que cerrar la ventana, porque el rugido unánime de los coches me hace el efecto que le haría a un provinciano: se vuelve uno provinciano en dos meses).
Me pasé una tarde tomando y dejando un libro, leyendo sin leer, haciendo el San Lorenzo en la parrilla doméstica del sol poniente. Y pensando argumentos para justificar la vuelta aquí. Son escenas matrimoniales que da un poco de vergüenza contar. En el silencio del aire, en el aire en silencio, después de mis palabras, flotaba un «este tío está loco». Es posible que este tío esté loco, pero este tío no quiere estar cuerdo, si estar cuerdo es aguantar 35 grados a la sombra sin ninguna necesidad, cuando se ha conquistado la vacación indefinida (sin inconfesables jubilaciones), que puede empalmar con la vacación de la muerte.
Finalmente, repesca de las cuatro cosas urgentes y vuelta al campo, hacia un horizonte casi cinematográfico, de puesta de sol, que tenía grandiosidad de huida. La llegada al jardín abandonado hace dos días, ha sido como la llegada de Colón a América. Poco más o menos. Y no sé si me he venido por los 35 grados, porque no hay nadie en Madrid o porque en dos meses he echado raíces en esta tierra dulce de jardín y huerto.
Estoy escribiendo desde las ocho de la mañana. Son las nueve menos cuarto. Aún no he desayunado. Sólo he tomado un poco de whisky, mientras leía la página de un libro a mano. El jardín umbrío de las ocho se ha olvidado de Valle-Inclán y es ya el jardín luminoso en blanco de las nueve. Voy a quedarme aquí los días que haga falta, hasta que pase el calor, pero no sé si esto es una razón o una sinrazón.
Y me da igual.
Ésa eres tú, aquélla, la que el jardín divide y multiplica, la que el jardín confunde. Ésta no eres tú, la que duerme hasta tarde en su losa de sueño, en su calor de noche acumulada y penumbra obstinada. Tú eres aquélla, tú eras aquélla, la que el jardín me acerca y me aleja, la mancha blanca en lo verde, la mujer en quien la naturaleza subraya en seguida lo que su belleza tiene de clásica.
Mujer multiplicada, dividida, barajada por el jardín, tan diversa criatura, niña a punto de perderse en el bosque/ continente de los árboles, mujer que ordena el mundo como en no sé qué Génesis que seguramente acabo de inventarme.
Ésta y aquélla. ¿Sería mucho decir que el juego de espejos del jardín se corresponde con tu biografía? Sería mucho decir, pero lo digo. Digo la niña que conversa con el agua, allá a lo lejos, digo la mujer que puebla sus posesiones, casi con majestad, digo la criatura incierta que he perdido y encontrado tantas veces en la vida, sin otra estrategia que tu indecisión. Digo el oro que el oro le devuelve a tu pelo. Digo el tiempo que el tiempo le devuelve a tu rostro. Caligrafías del agua —estás regando— van y vienen.
Ésa eres tú, aquella a la que el jardín divide, multiplica. Criatura nada intelectual —ni falta que hace—, te entiendes bien con las plantas, con el agua, sabes entrar en conversación con lo callado.
Y eso es todo.
En el jardín va creciendo una marea secreta, como en el cielo, podemos morir sepultados dulcemente por dos láminas inmensas de agua. Tú desencadenas inocentes catástrofes, cuando riegas, y la humedad, ya que no el agua, tiene el jardín balanceante, navegando entre géiseres como regadores, o a la inversa. Sentado aquí, en butaca de mimbre, sentado con un libro y con un vaso, te veo a lo lejos, agente rubio de la inundación, cuando corren ya por todo el césped, por entre la tierra, las serpientes de agua que hacen más paraíso el modesto jardín. Lo tuyo es eso, esto.
Lo tuyo es desatar catástrofes que ignoras, dulces y perfumadas catástrofes de jardín, hondas y secretas catástrofes de la vida, con olor a carburo. Se te perdona por lo que más irrita de ti: por la inocencia, por la indiferencia. Vives tan libre de culpa que, de ser religiosa, se te creería mimetizadora de la Virgen.
Los dragones del agua avanzan hacia mí, amenazando mi alma catarral, mas tú sigues allá, en tus allaes, con el pelo muy rubio y las botas muy rojas, manipulando hélices de agua, hasta que un torpor de sombra, una dimisión de los colores, la yegua morada del cielo, dejan caer sobre todos nosotros la memoria inmemorial de la noche.
Entonces veo tan sólo, entre arbustos de humo, una mujer ensombrecida que se afana como una campesina. La noche te hace legendaria, como a todos. Eres una desconocida, por momentos, que recoge ramas a lo lejos. Luego vendrás, tranquila y empapada, sin noción de que la mano de la muerte te ha rozado, tuya en tu actualidad, a explicar que un regador está atascado:
—Tiene que verlo Pedro, algo le pasa.