Mira, María, verás, llegada la ocasión, no tienes más que ir a la tienda negra que te digo, me parece que está por la calle de la Cruz o así, pasado Sol, y allí, con los otros trámites, tú explicas lo mío, y ellos mismos te facilitan el impreso del Ayuntamiento, tú enseñas la autorización que te he dejado escrita y ya está.
La Administración ha sido muy vituperada, muy calumniada en este país, María. La Administración y la burocracia. Pero lo cierto es que tú rellenas un impreso, o te lo rellenan, lo firmas, lo deslizas por una ventanilla, luego te vas a la calle a hacer tus cosas, luego vuelves a casa, a velar tus muertos, y cuando quieres darte cuenta, todo va como una seda, el inconsútil impreso ha movilizado oscuros piquetes de amortajadores, de enterradores, de funerarios, de funcionarios, de cremadores y de curas.
De curas. Porque, eso sí, en este país puedes dejar dicho que quemen tu cadáver, cuando mueras (si no lo dejas dicho, no hay nada que hacer), pero del cura no te libras, no te salvas, y el cura está allí, en el crematorio, que tiene una capilla reciente, una capilla que no cree en ella misma, y el cura va y me dice una misa de paisano, ¿cuánto es una misa de paisano?, no lo sé, María, a lo mejor va incluida en el impreso, pero ellos siguen su inercia sobrenatural, vas a quedar muy guapa de viuda, y le dicen misa al cuerpo que va a ser quemado en seguida, es un rito sin rito, más oriental que occidental/cristiano.
Y yo estoy allí muerto, tan formal, tan machadiano (los muertos somos más machadianos que los vivos), y tú estás con tu luto y unos amigos, y el tío de la misa se ha revestido de cualquier manera, de modo que el hombre le sobra al cura, se le sale por todas partes, éste es un particular con casulla que, conociendo los descreimientos del finado, mis absolutas indiferencias ante lo imaginario/legendario, que ellos llaman «descreimientos», conociendo todo eso, María, se ha revestido de cualquier manera, con la casulla payasa, para decir su misa a un muerto que flota entre el ateísmo y el fuego de la cámara inmediata, anexa a la capilla. Ponte luto ese día, esa mañana, María, y luego te lo quitas, que ya no se lleva, pero el luto es estético en una mañana crudiza de la Almudena (me parece que sólo queman gente por las mañanas).
De modo que ya sabes dónde está la carta, María, como yo sé dónde está la tuya, y ya me he muerto y no tienes más que abrir el sobre ante notario, si es que para entonces quedan notarios, con lo mayores que son, o como se haga eso, y con sólo echar una firma ellos se ocupan de todo. No sé quiénes son ellos (un amasijo de curas-enterradores-funerarios-funcionarios-incinerarios), pero ellos existen y hasta son eficaces, basta de críticas a la burocracia española, que lo dice un muerto, coño.
Luego me meten a quemar, María, que te prometo quedar bien, como en un cóctel, ya me verás de muerto, qué elegancia, y no es que uno sea el cadáver desnudo de Shelley quemado por su amigo Byron en una playa remota, que ahora todo está tecnificado, electrificado, y en un ratito arde un hombre, en lo que se cuece un huevo o poco más.
Espero que todo salga bien. No sé si se me olvida algo. La carta es suficiente. El notario o quien sea ya lo hacen de rutina. Yo lo que quiero es que me quemen, María, ya lo sabes.
Como tú, o sea. Como todos. Somos una sagrada familia de la que no va a quedar nada en el cielo ni en la tierra. Por fin nos libraremos tanto de la actualidad como del presente. Nos evadiremos, ceniza ágil, de los ciclos aburridos de la naturaleza. Te dan una cajita con las cenizas, pero es sólo simbólico, porque a nadie le dejan llevarse las cenizas, como en otros países, que hay gente que las tiene en un jarrón y, a lo mejor, a la viuda se la beneficia un nuevo premuerto bajo el jarrón de protoporcelana, bajo las cenizas del difunto, que tiemblan con el jadeo general de una casa donde se está follando, y más si es de incógnito. Te dan las cenizas, digo, pero te las quitan en seguida, mientras el cura, ya por fin un tío de paisano, fumando en una pipa, pilotando un coche hortera, liberado del atalaje celestial y usado, se va a casa a comer, que estos de la incineración son unos pesados y siempre se hace tarde para el almuerzo.
Las cenizas las meten en una urna, en un nicho pobre, y le ponen delante una placa de mármol. Ya sabes (no necesito decírtelo) que no hay que grabar nada en la placa, nada de un nombre que salió demasiado en los periódicos, y menos aún alguna frase lírica, alguna cita literaria, como si yo fuese mi último libro. El mármol limpio, crudo, barato, blanco, y ya está.
Dijo un escritor al que yo amé mucho, en la vida y en la muerte, que el miedo es blanco y la soledad es blanca. La muerte es blanca en Asia, donde el luto es blanco. Y perdona, María, este pequeño alarde póstumo de erudición. Me pones unas flores, las que quieras, y te vuelves a casa. Yo lo que quiero es quemarme bien quemado. No ser un fecundo esqueleto que dé raíces de muerto en una tumba, y a través de cuya calavera silbe un tren, en las noches de invierno. Quiero salvarme, en fin, tú ya lo sabes, de todo este asco vegetal que somos.
El impreso, María, no olvides el impreso, lo rellenas, lo firmas y ya está.