El coche viejo, quiero decir, amor, ya me entiendes, el viejo, el citroen GS, ya sé que esta palabra, citroen, se escribe con diéresis en la e, debe ser alemana, diéresis o crema, nos decían en la escuela, qué risa, cómo nos reíamos, diéresis o crema, una palabra tan difícil y otra tan graciosa, pero como a lo mejor lo escribo muchas veces, aquí, citroen me refiero, y no quiero cansarme poniendo diéresis o crema cada vez, todas las veces, lo dejaremos así, castellanizado, el coche viejo, quiero decir, amor, tú ya me entiendes, el viejo, o sea el citroen GS (luego salieron otros citroen mejores, a ver, cada año un modelo nuevo, para que la gente siga consumiendo: lo mismo pasa con mis máquinas de afeitar philis), el citroen GS, como sabes, lo trajimos el otro día de Madrid, que llevaba varios meses aparcado en la calle, que no le daban plaza en el garaje, abollado, con una puerta desajustada, como una barcaza en la que hemos cruzado el anchuroso río de diez años o así. Yo te lo había dicho, vamos a llevarnos el GS al campo, allí lo guardamos y cuando quieras lo sacas y lo arreglas, ¿te acuerdas que te lo había dicho?, y la otra tarde, viniendo de Madrid en el GS, crema y negro, con tapicería azul, todo secretamente desencajado, secretamente rasgado sin desgarraduras demasiado visibles, yo vi estos diez últimos años de nuestra vida, que tiene siglos (y eso lo sabes y lo sientes y lo dueles igual que yo), en este nuestro primer y fastuoso coche. Cuando lo compramos, me acuerdo, en la casa central de la citroen en Madrid, por Doctor Esquerdo o así, había niños provisionales y amigos confusos, y recuerdo también que llevé el dinero en dinero y lo estuvimos contando con la señorita, que era como comprar un rebaño de mulas, que ahora la gente, ya lo sabes, paga estas cosas, los coches y todo esto, mediante tarjetas, créditos, transferencias y líos. El dinero ha desaparecido del mundo, porque todos nos avergonzamos un poco de él (qué conclusión tan moralista y necia), se está perdiendo el tacto sucio y grato de los billetes, como la humanidad perdió el tacto solar del oro y el tacto frío de la plata. El dinero empezó siendo una abstracción materializada, nunca ha sido otra cosa, y ahora desaparecen todas sus corporalizaciones y vuelve a ser eso, un concepto, una tarjeta y una firma. Ya no se ve el dinero y hasta empieza a resultar obsceno, ahora que tenía su pátina de millonarios y pescaderas. Sabes que yo, amor, sigo pagando en dinero, en billetes. Lo que quería decir es que compramos aquel coche, este coche, el viejo, el citroen GS, con tanta ilusión, lo estrenamos con tanta alegría, viajamos en él niños muertos y vivísimas niñas de oro negro, y tus manos pequeñas, amor, aún eran inseguras sobre aquel enorme volante negro de autobús. Eras como un niño pilotando un crucero. Y algún golpe nos dimos, ya te acuerdas. Bueno, pues ya no hay nadie, ya no hay gente, ya no hay niños ni niñas, nos cambiamos de coche, este que llevas ahora, como más afilado hacia la muerte, «no, el citroen lo uso para el trabajo», me decías, hasta que empezaste a dejarlo en el garaje, y luego te dijeron que en el garaje no había sitio para dos coches, y entonces lo aparcaste en la calle en batería, y allí ha estado meses y meses. Qué coche inaugural, el que compramos, y qué muerte la suya, o qué abandono, diez años más tarde, más o menos, ni siquiera lo veíamos entre los otros coches de la calle, como si no fuera nuestro. «Pues todavía corre, no te creas, habría que hacerle revisión total», me decías en la venida.
A nosotros, pensaba yo, habría que hacernos revisión total. Ahora el coche está aquí, en el garaje, junto al otro, junto al nuevo, o solo, me parece que ya no lo vas a sacar nunca, amor, y son diez años, o más, de nuestras vidas —¿de nuestra vida, se puede decir en singular, tiene este singular alguna realidad?—, diez años navegando con buen motor y sin demasiada esperanza por este coche, que ayer era elegante y hoy tiene algo de barcaza desguazada, se te calaba mucho, amor (yo diría que nunca has sido muy buena conductora), se te calaba como si realmente estuviéramos haciendo con él la travesía oceánica o amazónica de estos diez años que nos han traído de la penúltima juventud a la última o primera vejez (hablo de mí).
Tiene ya algo el citroen GS, si te fijas, de aquellas barcazas en que remábamos por el Pisuerga, en otro siglo, en otra vida, en otra estampa. Y lo hemos traído aquí, sin saberlo o sin quererlo, sin decírnoslo, amor, o sin pensarlo, como a una vieja bestia doméstica y querida para que muera. Alguien escribió que nuestras cosas nos sobreviven. ¿Y cuando es al contrario, cuando sobrevivimos a las cosas, cuando asistimos a su agonía de chatarra y respiro final de gasolina, cuando vamos muriendo un poco en las cosas nuestras que se mueren, siquiera sea de abandono, tan cuajadas de tiempo? De la muerte de los animales queridos ni siquiera te voy a hablar. Es obvio el perro o el gato que muere en nosotros cuando morimos perro o gato, cuando un gato o un perro se nos mueren. Pero el viejo citroen, pero el viejo GS, que cifra ya una época difícil y enlagunada de nuestras vidas. No tendría más que levantarme de la máquina, ir al garaje y mirarlo una vez más. Pero eso sería deliberado. El citroen GS en la calle, agonizante al sol. Me consuela y entristece saberlo en la penumbra del garaje, con sus abolladuras de barcaza que no encaja.
El magnolio de mi ventana ha dado una magnolia. Realmente, entre las puntas del magnolio hay ahora una magnolia, abierta como un farol, que recuerda un poco a los faroles que le ponían a la Virgen de Fátima y a otras de aquellas flores de cristal. La religión no ha hecho que naciese la belleza del mundo para facturárnosla, prefabricado en el cielo, Pero mi ventana tiene una magnolia, al extremo de una rama. El primer día (ya van tres días o así), la magnolia empezaba a ser un glande que se descapullaba o una mujer que se desnuda; el segundo día era ya magnolia total, desde la ventana, como una monja blanca y obscena, joven y en camisón. Y al tercer día, la magnolia era una ceniza marrón y recordaba vagamente la estructura de una magnolia.
Resurrecciones, transubstanciaciones, asunciones, todos los días en el magnolio. Me pongo inevitablemente elegíaco mirando por la ventana, pero, visto el magnolio en la totalidad, es como un convento de monjas jóvenes redondeadas, de carmelitas (si es que las carmelitas van de blanco), cada una en su celda de luz, en la punta de su rama, como esa punta de rama del árbol del convento que es una celda femenina.
Monjas impúdicas y perfumantes, las magnolias duran poco, dentro de la poquedad de las flores, en seguida se quitan el camisón de un blanco espeso, lechoso y casi amarillento, para abrasar su cuerpo en ese infierno exterior que es el sol, que las deja en ceniza. Por ahora, el magnolio/convento, bienoliente y pleno, con un aroma que no deja de ser conventual, femenino, sensual, aparece poblado de vírgenes mínimas y lúbricas, enjambre de vocaciones, antología de muertes y de muertas.
El coche, el viejo coche, cuando estaba aquí, los veranos, alguna vez lo cogía la niña Agosto (le puse Agosto porque siempre venía por agosto), se metía en él desnuda, ¿adónde vamos, tío?, y sus pies de galleta pulsaban con sabiduría prematura el órgano de la velocidad y el paisaje.
Conducía Agosto muy elegantemente, no era de esas mujeres que se echan sobre el volante, que lo aferran, que lo ponen rígido. Era una adolescente relajada conduciendo el citroen GS, llevando con facilidad aquel coche difícil, llevando con ligereza este coche pesado, y recuerdo aquellos paseos por veranos que ya entonces eran antiguos, la malicia infantil y morena de su risa, una luz que había en sus ojos oscuros y que no era luz, sino velocidad, esa manera que tienen los muy jóvenes de beberse la velocidad con los ojos.
Yo me dejaba llevar, claro.
Yo disfrutaba de aquel viaje hacia ninguna parte, de aquella huida de nada y hacia nada, y estaba atento, más que a la escenografía luminosa del crepúsculo (estas escapadas solían ser al atardecer), al cuerpo de la muchacha, de la niña, moreno y ágil, delgado y firme, con momentos infantiles de la carne, todavía, sólo un poco desbaratado en las manos, anchas y con las uñas comidas: la colonización de su persona por la mujer adulta y venidera aún no había llegado a las manos. En estos paseos (escasos) comprendí cómo la velocidad es una épica juvenil y el verano es un cielo que desciende sobre los muy jóvenes. Contra lo que dicen las religiones, la edad (la muerte) no nos va acercando al cielo, sino distanciándonos de él para siempre. La edad sólo acerca a la tierra. De vuelta del viaje, el citroen GS entraba en el garaje, cómplice de nada, niquelado de alegría y velocidad por una hora, otra vez joven. Pero allí se quedaba, en sombra, olvidado por Agosto, bebiendo o destilando el aceite pesado y sucio de su muerte.
Te lo dije, mi niña, amor, ya te lo dije, no me gusta que poden los sauces, no me gusta que poden los sauces. En realidad, no me gusta que poden nada. Quiero un jardín salvaje, no sé si por deformación romántica o por gusto de dejar a la naturaleza con sus imaginaciones.
Pero un día, un noviembre, vino noviembre con su hacha, inevitablemente. Los sauces, los gigantescos sauces, eran un bosque del cielo, una masa de verdor y luz que ponía oscilación en el universo, estatura en el jardín y gracia en el día. Lo dijo una vez una visitante:
—Me estaría horas mirándolos…
Casi puede decirse que compré esta casa, este jardín, estos dos mil metros de césped e imaginación, por los sauces. Sentado en el porche, sumergido en la piscina, tú lo sabes, amor, yo miraba los sauces, su ondear en el cielo, la masa movible de su verdor, y esto serenaba mi vida, esto era el porvenir al fin ante los ojos.
Sus ramas de crecimiento inverso caían hasta el césped, y yo, en mis paseos solitarios por el jardín, a veces me quitaba las gafas y apretaba la cara, siempre febril, contra el llanto alegre, fresco y verde de los sauces, contra su rosario matinal de hojas, respirando aquel flujo claro que primero subía al cielo, para mojarse en sus aguas, y luego descendía para mi consuelo.
Vino noviembre con su hacha torpe, vino contra mi voluntad, con su cara de pobre y su ceño quebrado, y se encargaba de podar los sauces. Yo estaba de viaje y, cuando volví, un solar de cielo, inmenso y soso, se manifestaba por encima de los muñones geométricos de la poda. Lloré todo un domingo. Los jardineros, los leñadores amigos, tú misma, amor, me decíais que tenía que ser así, tú no sabes nada de árboles.
Es verdad, yo no sé nada de árboles, tuve que esperar a los cuarenta años para oler una rosa que no fuese literaria, pero yo sé de hombres, he sabido siempre, es una cosa que enseña la vida —¿sabes?—, o que le enseña uno a la vida, y un árbol es un hombre, a mí no me cabe ninguna duda.
Yo sé cuándo han herido de muerte a un hombre o a un árbol. Un árbol, en mi vida, no es más que un hombre tardío. Los árboles son unos hombres que he descubierto tarde, unos amigos fijos y fieles, grandiosos. Uno, entre los árboles —ya me entiendes, amor—, siente que ha perdido la vida entre los hombres. Con mi «humanismo» del árbol, por decirlo lo más pedante posible, adiviné que aquella poda había sido una tala. He visto talar muchos hombres en esta vida, niña, tú qué sabes, o sí que lo sabes. No se poda un árbol horizontalmente. La poda es lateral, espiral, suave. Lo que hizo aquel noviembre, con su escarapela de gallo maligno y su hacha hostil, fue matarnos los sauces, y lo mismo los del bosquecillo posterior de la casa, amor. Todavía crees en la humanidad y sólo has aprendido a desconfiar de mí.
Para el año que viene, ya verá usted qué hermosura, me decían. Pero yo soy el dueño de las palabras y sé cuando las palabras son sólo ruido. Los sauces estuvieron enfermos desde entonces (todos, y eran bastantes), hasta que al fin se han secado y muerto. He visto alguno con el tronco cortado en rodajas, y he tenido que mirar para otro lado. Estaba junto al invernadero. No necesito decirte, amor, que el sauce muerto, como el citroen GS, no son sino pequeñas historias de destrucción en las que me voy destruyendo. Si uno está atento a las cosas, puede asistir al decaimiento de su mundo, que siempre tiene —faltaría más— razones objetivas y circunstanciales.
Con diligencia infantil (por estas cosas vuelves a ser aquélla), fuiste a comprar un par de sauces niños y los plantaste con ayuda del jardinero. Gracias, amor, pero nuestra vida ya no da para esperar la madurez de un sauce. El citroen y los sauces son dos deflagraciones, entre tantas, de una vida final.
Andas entre las ramas, te pierdes y reapareces por el jardín, buscando flores sin nombre, o mimando el barroquismo excesivo de las rosas, eres luz en la luz o sombra en la sombra, estás repentinamente en un sitio o en otro (esto es lo que te da más carácter de aparición), riegas un poco sobre lo que ha regado el jardinero, pensando al nivel de ti misma, rubia y morena, o sea, no pensando apenas, y yo, desde la sombra interior y letrada de la casa, te veo ir y venir, aparecer y desaparecer, recupero un momento a la de entonces (sólo un momento, ay), aquella niña de provincias, con calcetines blancos, zapatos altos de su hermana mayor y andares de cabra trabada.
La niña aparece en ti, María (tus compañeros de profesión, o lo que sean, te llaman María, y voy a darte, de momento, ese nombre distanciador que no es el tuyo, por aliviar ternuras). La niña aparece en ti cuando el pensamiento se te vuela (con tanta facilidad, según el médico, y según tengo yo observado, sobre todo), y no es que pienses en cosas abstractas o lejanas, sino, sencillamente, que no piensas. «Si pierdo la memoria, qué pureza», dice un verso del poeta catalán Gimferrer. Otro día hablaré de tu veloz y diagnosticada pérdida de la memoria, que no deja de ser un desnudamiento hacia la infancia. Hoy sólo quiero advertir que en esas pausas de pérdida de memoria, entre rosal y rosal, entre el ciruelo estéril y los ciruelos no estériles, vuelves a ser aquella niña que no se acordaba de nada porque nada había vivido. Hoy lo has vivido todo, amor, lo grande y lo pequeño, el daño y la culpa, conmigo y sin mí, y siento que, como tu pérdida de memoria te purifica, tu memoria silenciosa soy yo, que no olvido, que no puedo olvidar nada.
Eras aquella niña dulce y crispada, lenta y perfecta, resignada en la provincia, toda tú de medidas provincianas, y esa niña es lo que la vida me ha robado, lo que la vida ha ido diluyendo o sumergiendo, como la tierra se hunde en el mar, treinta centímetros cada siglo. Aquel yo se hunde en el yo actual, treinta centímetros cada año.
Somos unas Venecias que, generalmente, ni siquiera han estado en Venecia.
Sólo una esquina de sol, un laberinto de jardín, me devuelven de pronto aquella niña de hace tantos siglos, y no lo siento por ti ni por mí, sino que lo siento por la vida, que así acuña imágenes hermosas de sí misma y las borra. Luego, te haces actual, más que real, y entras con unas flores o un tomate, mira cómo huele este tomate, ya ves qué hermoso, es de los que cultivo con el jardinero, o dejas las flores, rosas rojas, en una sencilla jarra de agua, sobre esta mesa de madera buena y simple en la que trabajo. Puedo contar ahora mismo cinco rosas, que todavía perfuman, pero con perfume de ayer, ya no de hoy, mientras julio se aduerme por los cielos. Mañana, las rosas tendrán que ser otras, ay. De momento, algún pétalo gordo, como desprendido por su exceso de terciopelo, de color o de olor, cae sobre un folio en blanco, sobre un libro, en el agua o la naranja del vaso.
Estás en el jardín como en tu cielo. Luego, a la noche, me haces las cuentas de lo que se ha revalorizado el terreno. Serías un ángel si no te obstinases en ser un ángel contable: es decir, una mujer.
Las mujeres, amor, sois ángeles contables.
El coche, el citroen, el viejo citroen GS, el coche que ya no usas (ahora sólo sacas el alfa), el viejo coche, María, como habrás ya comprendido, no es otra cosa que yo. No una metáfora de mí, no una imagen, sino yo mismo, María, yo mismo, que he venido a encerrarme en un cuadrilátero de sombra y sosiego, cansado de ciudad, por destilar en silencio el aceite pesado de mi prosa y mi muerte.
El citroen y yo nos parecemos, reconoce que nos parecemos. Estuvimos de moda y nos han superado otros modelos. El citroen no quiere competir y yo tampoco. No sé si te enteras muy bien, María, de lo que me pasa por dentro, porque yo sigo escribiendo todas las mañanas, entre el jardín y el alba, en mi máquina roja, obsequio de una novia treinta años más joven que yo, y cómo acabó aquello, ya lo sabes. Hago mis artículos, mis colaboraciones, ejerzo mi profesión de escritor que «escribe bien», llevo treinta años vendiéndole palabras a la gente, nunca creía que se pudiera vivir de eso, de vender el diccionario por piezas, y luego trabajo en libros como éste, un poco líricos porque no tengo otro lenguaje, no porque me guste, y bastante confesionales, espero, porque sé que escribir es siempre volverse del revés y, sabiendo esto, he renunciado a toda clase de prótesis argumentales, que son las de los novelistas de moda que se limitan a seriar sus pulcras redacciones. Redactan novelas, amor, hoy en España se redactan novelas. Juan Ramón, más cruel, decía: «Guillén está forzando un nuevo libro.» Yo sé que los fuerzan, pero prefiero subrayar que los redactan, porque redactar es todo lo contrario de escribir. Hoy se llevan esas minuciosas redacciones, sin una sola intuición verbal. Vaya una mierda.
Pero yo no soy más que un viejo citroen GS, amor, el citroen del garaje, que ya nunca sacas, y que disfruta eternamente de una penumbra de aceite, leña y aperos de jardinería. Mira, María, dios te salve, María, pero no sé si has llegado (o lo callas por discreción) al fondo de mi fondo, al muerto que yace en mi edad, con costumbres de vivo, todavía, al citroen GS, modelo viejo de hace más de diez años, que llevo enterrado en mi fondo.
Un día, cuando esté solo, voy a encerrarme en el citroen GS, en el asiento de atrás, que es donde yo iba casi siempre, y voy a estar allí horas y horas, todo un día o toda una noche, sin comer ni beber (qué superado ese «hombre nuevo» del alcohol), respirando el pasado que vive en ese coche, su pasado de tapicería azul y asientos cómodos. Voy a viajar, yo que no sé conducir, en el coche encerrado en el garaje, sin tu conducción sensata —tú, siempre tan urbana—, sin la conducción loca de Agosto, la niña, sobrina de las cosas.
Hemos traído el viejo citroen GS y me he traído yo, uno de mis múltiples y sucesivos yoes, el último, el de los últimos diez años, al garaje de sombra, a esa cosa de garaje fresco que tiene siempre la sombra (sabes que odio el sol: Sartre decía que es siniestro), y ni nos hemos confesado que el citroen GS no va a rodar nunca más por las autopistas ni te he confesado, no sé, María, si lo intuyes ni si te importa, que yo sigo rodando como un automóvil, con la inteligencia de otro, el otro que fui hace muchos años, pero que mi sueño secreto de automóvil quemado es un garaje rectangular, con leña para el invierno, con los mezclados olores de la jardinería y el automovilismo (el jardinero guarda aquí sus cosas). Cuando se renuncia a la conquista de la actualidad, María, se descubre el presente, mucho más rico y verdadero. La actualidad sólo es un mito periodístico. No me entiendas menos que al GS, María.
Las rosas, María, las rosas, por qué estas grandes rosas, rojas, blancas, amarillas, creciendo en el jardín, entre tú y yo, inventándose una fiesta que no hay, las rosas, amor, las rosas, tan tarde en nuestra vida, estas enormes rosas de una geometría excesiva, barrocas rosas de té, como de un japonesismo puesto a tostar, y qué celebran las rosas del rosal, dímelo tú, María, anda, dímelo tú, que andas desnuda por los espejos, peinándote hasta más allá del final del pelo.
No hay nada que celebrar, no hay nada que dar ni que tomar, salvo la continuidad funeral de nuestras vidas, y he aquí la ceremonia de las rosas, su crecimiento diario, casi monstruoso, la mentira de olor que ponen en mi vida. De vez en cuando, algunas mañanas (ya lo tengo escrito en este libro), me pones unas rosas sobre la mesa, en una jarra, mientras trabajo. Gracias por las rosas, María, pero han llegado, ya te digo, un poco tarde a nuestra vida, a nuestras vidas (que nunca sé si hay que decirlo en singular o en plural, y no es un problema de sintaxis, claro). Son casi como las flores que se ponen a los pies de los muertos. A veces, ahora mismo, experimento el vacío inmenso que hemos ido dejando entre tú y yo, a lo largo de una vida, y he aquí que ese vacío se me llena de rosas, irónicamente, he aquí que nuestra desgracia da rosas como si fuera nuestra felicidad, qué felicidad. Nada de hacer aquí, por supuesto, la anatomía de un matrimonio, como esas que se usan en el cine, para consumo de parejas premarchitas. Ninguna enseñanza, aquí, sobre la vida. Esto no es un manual del perfecto matrimonio imperfecto.
Pero la abundancia y el tamaño de las rosas han llegado a cabrearme. ¿Y a qué vienen tantas rosas? Es como si la fiesta se estuviese dando en otro sitio, y yo sin enterarme. Estas rosas/monstruo son el síntoma de algo. De una felicidad que me es hostil, siquiera porque la ignoro. ¿De qué dicha, dime, nacen estas rosas?
En el agua poliédrica mi desnudo navega. Es decir, que esta mañana he entrado en el agua de julio como en el interior de una fresca y durísima piedra tierna, acogedora, y he rodado, dentro de la piedra de agua, por los bosques y los cielos.
El agua es una desaparición, seguramente ya lo tengo escrito, y uno, a cierta edad, sólo busca formas de desaparecer: el agua, la escritura, el sueño. El agua me ha partido en dos con su cordialísimo filo, y he gozado esa delicia de vivir desprendido de mí.
En algún momento debo haber anotado, María, que hay que renunciar a la actualidad para dejar que emerja el presente. No otra es la clave de este libro. Una interrupción de la actualidad (de las «actualidades», como se llamaron alguna vez los noticiarios cinematográficos) en beneficio del presente. Mejor, María, nos quedaríamos en el presente para siempre, amor, olvidados de la actualidad, a la que tanto hemos dado de nuestras vidas, hoy inactuales.
El agua es la forma más pura y más leve del presente. «Sencillez última del universo», la llamó el poeta. Entrar en el agua es dejarse invadir por el presente absoluto, por un enviado del cielo, como cuando un ángel entra en una virgen. Desaparezco en el agua, desaparezco en el presente: soy yo el presente. Tan presentes nos hemos hecho, de pronto, y tan presentes se nos hacen las cosas, que casi nos desconocemos. Estamos educados/deseducados en ese presente de segundo grado que es la actualidad.
Yo soy rehén de la actualidad, María, amor, mariamor, y tú vives siempre en el presente, en tu presente, en un presente impersonal donde ni siquiera te acuerdas de ser demasiada persona. Quizá esto sea lo que mejor nos explique, María. Quizá sea ésa una de las distancias que nos separan y acercan. Qué camino, el mío, qué esfuerzo, de la actualidad al presente, y con qué facilidad, sin proponértelo, entras tú en el tuyo, en el reino de las cosas, te distribuyes en gatos, ciruelas, agua que corre, guiso que arde, llama que te llama, olor que pasa, entrando en los armarios y saliendo, mariamor, comunicando un óleo con un espejo, en una actividad que no sé bien si es toda la chamarilería de la vida o es el tejido mismo que tú tejes, viviendo, el presente que digo y que sólo existe cuando alguien —tú— vive en presente.
Quizá existes menos cuando te paras, cuando te sientas, cautiva en alguna argucia de la luz. O quizá es el presente el que se para, lo que deja de ser o se interrumpe cuando te quedas quieta hojeando una manzana como un libro. En todo caso, yo, desde este presente precario que es sólo actualidad, te miro, como te he mirado siempre, en tu actualidad inactual, en tu presente real e involuntario, con el que en seguida te fundes, como paisaje tuyo. Y deseo ahora mismo, mareado de lo uno o de lo otro, o mareado yo qué sé de qué, deseo que sigas haciendo cosas, cerniendo el tiempo con manos cernidoras, entre árboles de pájaros o esos tarros donde vas seriando la luz de los veranos.
Sigue, María, haz cosas, genera más presente, no sea que nos hundamos, complica más la vida con la vida, rodéame de un presente grato y neto.
Lo de los sauces, amor, no tiene arreglo, ya está dicho, pero ese solar del cielo, más que el solar de la tierra, me deja desolado. Hay que cubrirlo, hay que taparlo, María. Los sauces niños que tú trajiste crecerán un día, crecen muy despacio: uno es viejo cuando comprende que las cosas crecen en dirección inversa de uno.
Habría que traer cipreses, u olmos, o plátanos, o chopos, unos árboles grandes e imaginativos que llenasen el cielo con sus fábulas, María, porque los árboles son fabuladores. Los chopos, ya lo sé, echan duras raíces muy extendidas, pueden perjudicar a los otros árboles. Pero el chopo, o el álamo, si te acuerdas, es el árbol que nos dio sombra cuando nosotros dábamos luz, que nos dio luz, como un relicario gótico de plata verde (más hubiera querido Juan de Arfe), cuando nos quedábamos en sombra adolescente.
El ciprés no es cementerial ni mucho menos. El ciprés es aristocrático, renacentista, pagano y esbelto. Aquí en España se tiene por costumbre (y en otros sitios) meter a los cipreses entre tapias de cementerio, pero es precisamente por alegrar la muerte, por quitarle su cara y su carácter, y la gente lo ha entendido al revés.
Ha podido más el muerto que el ciprés.
Yo no sé, María, pero algo hay que poner ahí. Yo me siento al crepúsculo, cuando el jardín se amotina contra la luz, y me sobra ese cielo, ese trozo de cielo que los sauces, antes del crimen, llenaban de guitarras y de vírgenes. Quiero cerrar mi encierro, ya me entiendes, habrá que ir a una tienda de plantas, tú me llevas.
Ver los árboles nuevos, los que sean, una tropa forestal, como el bosque de Macbeth, ir conquistando el cielo, ir creciendo en lo azul, irle tomando rehenes a la mitología, que es una cosa hecha de nubes.
A estas epopeyas es a lo que vengo llamando el presente, mariamor, ese presente tan fácilmente tuyo y tan difícilmente mío. Los cipreses (soy animal social: confundo el presente con la actualidad) harían cementerial, ya por inercia, este retiro. Las monjas de allá lejos tienen cipreses en su huerto. Por algo será. Los álamos, los chopos, decís que no el jardinero y tú. Bueno, pues pinos, plátanos, pinabetos, lo que sea, árbol de hoja perenne, como yo soy un escritor de hoja perenne.
¿No he escrito yo todos los días de mi vida, no he dado fronda y prosa? Mi árbol, pues, es uno de esos árboles de hoja perenne con el que puedo cartearme por miradas. ¿Te parece? Pero llevo en el pecho ese hueco de cielo, esa ausencia de nada, ese lago de azul que se ha quedado en blanco. Quizá ya no soporto vacíos interiores. Somos exterioridad, somos presente, nos han engañado mucho, amor, con la interioridad. ¿Te acuerdas cuando todo había que interiorizarlo?
No quiero interiorizar nada, quiero ser exterior, como el magnolio, con su pecador convento de magnolias. Quiero ser un magnolio y que mis metáforas se abran en todo tiempo. Tú mientras tanto, María, vete buscando un herbolario, una tienda de semillas, algo, que algún tiempo nos queda, María, para plantar cualquier cosa y que nos crezca.
El jardinero, este jardinero, Pedro, fue antes jardinero de una gran casa y una gran familia, no lejos de aquí, una de esas familias que nos venden el cielo a los españoles en anticipos de agua, luz, gas, lo que sea, y además nos exigen cotizar para el cielo definitivo, que debe ser una maravilla de servicios, un festival perpetuo de agua, luz y gas.
El jardinero, este jardinero, Pedro, tendrá más o menos mi edad, pero está calvo, redondo y falto de algunas muelas. Es servicial con nosotros, trabajador, activo madrugador (pone los regadores a las siete de la mañana) y respetuoso, eso sí, muy respetuoso, hasta el punto de que el otro día vino el piscinero a pintar la piscina, se quedó desnudo de medio cuerpo, por el calor de julio, y Pedro llegó y me lo dijo:
—Qué quiere, a mí eso no me parece bien, estando ustedes aquí, el respeto es el respeto.
De modo que he heredado de la gran familia toda la vieja educación servil que le dieron a este hombre: si ellos lo supieran. Me estoy beneficiando inopinadamente, desganadamente, de un servilismo aprendido, legendario, rudo y triste, y cuando trata de contrarrestar esto mediante el trato llano, las inercias de Pedro recrudecen su condición de siervo:
—Compre una segadora nueva para el césped y no trabaje tanto, Pedro.
—Deje el señor, que ésta, bien engrasada, a lo mejor vale todavía.
Me feudaliza Pedro. No hay manera de luchar contra eso. Veo a través de su sociología involuntaria la educación de esclavo que le dieran, y esto siempre es perplejizante, aunque tan viejo. Pero me divierte el juego, sobre todo, cuando se vuelve hacia mí, contra o a favor de mí. Cuando, como digo, Pedro me feudaliza con una sumisión que le llena de actividad y palabras, de utilidad y rendimiento, por obra de unos remotos mecanismos psicológicos de poder a los que apenas alcanzo.
Pedro está mejor engrasado que la segadora.
(Al fin he conseguido que compre una nueva.)
De mi edad más o menos, como digo, viejo mucho antes que yo (aunque más fuerte y sano, por su oficio), Pedro es una herencia involuntaria, útil y distraída que me dejan los grandes de España cuando su España principia a perder grandeza. Pedro tala, Pedro riega, Pedro barre, Pedro limpia, Pedro planta, Pedro siembra, Pedro recoge.
Y hete aquí, amor, que somos el príncipe y la princesa, irónicamente, porque la vida nos ha puesto debajo, de basamento, un Pedro. Se hace lo que se puede por redimir a Pedro, pero apenas se puede hacer nada. Pedro, empero, también es dueño de un presente, como tú, María, el propio presente que él crea con su trabajo, y ya sabes cuánto tengo envidiado a los hombres manuales. Pero Pedro, ligado a obligaciones remotas a las que nadie le obliga, forjado en sumisiones que no tienen origen, vive su presente como esfuerzo, su salud como trabajo. Sus grandes señoritos seculares le robaron el presente. No sabe que tiene un presente. Allá va Pedro.
¿Y no habré sido yo el Pedro de mí mismo, ya que no de otros señores, el que perdió el presente, siervo de la actualidad? Pero nada de bastardillas, por favor. Hoy, casi desde el alba, Pedro hacía correr las fuentes por mi jardín.
Las urracas, han venido las urracas, que nunca se van, realmente, pájaros feos, corvinos, cruce de buitre y paloma, que conversan la fruta, ciruelas rojas de los altísimos ciruelos, ciruelas amarillas de los ciruelos enanos. Cuando el gato, el Rojito, empezó a pasearse por este jardín, selva de lo que él tiene de tigre, las urracas le seguían desde lo alto, de rama en rama, y al fin algunas cayeron sobre él, con largos picos.
Igual pudiera haber sido un juego mortal de águilas en el cielo y tigres en la tierra. El gato las ahuyentó a zarpazos, y luego, por la noche, las buscaba dormidas en los árboles, las mordía en el cuello, junto al nacimiento de un ala, y llevaba los cadáveres en la boca, hasta dejarlos caer al agua, que para él, sin duda, es la llama fría del infierno. Desde entonces, las urracas no bajan a la hierba, pero andan por los altos árboles, tienen tomado el cielo. Se ha establecido así un pacto, supongo, de modo que mi Rojito se queda en «animal de fondo» (sí, poeta), mientras que las ciruelas del cielo siguen siendo de las urracas habladoras, violentas y aviónicas. De todos modos, se cogen buenas cosechas de fruta, para mermelada y así (ya he hablado en otro momento de esos tarros donde vamos seriando la luz de los veranos: mermelada). Pero las urracas, las feas urracas, que no dejan de tener belleza y esbeltez, cuando vuelan, como brujas jóvenes, como mujeres malas y atractivas, las urracas viven hoy en plena orgía de fruta y de notas.
Bajo ese cielo avaricioso vivo, de repente, bajo esa tormenta de alas y de picos, las ciruelas, legión de querubines, atacadas por el turbión de ángeles caídos. Epopeyas de un huerto a partir de las cuales pueden reedificarse todas las viejas mitologías de origen obvio, tan obvio que ni siquiera apetece descifrarlas. Incluso piensa uno que los antiguos y rudos escritores mitológicos pudieran haberlo hecho mucho mejor, y hoy las religiones tendrían, si no más fieles, al menos más lectores.
A partir de esta guerra de urracas y ciruelas, degollación de frutales inocentes, pueden escribirse cosas mucho mejores que las que se encuentran en la Biblia y otros textos de cualquier religión. Mi gato, mi tigrecillo, que aseguró su reino de una vez para siempre, impidiendo el descenso a las urracas, duerme todo el día en los banzos de sombra que sólo él sabe encontrar, y al anochecer sale, como un rey, bella bestia de oro musculado en el último sol que ya no hay, a bordarse en el verde profundo de otros huertos, por donde encuentra gatos enemigos, gatas sacrificiales, todo lo que le exalta y desgarra hasta el alba.
Pero vive ajeno, ya (como debiera vivir yo, que de él aprendo solamente), a la escandalera procaz de las urracas, a su banquete sucio y conversado. Sólo ingresa en lo verde o el silencio cuando el jardín tiene frescor de huerto, cuando el huerto se estiliza en jardín, y las urracas duermen, sobrealimentadas, mareadas de su propio ruido, en una sombra alta que no es del cielo ni de la tierra. Ése quise yo ser (y por una vez me voy a permitir metáfora moral, como me las permito siempre con mi gato). Ése quise yo ser, solitario y de oro, tan felino, ajeno al vecindario negro y chirriado de las urracas, de los escritores urraca, de las mujeres urraca. Ése quise yo ser y quizá soy (no sé si me ha salido una fábula o un poco de Historia Natural), ajeno al urraquear del cielo por las tardes, solemne y peligroso, felino por la linde de mis robos.
Y, de pronto, a esta mitología de nubes y de pájaros, a esta contienda secreta de jardín, que no sé si tiene lugar en mí o en lo que miro; de pronto, digo, hasta mi alto silencio llega un libro, un libro mío, ni nuevo ni viejo, una reedición que me gusta por la tenuidad de la portada, por la sola gracia de la tipografía, que en absoluto quiere ser graciosa, por mi firma reproducida a imprenta, dentro y fuera del volumen. De modo que, olvidado de mí, como yo andaba, mis libros siguen allá, por la ciudad, por las ciudades, luchando entre los libros, como pedradas largas que arrojé en la Luna y se perdieron lentamente en la nada.
No. No se perdieron. La piedra cae en algún sitio, regato de provincias, plaza de gran ciudad, piedra en llamas de idioma, piedra ardiendo de mi cielo inverso, con chispas que son letras. La piedra incendia un quiosco, hiere a una adolescente en el costado, despierta a un joven escritor, a un buen lector, y se compra y se vende mi escritura, como desde hace veinte años (aquellos primeros libros intrépidos y abrileños), y alguien se lleva a casa, desde el sol de la calle a la penumbra de leer, este volumen mío, como quien se lleva un melón del melonero.
Si me gusta este libro, si me ha gustado siempre, en los años que tiene de vida (no muchos), en las distintas ediciones, es por apretado y crujiente como los melones. El buen lector hará con el libro lo que hago yo con los de otros: abrirlo despacio, escuchando su rasgadura de melonar y virgen, oliendo sus letras como pepitas, refrescándose en una prosa nueva (nueva porque aún no la conoce, que no por otra cosa).
Me ha llegado el libro, sí, esta nueva edición, quiero decir, como si no lo hubiese escrito yo, lanzado al azar de las playas, a la novela de la novela nunca acabada de leer sobre la arena. Me enternecen mis libros, de repente, que creen, ya, más que uno mismo en lo que dicen. Me enternece su lucha por seguir estando ahí, su insistencia de objetos, su persistencia o su inercia, ya imparable, de saetas hechas con palabras, que disparé un día en la manigua de eso que llaman la literatura. Ya me entiendes, María, tú me entiendes, supongo que me entiendes, ya sabes la energía que se concentra en un libro, como la naturaleza la concentra en un guijarro. Bueno, pues ya ves, mira, esa energía no es inerte y sigue funcionando por sí sola, reproduciéndose bajo mil formas, tomando inesperadas direcciones hacia el corazón de papel del lector.
No sería capaz de releer una sola línea de este libro, pero amo su textura de cosa bien hecha, su densidad tipográfica, la cerrazón obstinada que trasmina, más todo lo que puse en él y en lo que, como decía, seguramente ya no creo, pero me emociona por su conducta, por su fluido, por su carácter de herramienta que ya trabaja sola para siempre. Los libros no son buenos ni malos, mejores ni peores, María. Los libros (he escrito medio centenar, ya sabes) son inquietantes por su comportamiento. Unos se van como piedras muertas al fondo del silencio y otros siguen atravesando el mundo con su punta que hiere y su curare. Mientras me olvido de mí entre gatos y ciruelas, los libros, mis libros, algunos libros, allá lejos (la actualidad de que te hablé, mi condición de ser actual), siguen cruzando el mundo como flechas o pájaros o piedras. Mi energía va aún en ellos no sé adónde, y me alegra saberlo, no sé por qué.
Un mundo verde y dorado, vago, que la persiana espía entre sus maderas. Son las ocho de la mañana. La vaguedad de mi sueño se encuentra con la vaguedad del día, filtrado como digo, y ya estoy despierto.
Ah si el día fuese, en efecto, esa cosa lenta y errática que parece cabecear allá afuera. ¿Y acaso no lo es? Sí, el mundo espiado en su soledad es inocente o lo parece. Somos nosotros quienes, al ponernos en él, ponemos la angustia o la duda. De todos modos, quiero hundirme en ese presente vasto que adivino, y del que me viene un anticipo, que procuro violento, en el frescor del agua matinal. Subo persianas, descorro cancelas, me salvo de mi sueño, parece que el gran cuerpo de la luz estuviera ahí, como una bella estatua viva, hecha de perros de oro, para rescatarme de la noche que aún me tenía en su espeso calabozo. Huele a casa incendiada por el sol.
Bebo cosas, desayuno cosas, da igual cuáles: todo sabe al maná del día, todo equivale a ir devorando la fluidez verde y amarilla de la mañana, o a dejarse devorar por ella. Luego me pierdo por la casa, pongo la comida a los gatos, en la cocina, paso mi mano por la piel del Rojito, fresco de noche y de sangre reciente.
Dudo todas las mañanas entre la despensa y el frigorífico. Es casi la duda entre dos culturas, entre dos épocas, entre dos mundos. La vieja despensa de esta casa, con baldosas blancas y alacenas, guarda, naturalmente, legumbres, embutidos, ajos, quesos, frutas, pimentones, todo eso, y a eso huele, pero no a estas legumbres, a estos embutidos, ajos o quesos, sino a otros como anteriores, que aquí se curaron o se pudrieron. Hay una despensa de olor, un fantasma de despensa, perfumando de pasado la actualidad intendente de la despensa.
Esto, en pleno fervor proustiano (que ya pasó un poco, naturalmente), me habría parecido fascinante, me hubiera llevado a escribir algo (y ya lo estoy escribiendo: trampas de la escritura).
El frigorífico, por el contrario, no huele a nada o sólo huele a frío. Es una alta sepultura en pie, de falso mármol, llena de cadáveres exquisitos (algunos no tanto, claro). Es la comida sin la memoria que la comida tiene de sí misma. He leído en estos días a Noélle Chátelet, una bella francesa que teoriza sobre la aventura de comer. Al final, todo es un canto a Rabelais. Los franceses siempre nos están enseñando patriotismo, sobre todo patriotismo literario. Mucho Rabelais, pero nada sobre la memoria que los alimentos tienen de sí mismos, ese pasado proustiano en que viven las longanizas de la despensa. El frigorífico es la comida menos la memoria (nuestra o de la comida). Porque ya se sabe que el órgano de la memoria es el olfato.
Entre alimentarme de la despensa o alimentarme del frigorífico, acabo quedándome sin desayunar, hasta que tú, María, me organizas un desayuno, que llega con los periódicos. Los periódicos, en este tenue y riguroso presente que me he organizado, no tienen mucho sentido. Es éste un libro, ya está dicho, dedicado a lo «infinitamente pequeño», entre otras cosas porque se me ha perdido, gustosamente, lo infinitamente grande, si es que existe. He comprendido que el presente no es un gran fin de fiesta, sino que al presente sólo se entra por el hueco que deja el hueso de una fruta (esto quizá me lo hayas enseñado tú, María) o siguiendo las huellas minuciosas de un gato (y esto, sin duda, me lo ha enseñado el gato). Los periódicos, mera y violenta actualidad, hijos aún de la noche, caen pronto al suelo, no soportan el día sin noticias.
Hasta que me siento a escribir en mi máquina roja. Esta máquina roja, «Valentine», es la variante francesa de la olivetti portátil/universal. Pero hace una letra dos cuerpos más pequeña que las otras, lo que va bien para la intimidad de algunas prosas, y tiene un color rojo/automóvil que estimula mucho la escritura. Esta máquina me la regaló una niña rubia y enamorada, adolescente y lista, a la que hubo que echar de casa a hostias, como a todas. Pero sabía que la olivetti roja era un capricho mío y acertó. Esta letra menuda que hace la valentine es más propia de cartas que de artículos, porque tiene intimismo casi caligráfico, pero, al fin y al cabo, este libro es una carta, de modo que le va bien al original la letra en que lo escribo.
Claro que antes de ponerme con este libro, con el libro que en cada ocasión esté haciendo (siempre hay que tener un libro en el telar: work in progress), cumplo con mis artículos del día, con las colaboraciones para periódicos y revistas. Esta mañana, por ejemplo, he escrito, para mi periódico (mientras bebía whisky con agua, cubalibres de ron, piña colada con leche y con más ron), un artículo sobre una calle madrileña, céntrica, corta y clandestina, donde se arracima cotidianamente, bajo la noche autonómica, la lujuria en todas sus formas, sexos, amores, atuendos y comercios. Ahí centro mi vida, como en lo más puro de la ciudad, porque conozco ese sitio, aunque ahora escriba lejos de él. Es, una vez más, una respuesta al burguesismo hipócrita que todavía clama y cualquier día nos proclama en los papeles.
Y luego, devuelto ya a este libro, tendría que glosar (puesto a glosar mi presente inactual) un artículo feminista que trae la prensa de hoy, denunciándome como «misógino, cínico y benevolente». La autora, pese a que me conoce personalmente, no acierta en nada. Me ha brindado una página de publicidad gratuita, con una de las fotos mías de prensa que más me gustan. Así como me gustan los tres adjetivos de la serie (dedicada a los grandes hombres/grandes misóginos de España). «Misógino, cínico y benevolente.» A lo mejor es uno las tres cosas.
Tú sabrás, María, amor.
En todo caso, soy un misógino muy explotado por las mujeres. Pero la página está muy bien confeccionada, la foto queda divina y todo el contexto es benéficamente escandaloso, escandalosamente benéfico. Viene a reforzar mi línea (una de mis líneas) de escándalo social y literario. Tú conoces bien eso, María. ¿Cómo la pobre mujer, la articulista, es tan obtusa que no ha previsto eso? ¿Cómo no ha previsto que lo que resta es una página diabólica, cínica y publicitaria? Debo agradecer al periódico la forma en que lo ha dado, pues resulta engrandecedora, contando con lo que pudiéramos llamar mi marketing. Y es que estas pobres maduras luchan por una causa (vicaria, burguesa, falsamente rebelde), mientras que uno sólo lucha por la gran causa revolucionaria o por la causa personal de la personalidad. De la imagen. Como contribución a la imagen, el artículo de la tía, toda la página, son impagables.
Y ya me tienes, María, raptado de nuevo por la actualidad (como todos los días, si la siguiese), robado del presente en que vivimos. Pero sigo mi libro, miro por el gran ventanal, veo los juegos del agua sobre el agua, los tapices fugaces que se bordan, estoy solo escribiendo, luego almorzaré algo, en la cocina, o dormiré la siesta, luego haremos charla de a dos, cuando los gatos rampan como pumas, hasta que vengan niñas, viejos amigos, médicos, artistas, a hacernos la tertulia, largamente, en la cueva del calor y lo negro, y el día se desprenda de la noche, dulcemente, como un hijo monstruosamente bello.
Te forjé como un arma para sobrevivirme. Este verso de Neruda, que he puesto como lema de mi carta, se corresponde exactamente con la realidad, María, tú lo sabes, no solamente en el sentido, cosa obvia, sino en el tiempo, aquel tiempo de pinares y adolescencia, en que cada domingo se abría ante nosotros como una arboleda, cuando yo descubría, efectivamente, a Pablo Neruda.
Te forjé como un arma para sobrevivirme. Es un tema de juventud que gana o pierde todo su sentido ahora, en la madurez. Te forjé con palabras mías y de los otros (más de los otros, entonces, y puede que también ahora), a partir de una cabeza perfecta, como de diosa menor, a partir de una piel oscura y un pelo claro y tirante, a partir de una gracia bachiller y un ser, como eras, el stradivarius de las hermanas, porque tenías muchas hermanas, y en estos casos siempre hay una que es el violín aparte y mejor afinado.
Digo lo que digo. No quisiera que hubiese ningún didactismo en esto ni en nada. Te forjé con palabras, me forjé una imagen de ti, a partir de ti, para mi uso. Nada de hacerte a mi imagen y semejanza. Nada de fascismo ni teología. Siempre me he movido igual, en la vida: a partir de una muchacha, de un color, de un recuerdo, yo fabrico mi «escultura léxica», mi equivalente de palabras. El modelo queda intocado. Aquella tú que yo me hice para mí, conmigo y mi lenguaje (o sea, con todo yo), sigue intacta a mi lado, pues que nunca fue de este mundo, sino de mi mundo. Y es la que contrasto hoy, melancólicamente, con la tú que el tiempo ha hecho en ti. Entonces eras tú más verdadera que mi pobre invención verbal e interior. Hoy, por el contrario, quizá sea más verdadera y vigente mi invención de entonces (que se traduce sola a mi sistema metafórico actual, inevitablemente más maduro). Ésta es una de las «enseñanzas de la edad», como diría nuestro amigo José María Valverde. Que los embelecos verbales se tornan más duraderos que la duración de la vida. Que la vida ha hecho nido en mi viejo nido de palabras, dándole realidad a la muchacha/metáfora, mientras que la muchacha/muchacha se hace soluble en lo que no es, como todos nosotros. Algo así.
Pero hay un momento, cuando colectas frutos de una rama de sol, como ayer tarde, en que la chica verbal coincide con la chica real/irreal, juntas en realidad/irrealidad. Cuando el tiempo se para y tienes el desconcierto alegre de vivir. Todos andamos por ahí distanciados de nuestra imagen mejor, que ha creado el tiempo o la colectividad. Pero el fantasma de luz a veces nos da alcance, nos fundimos con el que somos y entonces ya brillamos como un astro, y todos se dan cuenta sin saberlo. Eso es más fuerte en ti, más luminoso, o lo que pasa es que yo lo veo mejor, pues fui quien inventó el juego. «No te interpongas entre el dragón y su cólera», dice Shakespeare. Yo me interpuse entre el tiempo y su cólera para hacer otra tú que eras más tú, sólo con palabras inventadas y quizá ni siquiera escritas. Ahora, el dragón del tiempo no sabe si morder vida o morder idioma, no sabe lo que es vida y qué es palabra. Hemos mareado al tiempo, lenta bestia, lo hemos confundido, amor, y yo mismo no sé —¿seré yo el tiempo?— si la damnificada por la luz eres tú o eres tú. A este patético juego juego mientras te miro, hasta que llegas, por donde no te esperaba, reunida ya contigo, tuya en ti, para traerme un gran pétalo de magnolia, blanco y amarillo, como la llama fresca que nos quema y salva, con su perfume de limón y monja, presentísimo.
Pero algo teníamos que crear, algo teníamos que fundar, no sé, hace mucho, dímelo tú, recuérdamelo tú, para algo nos unimos en la vida, hace siglos, algo urgente nos reunía ¿te acuerdas? la felicidad, el tiempo, no sé qué fundación a dos, con torres al futuro, algo que se me escapa, estoy ahora en penumbra, cubierto de sudor, asténico, vencido, y me viene de pronto la idea, me sobresalta, por qué estamos aquí, para qué estamos, esta mañana he visto ramos muertos en el fondo del agua, eran bellos e irreales bajo el cristal viajero de lo azul, pero algo teníamos que hacer ¿no te das cuenta? se nos ha pasado el tiempo, se nos ha ido la vida, no hemos hecho, me parece, aquello para lo que nos juramentamos bajo la luz sagrada de algún domingo, qué has hecho de tu vida, qué he hecho yo de mi vida, qué ha pasado, dime, dime, de pronto algo me falta, algo se me ha olvidado, y apelo a tu memoria, no, a tu desmemoria, tu memoria soy yo, tú no tienes memoria, se te va borrando el tiempo, se te va borrando la frente, te vas borrando y reapareces, ramo al fondo del agua, pero sé que en tu memoria, en el coral de cofre de tu olvido está la cosa, el secreto, el hecho, lo que teníamos que hacer, nuestra tarea común en esta vida, levantar una casa, forjar un catedrático, descubrir una isla o enterrar algún muerto.
Por qué no lo hemos hecho, en qué ha pasado el tiempo, María, dime, cuántos años, el espanto se mueve entre las hojas, para qué fuimos convocados, con qué fin, en un domingo sagrado de resina. No está en mi pobladísima memoria. Está en el cofre lento de tu olvido. Ya nunca lo sabremos, y ésa es la distancia que de pronto suena entre los dos, algunas tardes de julio, como en cada pareja que ha seguido siendo paralela, desde la juventud. Si te acordases, María, si te acordases, pero la cosa en sí es olvido, cómo vas a acordarte de un olvido. Si te acordases, se borraría la cosa.
La mirada de Orfeo ¿sabes? en la cultura. La clave, el sentido de nuestra vida sin sentido yace en el fondo de tu pozo blanco, el pozo de tu olvido, en lo que todavía tienes de chica de pueblo. Si saliese a la luz, por un milagro, ya no sería un olvido, que es lo que nos une ¿relación negativa?, y caeríamos cada uno del lado de nuestra edad. Esta casa, quizá, ¿será esta casa? esta casa con mástiles de jardín, con altos mástiles de pájaros, navega por los mares vacíos del verano, por los portuarios cielos del invierno, en ella cabeceamos, como en un barco sin apenas pasaje ¿esta casa es un medio o es un fin, nos lleva a nuestro sitio o nuestro sitio es éste?
O quizá la casa, tan visitada por las estaciones, sea la imagen, la metáfora, no sé, de lo que íbamos a ser, de lo que íbamos a hacer, una suplencia, ya me entiendes, lo más parecido a aquello que no sabemos lo que era. Estamos en la casa, vamos a bordo de los meses mejores, hay un jardín arriba, que da al cielo, y un jardín bajo el agua que me mira difunto, o vivísimo, cuando camino entre figuras geométricas, entre azules muy bellos y falsarios.
Pero algo teníamos que crear, fundar, hacer, y vivimos la casa, su avanzadilla verde de altos árboles, la brisa que ahora mueve los frutales gigantes y el dibujo sutil de la cortina, vivimos esta casa, te decía, como si fuera nuestro final destino, lo que hemos olvidado y nos hace culpables.
Es un poco sonámbula la vida, qué hacemos tú y yo aquí, tan repetidos, hay un sonambulismo del vivir, amor, borrachera de tiempo ¿en qué tiempo ocurre lo que nos ocurre? Tú me inventas un presente, más o menos lo he escrito, hecho de actos pequeños, como una alfombra de nudos, y yo te invento a ti, yo te he inventado, tú existes porque yo escribo de ti. Pero yo no tendría un presente en que escribir si tú no me lo creases, cada día, con tu insistencia en todo lo menudo, ritos del desayuno, esa ropa que se seca al sol, como jarcias del navío de mi pecho, tu rumor por la casa, limpiando, ordenando, trayendo a su presente, que es el nuestro, todas las cosas que hemos dejado atrás.
Carta a mi mujer. Qué es una carta. Yo apenas escribo cartas. No es que no me vaya el género epistolar. (Supongo que me van/no me van todos los géneros, en cuanto que soy un escritor sin género: un joven cuya juventud no parece que vaya a concretarse nunca en firma, aunque él tenga nombre y apellidos, ha escrito que eso del «escritor sin género» es un fantasma mío familiar.) A mí me va el género epistolar y me van todos los géneros, siempre que se cobren. A uno lo único que no le va, ya, es no cobrar. Me encuentro a gusto escribiendo, escribiéndote esta carta, María, interminable carta que yo terminaré en cualquier momento, tampoco temas.
Confesión general que yo te hago, monólogo interior hacia afuera, diálogo en falso de una sola voz, no quisiera —porque ya me aburro de mí— que se me viese más que a ti en este libro.
Si tu acuosa condición es escapadiza, eso ya no es culpa mía.
Y allá los críticos, amor. Te forjé como un arma para sobrevivirme, repito, repitiendo a Neruda. Y lo que tienes de arma por ti misma (la verdad es que yo no te he forjado), es lo que en ti me asusta todavía. Arma en la precisión, arma realísima para cortar la niebla de mis sueños. Arma femenina, amor, que a veces, de tan sutil, vuelve a ser niña:
—Este melocotón está muy duro.
—Los melocotones son de carne dura.
—¿Pues qué fruta era, entonces, una que cogí el otro día de la cocina, muy madura y muy dulce, como un melocotón bien madurado?
—Eso es otra cosa —me dices—. No recuerdo ahora cómo se llama. Es un injerto. Pero el melocotón es así, debes comértelo.
—Yo quiero aquella fruta de aquel día.
Al poco tiempo había en la cocina melocotones maduros, dulces, sabrosísimos. Me comí uno a mordiscos.
—¿Y esto cómo se llama, amor?
—Cómo se va a llamar. Melocotón.
Conque has sido capaz de inventarte una fruta. Imaginación de niña que no quiere reconocer su culpa: te dieron fruta verde en el mercado. Has sido capaz de inventarte una fruta sin nombre, fruta mítica de la que yo he comido, por no admitir tu error, tan leve y tan doméstico. Y me alimento, ya, de dulcísimos frutos rosa y azúcar, mitológicos, a los que está prohibido dar el nombre de melocotones, porque melocotón era aquél, el de aquel día, duro como una piedra, «el melocotón es de carne dura, ya lo sabes». Llevo todo un verano, y lo que queda, comiendo una honda fruta, sabrosísima, a la que está prohibido darle el erróneo nombre de melocotón.
O también lo del baño. Voy a contarlo aquí:
—¿Quieres darte un buen baño? Te he preparado el baño…
Desnudo, me asomo al baño. Está lleno de agua jabonosa, usada, residual.
—Pero…
—Te preparé un buen baño y, mientras te desnudabas, me he bañado yo. Lo hice para ti.
Sin duda. Lo hiciste para mí. No es que me hayas invitado a bañarme en el resto de tu baño (cosa que nada me molesta, por otra parte), sino que tu baño quieres convertirlo (no sé ante quién) en un homenaje a mí. Son argucias de niña. De niña mala, en todo caso, pero no de mujer. De niña que todavía cree que los hombres son tórpidos niños grandes. Yo me baño en tu baño y como de una fruta misteriosa, incógnita. Esta capacidad de transformar el baño y los melocotones es infantil, poética y maligna. Como infantiles, poéticas y malignas son las niñas. Una mujer nunca es peligrosa por lo que tiene ya de mujer, sino por lo que aún tiene de niña.
Las mujeres son maternales y las niñas son crueles y viven en la astucia. Todo esto lo vemos desde arriba, los adultos, y se nos hace conmovedor. Que sigas siendo cruel, que sigas siendo niña sin saberlo.
—Pues el melocotón es una fruta de carne dura.
Claro que sí.
—El baño es para ti. Yo me metí un momento.
—Pues gracias por el baño.
La niña buena se muere. La niña mala pervive en la mujer adulta, y a esto es a lo que llamamos su gracia, la gracia de una mujer. Es un poco sonámbula la vida, pero tú la amenizas con pequeñas astucias que son aún las de entonces. Por ellas (sólo por ellas, ay) te reconozco.
Hay un jardín profundo debajo del jardín. Hay un mundo de riqueza y de tiniebla donde se dibuja ya el trébol de cuatro hojas, la venosidad de la parra, la membrana de la fruta, el color de las ciruelas y hasta su línea amarga, roja o amarilla.
Hay un jardín debajo del jardín. Nunca sabemos hasta qué punto es nuestro lo nuestro. Nunca sabremos hasta qué punto no es nuestro lo nuestro. Jardines bajo tierra, árboles que se pierden en el cielo. Sólo habitamos un término medio, María, amor.
Esta mañana, temprano, andaba un señor fumigando las rosas. Has hablado con él del pulgón y de todo eso. El hombre, ay, no es animal de fondo, como dijera Juan Ramón, sino animal de superficie, bestia superficial. Mi gata, Ada o el ardor, ingenua y niña, sabe más del jardín, del cielo y de la tierra, del mundo, de la naturaleza, que todo lo que nosotros podamos deducir. El hombre es animal de superficie, amor, que no sabe de qué profundidades asciende su riqueza. Pero tampoco vamos a hacer aquí un canto a la propiedad privada. Más valdría dejarlo.
A ver si tú me lo explicas, María. Tenemos unos metros cuadrados de tierra, con una casa en medio. Hacia arriba, yo diría que somos dueños del espacio que alcanzan nuestros árboles más altos. ¿Y hacia abajo? ¿De dónde nace una rosa roja como la que he cortado esta mañana, y que ahora me mira, congestionada de agua, mientras escribo? ¿En qué profundidad canta la rosa?
Por una rosa se deduce el universo. Me interesa más la alquimia subterránea de la rosa que su producto final, farol del aire. Cuánto presente acude y qué profundo (profundidad de tierra, no hablo aquí de otra cosa: horror) en cuanto me libero de la actualidad.
La niña, sí, venía por agosto. Pasó como vislumbre de tu propia juventud. Sobrina de las cosas y hasta sobrina tuya. Las espuelas de oro de sus pechos han quedado en el aire para agosto. Transmisión de mujeres dentro de tu familia. Algo de lo que fuiste había en ella. Un oscuro relámpago femenino, de mujer a mujer, atravesando las generaciones. Agosto venía por agosto.
Hasta que al fin encuentro, tardes inconfesables, el olor de tu pelo, el olor de tu pelo, el mismo olor de entonces, y el olor de tu piel, un algo vagamente tórrido, un caliente moreno de oblea femenina, lo rubio trasminando entre lo oscuro, aquel olor intenso, perfume pasajero de la edad, que se ha quedado fijo en tu cabello, como un pájaro preso, como toda tu perdida juventud que hubiese hecho nido, fieramente, en tu pelo delgado, en la caligrafía de tu cabello.
Hay un jardín profundo debajo del jardín. Hay una tú profunda debajo de tu pelo. Hay un mundo de riqueza y de tiniebla, en la mujer y en la tierra, adonde se dibuja ya la mujer que ahora eres, florecilla que conversa, y la flor sin nombre con la que no contaba el jardinero. Nunca sabemos hasta qué punto es nuestro lo nuestro. Nunca sabemos en qué momento deja de ser nuestro. Las ciruelas te expresan mejor que las palabras.
Tu lenguaje es de cosas. Eres en esto la mujer primitiva, a más de haber sido primitiva en mi vida. Sólo habito, quizá, en tu término medio. Hay en ti una salvaje que se expresa con cosas, más la niña que dije y que vive en la astucia. Entre una y otra me muevo.
Las ciruelas te expresan mejor que las palabras. Pero regreso al reino de las cosas. Y creo, sí, que la mujer es primitiva en este sentido mejor y hondo, en cuanto que trajina con las cosas, mucho más que el hombre: el hombre se ha quedado de este lado de acá de las palabras. Todos los enseres de la labranza prehistórica los hizo la mujer, como tú sabes. Por eso, quizá, le ha quedado el gusto manual por las cosas, la capacidad de decirse en una vasija, una herramienta o un cesto.
Hubo un tiempo en que los nombres se fueron depositando en las cosas, como el líquido que quedara en un cuenco. Hubo un tiempo en que nombre y cosa hacían el objeto juntamente. Luego, la mujer perdió su inocencia. La palabra también. Y marchaba cada una por su lado. La palabra sin cosa es palabra diabla; una cosa sin su nombre es otra vez el caos.
Pero el reparto se ha hecho para siempre. El hombre sigue saliendo de caza, cada mañana, al bosque de las palabras. Se explica y defiende a sí mismo con palabras. Se excede en palabras. La mujer, por el contrario, suele utilizar un lenguaje menor para lo menor, y para lo profundo usa las cosas. De vuelta de los nombres, María, siempre me encuentro confuso y recargado de palabras, es decir, vacío. De vuelta de las mujeres, siempre me encuentro poblado de silencio y con una manzana o una paloma/copa entre las manos. Sólo la mujer y el poeta conservan el lenguaje de las cosas, el instinto de la cosa justa, siempre más justa que la palabra injusta. Las ciruelas te expresan mejor que las palabras, María. Perteneces al reino de las cosas. Siempre traes algo entre las manos. Las cosas hacen nido en la mujer. Todo es pájaro en torno tuyo.
Cuánto hemos enterrado, María, cuánto hemos enterrado. Oficio de enterradores es el nuestro. Por enterrar, hemos enterrado hasta cadáveres, pero no hablo ahora de eso, sino de lo que la vida entierra entre los dos, o del cementerio particular de cada uno.
Tú tienes el tuyo, con tus tumbas, tus cruces, tus secretos, tus nombres, y de vez en cuando lo visitas, andas perdida como por un invisible cementerio (yo te observo), y hasta quizá cantas algo sin voz. Yo, que he profesionalizado el tiempo, sólo visito mis cementerios interiores por motivos literarios, que siempre sale algún tema bueno para escribir, para hacer autobiografía y autocompasión. Esto de la autocompasión es una cosa que molesta mucho a algunos estériles. Yo soy chamarilero de mi vida.
Cuánto hemos enterrado, María, cuánto hemos enterrado. Oficio de enterradores es el nuestro. Hay días en que cada uno de nosotros se retira a su cementerio particular, privado, secreto, o uno de los dos, y allí se nos ve haciendo visajes, sonámbulos o viejos, visitadores de un pasado extensísimo y no bien ordenado. Lo que pasa, María, es que el tiempo nos hace cínicos. El tiempo mismo es un gran cínico, es maestro de cinismos. En tu cementerio: un novio, un viaje, una amiga que está de maestra en provincias, una hermana con bocio, ¿otro novio?, un sobrino que te quiere mucho. En mi cementerio (también pudiéramos llamarlos vitrinas o museo secreto), más o menos lo mismo que en el tuyo, sólo que a la inversa, naturalmente.
Somos enterradores, los vivos, hasta que nos entierran. El novio, el viaje, la amiga en su escuela sin luz, hasta la hermana con bocio, todo se va empalideciendo en la memoria y en sí mismo, en nuestra memoria y en la suya, se van decolorando las imágenes del museo secreto. Somos enterradores, María, pero no restauradores. Los colores se vuelan, los matices se borran, se pierden las luces. Y visitamos ya el museo del museo.
El cementerio del cementerio.
Estamos en esa edad, en fin, en que nos asusta reconocer (porque acabamos de comprenderlo) que no nos importa nada el pasado, nuestro pasado, nuestra vida, que no nos importamos nada a nosotros mismos. Por esa razón escribo este libro en presente. Desde el presente conquistado, desde el presente donado dejo que los recuerdos, las aves, las nomenclaturas, vengan a posarse en nuestro huerto (sin la violencia ni la conversación de las urracas). Es, sí, la «memoria involuntaria» del otro. Todo movimiento es retroactivo, María. Cualquier cosa que hagamos —coger un plato del vasar, oler esta rosa rosa— modifica nuestra vida, hacia atrás, indefinidamente, influye en la cadena de los actos, como ese vagón que recula un poco y va haciendo recular a todo el tren. Más que retrospectivos, somos retroactivos. Tú con tu falta de memoria, yo con mi falta de fe, cada día frecuentamos más fríamente nuestros cementerios respectivos, como camas separadas. Pero todo lo que hacemos, separados o juntos —tú moler el café, yo marcar un teléfono—, reescribe nuestro pasado hasta el infinito, y eso provoca un alud de pasado, un desmoronamiento de cementerios que me tapa este presente, a cuya salvación pongo este libro. Y hay que volver, María, a enterrarlo todo, y que el pasado sea tan sólo un matiz (qué salvador el buen gusto) en los matices mil de la luz de ahora mismo.
Pero la sangre se borda de pronto en nuestras vidas, precisamente ahora, a tantos de tantos de mil novecientos tantos. Quiero decir que la sangre conmemora a la sangre, como una bandera conmemora otra bandera, y así desde siempre, sin otro sentido que el que se genera de la acumulación. O sea, que los gatos tienen algo.
A María le ha salido algo en una pierna. El médico le pregunta por los gatos y los perros. La misma marca, rojiza y como triangular, la tiene el gato en una pata y la gata en otra pata. Hay que desescamar la herida, analizar las muestras, aislar a los gatos, saber qué es, y todo esto tarda días. Los bichos están en su reclusión de platos de agua y armarios viejos. En tu pierna derecha hay una pequeña marca que te tapas con esparadrapo, ignoro para quién, y la sangre está otra vez aquí presente, como siempre en la vida, cuando más distraído parecía todo. Esa muerte que llega a través de los gatos, esa señal de muerte, que no es muerte ni señal, pero que pone alarma en nuestras vidas, es lo que más desarbolado me deja. Mis dos gatos, quiero decir, el gato y la gata, el gato pelirrojo y la gata a manchas, son ya los únicos vectores de verdad natural que hay en mi vida. De ellos me llega lo poco o lo mucho que me llega de la vida. De su vivir salvaje, coherente y errabundo.
Si ahora tengo que encerrar a los gatos, llevarlos al veterinario, cuidar su contacto, se me obturan las fuentes —las últimas— de la vida que busco en su manadero más fresco e inocente. (Para eso estoy aquí, recluido en lo inmenso, haciendo este libro.) La sangre, sí, se borda en nuestra vida, una vez más, como en todas las vidas, supongo, cuando parecíamos más salvados por el tenue visillo que se deja fecundar por el caliente viento nocturno.
No es el peligro, claro, no es el miedo: es el aviso. El aviso que le da la muerte a la vida, o la vida a la muerte. Uno descubre tarde, y no a temprana edad, como el poeta, que su caos es sagrado. Lo que estoy viviendo aquí, María, en esta carta, cuyo único mensaje soy yo mismo, es el caos prefinal, la orgía previa con que la vida o la muerte alegran nuestra muerte o nuestra vida, cuando ya todo viene a ser lo mismo y las piñas del pino de detrás de la casa, que es todo un hombre, se abren con estallido, perfuman de resina, como entonces, acuérdate, María, en tu desmemoria, los domingos sagrados de la pubertad.
Todo un trajín para la próxima semana. Llevar los gatos a Madrid, al veterinario. Y, aquí, limpiar todas sus huellas de sangre o de dolor. Como siempre, en estos casos, me vuelvo domésticamente egoísta: quizá sea yo un poco gato. Dejo hacer, dejo que hagan, dejo que hagas. Ya veremos qué pasa con los gatos, ya veremos qué pasa con tu pierna. Pero la sangre, que a mí no me asusta, asoma su cabecita de lagartija roja cuando menos se espera. Son lagartijas rojas que nos corren el cuerpo, lagartijas de sangre que se mueven a impulsos, como las otras, las lagartijas frías, que corren entre las piedras del porche y sus malezas, y que los gatos ya ni siquiera matan, porque la convivencia crea sus leyes. Me levanto temprano, cuando aún puedo sorprender al sol sin su uniforme de mariscal, canturreo por la casa, cosas de los cuarenta, de Machín, y lloraría de tiempo junto al piano abrasado, con un vaso en la mano, sin pensar en nadie concreto. Lloraría por mí mismo, como siempre.
Muy de mañana, se han llevado la gata a Madrid, en una cesta. Toda herida es el anagrama de la muerte. La gata tiene una herida rara en una pata, ya lo he dicho, una herida donde ha perdido el pelo, y el gato también, pero, el gato, bastante he hecho con encerrarlo, con aislarlo, imposible llevarle a ningún sitio. Tendríamos primero que doparle. Hay un tigre en sus ojos que amenaza mi vida, y por ese tigre le amo. De modo que la gata, metida en una cesta de mimbre tostado, no de mimbre crudo, y en la maleta del coche nuevo (llamamos nuevo al que no es el viejo citroen GS), ha viajado a Madrid esta mañana.
Vladimir Nabokov, muerto hace pocos años, fue un gran escritor a quien descubrí, como todo el mundo, en la adolescencia, por su novela Lolita. Luego he ido leyendo toda su producción: Pálido fuego, Invitado a una decapitación, Opiniones contundentes, Ada o el ardor, todo, incluso las entrevistas que le hacían. A Nabokov, escritor que adoro, le han perjudicado dos cosas en cuanto a figurar/no figurar entre los grandes internacionales y definitivos (cosa que a él, por otra parte, se la traía bastante floja, me parece). Estas dos cosas son, a saber: Lolita y el ser ruso blanco, aristócrata, exiliado.
Lolita, aparte la fascinación del tema, es un complejísimo libro al que su asunto convirtió en bestseller, marginándolo así de la crítica internacional. Políticamente, Nabokov vivió los años del pretencioso engagement sartriano (del que Sartre abjuraría a última hora). Como Nabokov se pasaba aquel engagement por los huevos, la intelectualidad engagée decidió que Nabokov era poco más que un pornógrafo. Y, en todo caso, un traidor a la Revolución de su país. Pero vivió tranquilo su incógnito glorioso, cazando mariposas y escribiendo libros inteligentísimos, demasiado inteligentes para la Norteamérica que lo había adoptado.
Su último gran libro, inmenso y testamentario, Ada o el ardor, es una autobiografía general, escrita muy tardíamente, con toda la riqueza y minuciosidad de una memoria proustiana, pero sin el patetismo que hace genial a Proust. A la gata, mi gata, la que se han llevado esta mañana a Madrid para que le vea el veterinario su anagrama contagioso de sangre, le puse Ada o el ardor por su cariño, por su ternura, por su belleza, por su bondad, por su adhesividad sexual (aunque la Ada de Nabokov quizá sólo tenía esta última cualidad en común con mi gata, que anda ahora por los cuatro años). Como el nombre completo es demasiado literario para una gata, no lo usamos casi nunca, salvo cuando escribo de ella en los periódicos. En casa utilizamos nombres más domésticos y sencillos.
En todo caso, lo de Ada o el ardor queda como una memoración, que con ese fin se lo puse (no sé si una memoración del gran escritor o de mi gata). Ahora, solo en una casa demasiado grande para la soledad en que ha parado mi vida, escribo en este libro y echo de menos a la gata, que tendría que estar aquí, como todos los días, revolcándose sobre la cama turca donde escribo, ofreciéndome su tripa de pelusa blanca para que se la rasque, exigiéndolo casi, con sus ojos tan claros y ribeteados, tan bellos. Ada o el ardor es el manadero inocente de mi vida actual (hay otros envenenados, claro), Ada o el ardor (cuyos ardores parecen más afectivos que sexuales) ratifica con su ingenuidad natural la ingenuidad convencional en que hemos recluido nuestras vidas, siquiera por un verano. Toda la sencillez confiada que ensayamos como nueva forma de vida, en Ada o el ardor tiene su mascarón de prosa y su verdad.
Ahora la imagino perdida entre ciudades, automóviles, clínicas, acechada de perros, maniatada de doctores, vigilada, quemada, curada o incurable, con sus ojos de un verde elemental y triste que seguramente me ven, me recuerdan, se preguntan por mí.
Volverá hoy, volverá mañana o no volverá nunca. No sé si es grave lo que tiene. Los animales van por delante de nosotros y disfrutan ya el privilegio de la eutanasia. Pero espero que me la devuelvan, en la cesta de mimbre tostado, espero verla saltar, con salto ágil, como cayendo de nuevo en el presente. Cayendo a cuatro patas, por supuesto. Ella es el tótem de nuestra deliberada ingenuidad estival, por decirlo de alguna manera, y si la pierdo, me pierdo. Vladimir Nabokov negó toda la vida ser un sátiro ni interesarse por las menores, para defenderse del tópico que le había adjudicado su gran éxito. Pero en su último libro, en su Ada testamentaria, lo que encontramos es otra Lolita, la verdadera Lolita, la Lolita de toda una vida, la niña que le obsesionó cuando era niño- También yo, María, sátiro interior como Nabokov, aunque parece que con menos talento, perpetro en este libro la búsqueda final de la ninfa de siempre, que alguna vez llevó tu nombre y hasta tuvo tu voz de dulce víctima, eso que siempre suena debajo de lo que suena cuando hablas.
Pero Ada o el ardor. Devuélveme la gata, su mirada transparente y femenina, porque ella es la que ilustra, como una paloma felina, nuestro ensayo de vuelta a la inocencia del presente puro. Los infortunios de la virtud y mil literaturas acuden a mi mente cuando pienso en la gata, allá en Madrid, reacia a todo, en celdas de calor y despachos sin orugas. Se ha llevado con ella la ingenuidad del cielo y de la tierra. Que no la pinchen mucho, que no le duela mucho, que no cambie el color de su mirada.
Ahora que no está el gato, el gato quisiera ser yo. Dicen los psicoanalistas que el niño, durante la noche, puede echar tanto de menos a la madre que se convierte él en la madre para su osito de trapo. No sólo porque echo de menos al gato, sino porque sus dones, naturalmente, se multiplican en la ausencia, quisiera ser gato como él, y me he pasado el día ensayando su oreja sutil, a la que llegan campaneos remotos del otro lado del mar, o cosa así, y la labor de la hormiga en su hormiguero. Quisiera tener su mirada de lejanía y verdor salvaje, ver los atlas que él ve en la mañana viva de los lagartos, en la noche del universo, que es sólo un arrabal de la Luna. Quisiera ser gato como el gato, como mi gato, oler la hembra a distancia, y el guiso de la cocina desde el sueño. Tener un mapamundi de olores en la pequeña nariz, siempre, despierto o dormido, y siempre hecha la elección, muy naturalmente, entre los que me atraen y los que no. Quisiera sus antenas (no sé dónde las tiene) para vibrar con todo, con los más inaudibles movimientos del cielo.
Sé que el mundo del gato es mucho más mundo que el mío. Por eso me fascina observarle, como estación receptora, palpitante y avizor, de las aves que cantan en otros hemisferios, de aquello que se guisa en labranzas remotas. Y el peligro que viene con pisada de ogro, y el veneno que vuela con leve irisación de coleóptero.
Quisiera ser el gato, quisiera ser mi gato, quisiera ser yo gato por un día, o quizá por una noche, mejor, y no para ver más, sino para ver otro mundo, el universo/gato que ve el gato. Quisiera ser mi gato, en fin, para verme a mí mismo como él me ve. ¿Cómo me ve?
Pasaron unas razas de abandono y de tiña, pasaron esas razas trashumantes que van calcinando el mundo desde siempre, seres cobrizos, oscuros, asiatoides, menos que humanos y más que gatunos. Pasaron esas turbas que ensombrecen la tierra periódicamente, como un eclipse de humanidad en la humanidad, como una peste, como una plaga sobre los gatos y los hombres. Y mis gatos, el Rojito y Ada o el ardor, los dos guardianes de este presente ingenuo, María, que nos hemos creado por un tiempo, están ahora en Madrid, en un hospital de gatos, sometida su condición salvaje y deslumbrante a un mundo sin olores que se ceba en su herida. Casi hemos estado a punto de ir a verlos, pero el peligro es que ellos nos vean. La sangre, ya lo he escrito, como anagrama de la muerte. Voy a salvar la vida de mis gatos.
Basta salvarse de la actualidad en el presente para que un gato sea como Orestes. Los héroes y los dioses griegos se repiten como se repite la biografía de oro y sangre de los gatos. Muchas veces he pensado que, más que de los hombres, el modelo de los dioses está tomado de las grandes bestias. El antiguo se movía entre el dios y la bestia. El hombre en sí era ininteresante. Sobre el hombre ya lo dijeron todo Sócrates y Platón. La bestia, inteligente y ajena, proyecta la sombra de un dios. De esas sombras está llena la Antigüedad.
Dioses menores de nuestra vida menor, el gato y la gata, quemados en plaga bíblica, están ahora muy ausentes, no son ellos, en este domingo natural del mundo. Y quisiera ser gato, quisiera yo ser mi gato, ponerme en sus rincones, para ver lo que él ve, un mundo verde, pobladísimo y quizá acuciante. Más que toda una triste biografía, nos poblaría por dentro la visión instantánea, fiera y viva, que cabe en la pupila malvada y acechante de mi gato.
Alguien está nadando en la piscina, esta noche. Hay alguien que se desliza por el agua nocturna. A lo mejor soy yo, acostumbrado ya a verme desde otra parte, sobre todo cuando no me veo, como ahora, en la tiniebla, que es una perfumada estadística de dondiegos.
Alguien cruza en el agua, como otras noches de verano, un cuerpo de mujer, seguramente, ya que yo estoy en demasiados sitios de la casa como para estar, además, en la piscina. Un cuerpo de mujer, no sé si tuyo o de otra, de las pocas mujeres que han surcado estas aguas, la doble oscuridad de agua y de noche, el repetido oleaje de tiniebla y agua. Por el rumor se sabe si es hombre o es mujer el que se baña. Los hombres yo diría que combaten, combatimos con el gigante de agua. La mujer se desliza entre dos aguas, ejercita todo lo que hay en ella, todavía, de anfibio, y no inquieta los fondos de la noche del agua.
¿Agosto, niña Agosto, que venía por ahora? ¿Alguna bella amiga? ¿O tú misma quizá, de brazada muy tenue? Estoy aquí sentado, entre palmeras horizontales y amenazas nocturnas, bebiendo este licor que la noche destila, y oigo como una alberca de mujer, una mujer de agua en la piscina. Por el rumor pueden deducirse los movimientos, y por los movimientos puede deducirse que es un solo cuerpo, una sola persona la que transita el agua entre julio y agosto. Me gustaría ser yo, como soy otras veces, y descubro de pronto que prefiero no saber quién es, aunque lo sepa.
Sólo un cuerpo vestido de sigilo, y sin duda desnudo, desgarrando las aguas y volviendo a hilvanarlas con su brazada larga y muy ligera.
Sí, es un rumor de ropa desgarrada y reunida, o es un rumor de carne acuchillada de agua. Quién anda por el agua, qué tinieblas acuden a vestir ese cuerpo.
Sobrina, esposa, amiga, mujer nocturna, familiar o extraña. Saber que en la piscina, tan lejos por lo cauta, tan cerca por las ondas de noche que la traen, hay una mujer que nada, hay un cuerpo desnudo, criatura penetrada por el titán del agua. Y sigue ese rumor, con dulces latigazos, el agua va nadando por el cielo.
Alguien se baña lejos, cerca y en silencio. Es la fórmula firme del verano. Un cielo detenido, un jardín que trafica en sus perfumes. El silencio no puede más y da un ladrido. Yo estoy aquí, callado, y voy perteneciendo ya a la noche. Yo estoy aquí, escuchando las brazadas del agua sobre un cuerpo desnudo de mujer.
El agua suena en la carne como reconociéndola. La carne suena en el agua como contra una espada jubilosa. Ha pasado mucho tiempo o no ha pasado ningún tiempo. Es casi como asistir, sólo con el oído, a un encuentro sexual, este asistir al encuentro de un cuerpo desconocido con el agua desconocida. Porque de pronto, sí, son como dos extraños, o como dos extrañas, o como un extraño y una extraña, esos dos que en la sombra combaten entre inconstantes filos de desnudez o de agua.
Has sido tú, aunque no lo seas, la nadadora sigilosa a través de la noche. No has sido tú, aunque lo seas, porque entre la oscuridad y yo hemos fraguado una fronda de mujeres, la solitaria mujer inexplicable que sólo puede venir, desconocida, en una noche así, con una luna azul en el cabello y una mirada diurna y unos pechos de fuente que camina.
Qué fundadora ha sido nuestra historia. De cuántas fundaciones está hecha. Fugaces fundaciones sobre una hoguera como de gitanos, en la torre sonámbula de edificios de niebla, entre vecinos que habían perdido hacía mucho la llave de su casa, y dejaban abierto o abrían con un dedo.
Qué fundadora ha sido nuestra historia, María. Pero siempre, ya lo ves, hemos fundado sobre el humo, la niebla o la desmemoria. También hemos fundado lo permanente sobre ríos escasos y huidizos, sobre aguas viajeras y opacas hemos fundado nuestra casa, María, sobre hierba quemada o música nocturna.
¿Y cómo iba a durarnos nuestra eternidad?
Cuántas eternidades fugaces hemos vivido, disfrutado, padecido. Hasta hicimos una choza sobre la muerte. Qué fundadora ha sido nuestra historia.
Hemos ido pasando de los hogares de aire a los hogares de lluvia. Hemos ido pasando de los hogares ajenos, lacustres de un pasado que no era nuestro, a los hogares abiertos en dos por la proa del frío.
No hemos tenido casa, María, nunca hemos tenido casa, hemos vivido en una intemperie con lámparas y cuadros, pero casa, lo que se dice casa, jamás hemos tenido casa, María, y tú lo sabes.
La casa es otra cosa. Yo no sé qué es la casa. Hemos pasado, sí, por muchas casas, pero aún no hemos encontrado nuestra casa. Y me pregunto si es aquélla, allí en Madrid, con sus toldos de barco y sus vigas de sol. Con su pasado de óleo y con sus gatos.
Y tengo miedo, María, de que tampoco sea ésa nuestra casa. No sé por qué. Entonces, nuestra casa sería ésta, frente a una línea de cordillera azul, bajo una fronda de cielo que es, todo el año, como la desembocadura del verano. Me pregunto, María, si es aquí la casa.
Hasta me dan ganas, a veces, ya ves, de llamar a la puerta, cuando vengo de mis soledades, y preguntar por nosotros, para saber si estamos, para saber si están, para saber por fin dónde vivimos.
¿Será ésta nuestra casa, hecha con tantas casas? Porque si ésta es la casa tardía y definitiva, pienso que está construida con la memoria de nuestras otras casas, que tiene algo lacustre con parientes hostiles, que tiene el arrugado tiempo de las casas que parecen pensiones, y los cimientos de humo de aquella casa al este, y la inclinación gentil, como en Pisa, de aquella torre de desmemoriados, y el serpentón profundo del agua de aquel río, y el viento norte de aquella otra casa, abanderada de enfermedad e infancia, como navío alto y lúgubre, y la hoguera de sol y la ballestería de sangre negra, el crispado alfabeto de casas más recientes. Trashumantes, María, trashumantes, levantamos aquí, extensamente, un día, nuestro campamento de dos, con un piano abrasado y una parra salvaje que plantaste.
¿Es ésta nuestra casa? A veces es una antología de nuestras casas. A veces, como ahora, es la casa encontrada, buscada, perseguida a través de las casas que no eran, entrando y saliendo por cualquier ventana. Y paseo por la casa, por el jardín, preguntándole al sol, preguntando a la sombra si es ésta nuestra casa, buscando indicios, distrayéndome, dejando que la casa me lo diga (como lo dice a veces) cuando suena una puerta como una carcajada, familiar y remota, en la otra punta de la casa.
Te recupero, a veces, limpia al fin de familias, exenta de cuñadas, hermanas, sobrinos, enfermedades, purés, toda esa nube de tedio y parentesco que persigue siempre a una mujer. Sales de todo eso, sin saberlo, corregida de ti, más de mi lado, tras tu inmersión en la vulgaridad, en la cotidianidad, en el bocio renuente de las primas y el divorcio desvencijado de los machos.
Por contraste, sin duda por contraste, vuelves más clara a este libro, más limpia, y habitas estas páginas con el don solitario que es tu gracia y condena. Eso quiero. Te he visto entre las tribus familiares, esa africanía que es siempre una familia, con su bulto de hoguera y de preñez, aunque sea una familia muy fina, y sé que de eso es de lo que te has salvado, de lo que te he salvado, de lo que nos hemos salvado. Te he visto gitanizada de parientes, María, y ahora vuelves a brillar, con tu oro apagado, como el arma femenina e inútil que forjé para nada.
Pero es hermosa un arma sin niños que la orinen.
Te forjé como un arma para sobrevivirme. Las familias atentan contra la individuación. Las familias tienen algo de uno y nos vuelven promiscuos, parecidos, confusos, y parece como que somos y no somos, y así te veo a ti, María, así te he visto, así te veo siempre, cuando pasa una familia camellera por el ojo de tu fina aguja, así te veo: a punto de desvanecerte en los parecidos, en las biodegradables semejanzas, lo que se te parecen, lo que te les pareces, una promiscuidad como dependiente, toda ella, de un patrón general y único, que no está en ninguna parte, y del que sólo sois las alusiones.
Eres menos tú entre los tuyos.
Se ve de dónde vienes. Hay aproximaciones, semejanzas, ya no eres arma única. Puedes diluirte en esos parecidos, o pueden ellos instalarse en ti, con su imperfección y su pretensión. Toda familia es una pesadilla, es un sueño del Bosco, de Goya, yo no sé, esa alucinación del parecido, y cómo te degrada ese ser y no ser como ellos son. Hasta que el cielo ferroviario se los lleva y te quedas tú sola, a la luz del magnolio (cómo te ha acuchillado y afilado y afinado la soledad, la luz, en esta vida). Casi hasta la crueldad.
Y vuelve a haber, sí, como un bisel de crueldad en tu perfil exento, la soledad destellando aún donde has estado. O tus muertes tan breves, repentinas, ese rayo de ausencia, esa saeta muy corta, algo que te derriba por dentro de ti, una espada en los ojos, un látigo en la memoria, y el olvido y el sueño. Pero no es el sueño, yo lo sé, y los médicos también, sino una muerte breve, muy pequeña, que te ausenta del mundo y te pone en la frente algo que es como la diadema de la nada.
Sólo por esas muertes minutísimas tú no eres real, completamente real, no estás completamente de este lado. Tus pequeñas muertes y tus pequeñas mentiras —dos formas de ausencia—, quizá configuran tu presencia.
Cuando mientes, María, cuando mientes, mentiras de niña o mentiras de mujer, te ausentas asimismo, te ausentas de ti misma. Cuando mientes te odio, pero todos mentimos y todos tenemos derecho a recorrer nuestros laberintos interiores, de vez en cuando: el laberinto de la mentira, el laberinto del sueño, el laberinto, tan enigmático en ti, de la muerte con vuelta. Te ausentas cuando mientes, sí, y me irrita la ausencia más que la mentira. Yo también miento mucho, sin embargo. ¿Y qué sería de una pareja sin la mentira? Las mentiras, las muertes, las hermanas. (Hoy ha llamado Agosto invitándonos a su boda: y qué lejana Agosto en su ser ella, en su no ser ya nuestra.)
Me salvo en este libro, María, me acojo y me recojo en este libro. Cuando he perdido todas las cartas de navegación, sólo tú, tan sabida, eres una referencia concreta, segura, salvadora. Sólo en ti, tan sabida, puedo descubrir, escribiendo, innumerables cosas que ignoraba de ti, todas las que han salido hasta ahora, página cincuenta y uno del manuscrito (a máquina) y las que irán saliendo, que unas tiran de otras y me asusta siempre la complejidad de un ser, cuando empiezo a hacerle la anatomía lírica en vivo. Tan fatigado de mundanidad, te diré, con frase casi de otro, que hay otros mundos, pero están en ti.
El amor, María, ya sabes, es una creación cultural. Provenza y todo eso. El amor parece que es occidental. El amor hombre/mujer, quiero decir. Denis de Rougemont. Bibliografía, en fin.
El amor hombre/mujer es una creación cultural, sí, en cuanto que no existe, no está en la naturaleza. Las ideas, los conceptos, eso que llamamos abstracciones, son cosas que sólo existen en el pensamiento humano. En la naturaleza animal existe la ternura, el deseo, la compañía, la camaradería, pero el amor no. ¿Y qué es el amor, entonces, María? El amor es todo eso que he enumerado, todo eso pasado por la cabeza del hombre. Es decir, el rechazo de todo eso, por excesivamente natural, para convertirlo en algo mental, espiritual, digno de la especie que piensa. El amor, en fin, sería el rechazo de todo lo que es amor en la naturaleza, de todo lo que no es amor.
El amor humano sería lo creado más allá del amor natural. Los animales hacen la guerra. El hombre, además, hace política. Los animales hacen el sexo. El hombre, además, hace el amor. Lo nuestro es un rechazo y un rebasamiento de lo natural. El amor, pues, no se define positivamente, sino negativamente: el amor no es sólo sexo, no es sólo amistad, no es sólo deseo, no es sólo especie, no es sólo placer, no es sólo soledad, no es sólo eyaculación. El amor, en fin, nos resistimos a que sea lo mismo que el chimpancé siente por la chimpancé.
Tiene que ser algo más. Provenza o no Provenza, tiene que ser algo más. Y no es que sea algo más, sino que es un rechazo de lo que es. Cuando hemos rechazado que de una mujer sólo nos gustan sus labios, sus pechos, sus caderas, sus piernas, el agua de su voz o la música de su silencio, cuando hemos rechazado que nuestra atracción pueda reducirse sólo a eso, es cuando creemos haber dado con el amor, aunque sólo hayamos dado con nuestra soberbia. Todas las bocas de mujer han gustado a todos los hombres, por millones de millones y durante miles y miles de años. El amor es un rechazo de la repetición y una fundación de la diferencia en el reino de la igualdad. Sólo se ama a una mujer, a un hombre, de una forma.
Pero nuestro amor es lo único que tenemos, y lo más alto, y entonces nos negamos a ser incluidos en una estadística. Lo nuestro tiene que ser diferente. El amor sigue siendo rechazo. Rechazo de la natural atracción inocente sentida por/hacia una mujer y rechazo de la ingencia de los machos que desean mujeres sobre la tierra, al mismo tiempo que nosotros. Millones y millones. El amor se atormenta entre lo objetivo y lo subjetivo. Nada más objetivo que desear a esa muchacha hermosa. La desean todos lo que la ven pasar por la calle. La muchacha se llama Pepita. Nada más subjetivo que el que yo desee a Pepita. Y se hace insufrible el que la sigan deseando también los demás, porque ellos demagogizan mi pasión, la hacen no/mía: están participando de mi sentimiento más íntimo. El amor, María, es creación cultural y, sobre todo, es creación pasional, pero de pasiones inversas: «nadie puede quererte como te quiero yo», que significa: «nadie puede descubrirte como te descubro yo», que significa: «nadie puede descubrir lo que descubro yo», que significa… Y así sucesivamente.
Creo, María, que amor es precisamente eso. Hacer de un ademán objetivo y general de la especie un gesto particular y personal, o un código de gestos entre dos. El amor interpersonal es el rechazo de todo lo mucho (todo) que en el amor hay de multipersonal.
El amor no es el amor, sino el esfuerzo que hacemos por diferenciar nuestro amor del indiferenciado (e indiferente) amor que por todas partes extiende la naturaleza. Quizá el amor no existe, entonces, pero existe el esfuerzo porque exista. Y a ese esfuerzo es a lo que llamamos amor.
Algo se rompe, María, entre los cuerpos, algo desaparece entre nosotros. Una pareja es la historia de una temperatura. Algo se enfría, algo que no somos ni tú ni yo. Algo que es ello. Y ahí, en el ello, es donde está todo el espanto del vivir, duplicado o atenuado por el espanto de vivir juntos.
Ello, qué, la cosa, algo que ardía entre nosotros, o algo que entre los dos habíamos creado, como ligazón y monumento al mismo tiempo. Alianza y condena. Y de pronto eso, esto, lo nuestro, nosotros, eso que no éramos ni tú ni yo, sino nosotros, de pronto esto se vuelve ello. Es el principio del fin. ¿Del fin de qué? De nada. Más espantoso todavía. Algo muere cuando no muere nada. Hay una distancia como un lecho vacío, hay una frialdad como de agua que corre muy lejos. Ya está, se terminó, somos un colectivo de dos, como siempre, pero nos hemos quedado, quizá, a días, en grupo de escayola, en cosa hueca, en estatuas yacentes.
En estatuas yacentes. Eso somos, María. Dos estatuas yacentes que un tiempo fornicaron. Dos líneas paralelas que se cogen la mano. Y una humedad se extiende y se enfría por las paredes pálidas del tiempo. Ni somos ni no somos. Nos han sido. La ropa de dos intrusos, que somos nosotros mismos, se esparce por el suelo como el rastro de un crimen.
Eso somos, María, y no le des más vueltas. Me he levantado pronto, como casi siempre, y me he levantado en forma. Cuando uno está en forma es cuando puede decir las cosas más terribles. Escribirlas. Cuando uno está débil, bajo, triste, sólo escribe de amor y protección: se arrulla a sí mismo con la escritura: se convierte uno en el osito de trapo de su escritura.
La lengua, gran madre, acude entonces con todas sus palabras más espesas y consoladoras. La lengua, gran madre de todos, y sobre todo del escritor, nos va lamiendo el cuerpo, como una gran «lengua» (y perdón por el juego), hasta dejar un temblor de saliva sígnica en cada llaga del pensamiento. Es lo que tiene la intimidad con la escritura: el lector busca un texto confortable, para confortarse (quizá una novela de aventuras que subraya el amor de su butacón), y el escritor (en esto es superior al lector) escribe un texto confortable, se fabrica con palabras su propia seguridad.
Las mejores y más felices utopías nacen de la debilidad. Cuando uno se levanta fuerte y firme, como yo esta mañana (incluso con una poderosa erección, que no ignoro, naturalmente, que es mecánica), es cuando escribe las cosas más duras y más crudas, porque ve la verdad más clara y no tiene miedo de escribirla.
Algo, María, se muere entre los dos. Quiero decir: en el espacio que queda entre los dos y en las dos mitades de ese algo, alojada cada una en cada uno de nosotros. ¿Amor, sexo, costumbre, confianza, qué?
Ninguna de estas cosas y quizá todas ellas a la vez, o el todo que todas ellas son, esa tercera cosa que es/era, como diría un cursi, nuestro «lugar de encuentros». La suma de una mujer y un hombre no es dos, sino tres. La mujer, el hombre y el resultado de sumarlos, el resultado de su convivencia, que es invisible, pero que es lo más visible. Cuando esa tercera cosa, esa segregación del vivir se enfría como una leche derramada en una azul cocina que se ha quedado gris, entonces volvemos a ser dos, por un día o por siempre. Nuestra suma ya no es mágica.
Caemos tristemente en la aritmética.
Vas poniendo una flor en cada cosa, vas poniendo una rosa en cada muerto, en cada vivo, en cada retrato, en cada rincón, y pones una flor, también, junto a mi esfuerzo. Vas poniendo una llama en cada día.
Pentecostés de fuegos floreales, ya, la casa toda, después de tu trajín casi piadoso. Todo está señalado por las flores que traes del jardín, ni muy grandes ni muy pequeñas. Una rosa es siempre una fecha. Vas poniéndole a cada día su llama, estableciendo una continuidad de olor, que a veces, ay, se rompe, se interrumpe, cuando estás lejos o no estás, aunque estés tan cerca, y el hueco que han dejado los perfumes se llena de un olor a sangre usada.
Hoy, en lugar de flores, has entrado con unos tomates que, entre el hortelano y tú, le forzáis a dar al pequeño huerto, que siempre, me parece a mí, ha tenido más vocación de jardín. De modo que le salen al hombre, al huerto, unos tomates con voluntad de rosas gordas, como los que me has traído esta mañana para que los oliese.
El huerto y el jardín son como la lucha de clases. O, para dejarnos de fáciles paralelismos políticos, digamos que nuestra vida, toda vida, pasa de huerto a jardín, o a la inversa, según los casos. Lo que puede ocurrir en una pareja, lo que a días ocurre entre nosotros, María, es que tú estás del lado del huerto y yo del lado del jardín. Quizá te emociona más ya (casi como un niño gordo y colorado) un hermoso tomate. Yo, en fin, sigo en jardines que nunca me han dado ni darán su perfume gótico y último, ni en verso ni en prosa. Tú vas y vienes del huerto al jardín y del jardín al huerto. Y yo, en otro jardín (interior), renuncio para siempre a cultivar tomates en mi prosa.
María, te voy a contar un cuento:
Onofre, el leñador, tiene el pecho picado de pájaros. A veces vuelve del bosque con un pájaro incrustado en el pecho desnudo, como esos que se incrustan en el motor enrejado de un automóvil (aunque me parece que ya no hay automóviles de ese tipo). Onofre, el leñador, se arranca el pájaro del pecho, un bulto de plumas hinchado de sangre y con el pico pegado por la sangre seca.
—Si quieres te lo guiso —me dice.
Pero yo no quiero que me lo guise.
Petunia, la niña, tiene unos diecisiete años (así como el leñador tendrá cien o doscientos, que la ignorancia y el bosque dan longevidad). Petunia, la niña, viene a ver pájaros muertos, los filos de las hachas de Onofre, por los que pasa un dedito, como eligiendo el hacha con que el leñador ha de decapitarla. Petunia, la niña, viene a ver las figuras que hace Onofre con la madera que corta y a acostarse con él, pero de la manera que ellos lo hacen, pues Petunia es virgen y no quiere dejar de serlo. A Onofre, por otra parte, le dan asco las mujeres vírgenes:
—Huelen a cera como los angelitos de retablo.
Petunia, la niña, tiene en la cara una inteligencia de manzana sin madurar, unos ojos de gato listo y una media sonrisa en la que esconde el secreto de sus primeras menstruaciones y otros profundos secretos adolescentes. Petunia, la niña, tiene unos pechos sueltos que navegan a su aire, como barquillas de la misma flota, pero muy independientes entre sí. Petunia, la niña, tiene un culo grande, excesivo, de niña culona de museo. Un culo fresco y antiguo.
Petunia, la niña, reserva su virginidad para cuando se case con un guarda forestal, con un macho cabrío o con un cabrón directamente. Onofre, por otra parte, ya no tiene erecciones, de modo que han encontrado el acoplamiento perfecto sin acoplamiento, y a mí, que para eso soy su vecino de bosque, me permiten a veces estar presente mientras hacen la cosa. Onofre se tiende, desnudo y viejo, todo lleno de cicatrices, picotazos, señales rojas y recosidos, en un lecho vegetal que supura un agua verde. Petunia, la niña, se pone en cuclillas sobre él, también desnuda, y le va orinando las cicatrices y los puntos rojos al viejo leñador, primero una señal tras otra, y luego todo a la vez, en alegre regadera que vuelve a hacerla infantil.
El calor de su orina va licuando la sangre de Onofre (no sé por qué se me ocurre, en estos casos, llamarle San Onofre, e ignoro si aquel santo —si es que lo hubo— pasara por semejantes trances). Las heridas se abren, la sangre corre de nuevo, a Onofre, sin duda, le escuece, le calienta y le alegra. Primero juega con los pechos colganderos y pictóricos de la niña, pero luego se retuerce bajo el placer y el dolor de la orina fresca en sus heridas renovadas, hasta que tiene fuertes espasmos y supongo que eyaculación, pues, ya para entonces, yo no miro, sino que me he levantado a la cocina a coger una cocacola fría y bebérmela de un trago.
Luego me bebo otra más despacio, y esto me recuerda un viejo anuncio de cerveza: «La primera para su sed; la segunda para su placer.» Es aplicable al follar. El primer polvo para la necesidad y el desfogue. La segunda vegada para el arte y ensayo, para el disfrute.
También la publicidad metió mano en eso, me acuerdo. Una mujer le decía a otra, hablando de leotardos: «No te conformes con menos de dos.» Siempre la frase de doble sentido, y el segundo sentido, siempre sexual o erótico. Quiere decirse, dije, que el contenido subyacente al contenido manifiesto, o como lo hubiera expresado Lacan o cualquier otro sátiro hablador, es siempre el contenido erótico. El sexo.
El follar.
Pues vámonos a follar directamente. Y dejé la literatura, una temporada, y me vine aquí al bosque, queriendo hacer de altivo Rousseau, aunque me he quedado, sospecho, en un servicial Viernes, el criado de Defoe/Crusoe. Y resulta que, más que joder yo, veo joder a los demás, sobre todo a esta desigual pareja, si es que lo suyo puede llamarse joder. Lo que me gusta es sentarme en el suelo, muy atrás de Petunia, por verle el culo de inmensa manzana virgen.
Cuando acaba de orinar sobre la sangre licuada de San Onofre, yo creo que Petunia se masturba con un dedito, o con dos, por cómo el bamboleo nada newtoniano de la inmensa manzana se transforma en creciente vaivén. Luego la niña se tiende sobre el santo leñador (tiene hechos algunos milagros a los animales) y duerme en un lecho de carne vieja, sangre que vuelve a secarse, jugos vaginales frescos, sueño, agua verde y pecado.
Sería el momento de entrarle por detrás a Petunia, vagina o recto, pero no es mi estilo, qué coño, como decíamos en la ciudad, de modo que me vuelvo por el bosque, no sin antes haber cogido otra cocacola helada para el camino, y me meto en mi propia cabaña de leñador, entre mis árboles, decidido a tirarme a la muñeca del Cortinglés que me regaló una vez Ramón Areces, de hoy no pasa, pero, en lugar de eso, me siento a la máquina a escribir esta historia.