Escribía Sonnier que hablar del Cervino era hablar de Whymper, pero que referirse a este montañero era mucho más que hacerlo a una sola montaña. Whymper (1840-1911) rebasa su propia historia individual para ser como una identidad del mismo alpinismo, aunque su época de hazañas no superara un quinquenio: llegó, vio y venció. Pero también el precio feroz del drama del Cervino es un símbolo de la visita oscura que llama de vez en cuando a la puerta del montañismo, la cara trágica que el océano simboliza en sus naufragios. Como en las grandes obras literarias, parecen reunirse en su historia alpina los ingredientes con los que está hecho el mundo.
Luz y sombra. La doble faz entre competitividad y camaradería de Carrel es otro modelo universal representado en esta historia, el deportivismo genial y el dolido sentimiento trascendente, el éxito, la conquista y la muerte. Están en juego las fuerzas que mueven la aventura y la épica: sensibilidad y destreza, sentido de la empresa, tenacidad, la grandeza de ponerse por rival al mejor peñasco del mundo.
Whymper valía para héroe de este gran teatro. Y el escenario fue soberbio: los más bellos y difíciles picos de los Alpes —altitudes desconocidas de la Meije, Écrins, Dolent, Aiguilles d’Argentière y Verte, Grandes Jorasses…— y, sobre todo, el pico de los picos, el más elegante, individual y característico, el más inaccesible: el Cervino. Sus escritos sobre esta peculiar peripecia son tensos y emocionantes relatos contados con ejemplar sobriedad por un parco soñador solitario, que descubre y recorre lugares de formas, calidades y grandiosidad apenas o nada conocidas. Tal relato de escaladas en los Alpes (1871) tiene, pues, todos los requisitos para ser un libro clásico. Y claro está, lo es.
No era Edward Whymper sólo un buen escalador, un montañero de ideas a la vez jóvenes y maduras, que buscaba nuevas metas, proyectos de envergadura y creativos, y era capaz de lograrlos; no sólo tenía razón en su planteamiento personal como alpinista, sino que fue buen escritor y excelente dibujante. Con ello contribuyó a la formalización de la cultura alpina de un modo esencial y cualificado, por lo que hizo y por el modo en que lo hizo. Tal vez no sólo porque escribir y dibujar era difundir —incluso fascinar—, sino porque servía para sobrevivir. Whymper lo hizo profesionalmente y, como era en él habitual, responsable y competentemente. Salgamos, para verlo mejor, un momento de sus relatos alpinistas y manejemos sus guías de Chamonix (1896) y de Zermatt (1897), con ilustraciones estupendas salidas de su pluma y, de paso, anuncios de sus fotos alpinas: no constituyen unos trabajos rentabilistas, o nostálgicos en años de asilamiento: son la montaña escrita por ella misma, verdaderos autorretratos del Mont Blanc y del Matterhorn. En ellas está lo que tú querías leer de esos lugares, lo que son. Hasta sus mapas o los dibujos de hoteles o el viejo corte geológico del Cervino son evocadores. Por todo esto es Whymper fundamental, por su inseparabilidad de las montañas; por eso también dio imagen y realidad a lo que es la sustancia del alpinismo.
Pese a ello, debemos añadir que con frecuencia no cae simpático; se dice de él que era de pocos amigos o que se le admira más de lo que se le quiere. Es una lástima, ¿será el precio de la originalidad? Aquí está un montañismo de fuerte personalidad, no sólo un testimonio de época o un relato impersonal de una ascensión destacada o de unas vicisitudes y unos esfuerzos. La narración de las escaladas de Whymper es la misma idea, el mismo concepto del alpinismo. Son demasiadas cosas para no admirarlo y también unas cuantas para incluso quererlo.
EDUARDO MARTÍNEZ DE PISÓN