En el año 1860, me disponía a abandonar Inglaterra para realizar una larga gira por Europa cuando un importante editor de Londres me pidió que hiciera para él algunos dibujos de los grandes picos alpinos. En aquel momento yo sólo había tenido un contacto literario con la escalada y ni siquiera había visto —y menos hollado— una montaña. Entre los picos que figuraban en la lista estaba Mont Pelvoux, en Dauphiné. Los dibujos del mismo estaban destinados a celebrar el triunfo de unos ingleses que pretendían realizar su ascenso. Llegaron, vieron… pero no vencieron. Por casualidad me encontré con un francés muy agradable que había participado en esa expedición, y él me animó a volver a intentarlo. Lo hicimos en 1861, acompañados por mi amigo Macdonald, y conquistamos la cima. Ésta fue la primera de mis escaladas en los Alpes.
El ascenso del Mont Pelvoux fue, en general, una escalada deliciosa. El aire de la montaña no actuaba como vomitivo, el cielo no estaba negro en vez de azul y tampoco me sentí tentado de arrojarme por los precipicios. Me dispuse a ampliar mi experiencia y fui hasta el Cervino. El Mont Pelvoux me había atraído por uno de esos misteriosos impulsos que animan a los hombres a asomarse a lo desconocido. Esta montaña ostentaba el honor de ser la más alta de Francia, lo que la hacía merecedora de atención. También se la consideraba el punto culminante de una región pintoresca de gran interés, que entonces estaba casi inexplorada. El Cervino, sin embargo, me atrajo simplemente por su grandeza. Tenía fama de ser la montaña más absolutamente inaccesible, incluso entre los montañeros más experimentados. Las continuas afirmaciones en este sentido no hicieron más que estimularme, y volví, año tras año, cada vez más decidido a encontrar la manera de ascenderla o de demostrar que realmente era inaccesible.
Una parte considerable de este libro está dedicada a la historia de estos ataques al Cervino y el resto de las excursiones descritas tienen, en general, alguna conexión, más o menos remota, con esa montaña o con el Mont Pelvoux. Todas son excursiones nuevas (es decir, realizadas por primera vez), a no ser que se indique lo contrario. Algunas se relatan muy resumidas, y ascensos o descensos completos se describen con una sola frase. De haberlos reflejado con detalle habría necesitado tres libros en lugar de uno. En general, se tratan los aspectos más sobresalientes y el resto queda a la imaginación del lector. Este método evita muchas repeticiones innecesarias.
Al intentar que el libro tenga alguna utilidad para aquellos que deseen practicar la escalada, sea en los Alpes o en otros lugares, he dado tal vez una excesiva importancia a nuestros fallos y errores, y sin duda se señalará que nuestra técnica era mala si los principios sobre los que se basaba eran buenos; o se afirmará que los principios no eran buenos si la técnica lo era. No éramos perfectos. Nuestras equivocaciones no se describen para que sean admiradas ni imitadas, sino evitadas.
Estas escaladas en los Alpes fueron excursiones de ocio, y como tal deben ser juzgadas. Se describen como una actividad deportiva, y nada más. La satisfacción que me dieron no puede ser transferida a otros. Los mejores escritores han fracasado, y creo que siempre fracasarán, en dar una verdadera idea de la grandeza de los Alpes. Las descripciones más minuciosas no hacen más que dar la impresión de que son completamente falsas, pues aunque el lector imagine visiones magníficas, siempre serán inferiores a la realidad.
Es un placer para mí reconocer la ayuda recibida, de forma directa o indirecta, de amigos y desconocidos, tanto en mi país como en el extranjero. En primer lugar, agradezco a mis compañeros que hayan puesto a mi disposición sus dibujos y diarios. Debo mencionar especialmente a J. Longridge, T. F. Mitchell y W Cutbill por las facilidades que me dieron cuando examinaban el ferrocarril Fell en 1869. Del profesor T. G. Bonney y Robert H. Scott he recibido muchos consejos amistosos y valiosas críticas, y diversas ayudas de los señores Buden, Gastaldi y Giordano de Italia; Émile Templier y el mariscal Canrobert, de Francia, y el señor Gosset, de Berna.
Londres, junio de 1900