Hudson y yo estudiamos de nuevo cuál sería el orden mejor y más seguro para el grupo. Acordamos que Croz fuera el primero[87] y Hadow segundo. Hudson, que parecía casi un montañés por la seguridad de sus pasos, deseaba ir tercero, lord Francis Douglas iría detrás y Peter el Viejo, el más fuerte de los restantes, a continuación. Le sugerí a Hudson que atáramos una cuerda a las rocas cuando llegáramos al tramo difícil y que la sujetáramos mientras descendíamos para mayor protección. Hudson aprobó la idea, pero no acordamos definitivamente ponerla en práctica. El grupo se dispuso en el orden citado mientras yo hacía un boceto de la cumbre. Ya había terminado y me esperaban para encordarnos cuando alguien recordó que no habíamos dejado nuestros nombres en una botella. Me pidieron que los escribiera y se pusieron en marcha mientras yo lo hacía.
Unos minutos después me encordé con Peter el Joven, salimos detrás de los demás y les alcanzamos justo cuando comenzaban el descenso del tramo difícil. Estábamos tomando muchas precauciones. Sólo un hombre se movía cada vez. Cuando se encontraba seguro avanzaba el siguiente, y así sucesivamente. Sin embargo, no habían atado otra cuerda a las rocas y no se habló de ello. No había hecho la sugerencia pensando en mí y ni siquiera recuerdo haber vuelto a pensar en ella. Durante un breve trecho seguimos a los demás, separados de ellos, y habríamos continuado así, pero, hacia las tres de la tarde, lord Francis me pidió que me atara a Peter el Viejo, ya que temía que Taugwalder no fuera capaz de mantenerse firme en caso de que ocurriera un resbalón.
Unos minutos después, un muchacho de ojos vivos corría al hotel Monte Rosa y decía a Seiler que había visto un alud cayendo desde la cima del Cervino al glaciar del mismo nombre. El muchacho fue reprendido por contar falsedades, sin embargo estaba en lo cierto, y vio lo que voy a narrar.
Michel Croz había puesto a un lado su piolet, y, para dar más seguridad a Hadow, estaba literalmente sujetando sus piernas y colocándole los pies uno a uno en las posiciones adecuadas[88]. Por lo que recuerdo, nadie estaba descendiendo. No estoy absolutamente seguro porque los dos hombres que iban delante se encontraban parcialmente ocultos a mi vista por un bloque de roca. Creo, por los movimientos de sus hombros, que Croz, una vez realizada la operación descrita, estaba dándose la vuelta para descender él también un paso o dos. En ese instante, Hadow resbaló, cayó sobre él y le hizo perder el equilibrio. Oí una sobresaltada exclamación de Croz y luego le vi cayendo con Hadow. Un momento después, Hudson fue arrastrado tras ellos y lord Douglas los siguió inmediatamente[89]. Todo ocurrió en un instante. En cuanto oímos la exclamación de Croz, Peter el Viejo y yo nos aferramos tan firmemente como permitían las rocas[90]. La cuerda entre nosotros estaba tensa, y notamos el tirón al mismo tiempo. Lo aguantamos, pero la cuerda entre Taugwalder y lord Francis Douglas se rompió. Durante unos segundos vimos a nuestros desgraciados compañeros resbalando hacia abajo de espaldas y abriendo los brazos intentando salvarse. Desaparecieron de nuestra vista sin haber sufrido daño alguno y cayeron, de precipicio en precipicio, hasta el glaciar del Cervino, a unos 2200 metros más abajo. Desde el momento en que la cuerda se rompió, era imposible ayudarles.
¡Así perecieron nuestros camaradas! Durante media hora permanecimos en el sitio, sin dar un solo paso. Los dos guías, paralizados por el terror, lloraban como niños y temblaban de tal manera que todos estábamos en peligro. Peter el Viejo llenaba el aire de exclamaciones: «¡Chamonix! ¿Qué dirán en Chamonix?». Quería decir que nadie creería que Croz pudiera caer. El joven no hacía más que llorar y musitar: «¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!». Situado entre los dos, no podía moverme ni hacia arriba ni hacia abajo. Le pedí al joven que descendiera, pero no se atrevía. Si no lo hacía, no podríamos avanzar. Peter el Viejo reparó en el peligro y se unió al grito de «¡Estamos perdidos! ¡Estamos perdidos!». El temor del padre era natural: temblaba por su hijo. El del joven era cobardía, porque sólo pensaba en sí mismo. Al final, Peter el Viejo reunió valor y cambió su posición a una roca en la que podía fijarse una cuerda. El joven descendió y nos reunimos todos. Inmediatamente pedí la cuerda que se había roto y descubrí con sorpresa, incluso con horror, que era la más débil de las tres. No se había traído para el propósito en que se empleó y nunca debió usarse así. Era una cuerda vieja y floja comparada con las demás. La llevábamos como reserva, por si teníamos que dejar mucha cuerda detrás colgando de las rocas. Comprendí inmediatamente que aquello implicaba algo muy serio y pedí a Peter que me diera el extremo roto. Se había roto en el aire y no parecía haber padecido daño previo.
Durante las siguientes dos horas pensé casi en cada momento que el siguiente sería el último de mi vida, porque los Taugwalder, con los nervios destrozados, no sólo eran incapaces de ofrecer ayuda, sino que se encontraban en un estado que hacía temer un resbalón en cualquier instante. Después de un rato logramos hacer lo que se debía haber hecho desde el principio, y fijamos una cuerda a rocas firmes además de ir encordados. Cortábamos estas cuerdas de vez en cuando y las dejábamos atrás[91]. Incluso con esa medida de precaución los hombres tenían miedo de continuar, y varias veces se volvió hacia mí Peter el Viejo con el rostro lívido y los miembros temblorosos diciendo con terrible énfasis: «¡No puedo más!».
Hacia las seis de la tarde llegamos a la nieve del risco que descendía hacia Zermatt y superamos el peligro. Buscamos durante mucho tiempo, pero en vano, rastros de nuestros desgraciados compañeros. Nos asomamos a la arista y gritamos, pero no llegaba ninguna respuesta. Convencidos al final de que no podríamos verlos ni oírlos, abandonamos nuestros inútiles esfuerzos, recogimos en silencio nuestras cosas y los pocos efectos de nuestros amigos y nos dispusimos a seguir el descenso. De repente, apareció en el cielo, a gran altura sobre el Lyskamm, un gran arco. Esta extraordinaria aparición era pálida, silenciosa e incolora, pero perfectamente nítida y definida, excepto donde se perdía en las nubes. Era como una visión de otro mundo y después, paralizados por el asombro, vimos que se dibujaban gradualmente dos gigantescas cruces, una a cada lado. De no haber sido los Taugwalder los primeros en percibirlo, habría dudado de mis sentidos. Ellos creían que tenía alguna relación con el accidente, y yo, después de un rato, que debía de tener relación con nosotros mismos. Pero nuestros movimientos no tenían efecto alguno sobre el fenómeno. Las formas espectrales permanecían fijas. Era una visión terrible y maravillosa, única en mi experiencia, e impresionante más allá de toda descripción por el momento en que se producía[92].
El espectro de Brocken durante el trágico descenso del Cervino. «[Los Taugwalder] creían que tenía alguna relación con el accidente».
Me dispuse a partir y esperaba a los otros. Ya habían recuperado el apetito y el uso del habla. Hablaban en un dialecto que yo no comprendía. Al final el hijo dijo en francés:
—Monsieur…
—¿Qué?
—Somos pobres y hemos perdido a nuestro jefe. Ahora no cobraremos y nos supondrá un grave perjuicio[93].
—¡Basta! —dije interrumpiéndole—. Eso es una tontería. Yo les pagaré, por supuesto, como si su patrón estuviera aquí.
Hablaron entre ellos en su dialecto y luego el hijo volvió a hablar.
—No queremos que nos pague. Queremos que escriba en el registro del hotel de Zermatt y en los periódicos que no hemos sido pagados.
—¿Qué tonterías está diciendo? No le entiendo. ¿Qué quiere decir?
—El año que viene habrá muchos turistas en Zermatt —continuó el joven— y así conseguiremos más contratos[94].
¿Qué contestar a tal proposición? No les respondí verbalmente[95], pero ellos eran muy conscientes de la indignación que sentía. Aquello fue la gota que colmó el vaso de mi amargura y bajé por la pendiente de forma tan alocada y descuidada que más de una vez me preguntaron si pretendía matarlos. Cayó la noche, y durante una hora continuamos descendiendo en la oscuridad. A las nueve y media encontramos un lugar para descansar, en un miserable abrigo de roca, apenas lo bastante grande para los tres, pasamos seis horas muy desagradables. Al amanecer continuamos el descenso y, desde el crestón de Hörnli, bajamos a los chalés de Buhl y desde allí a Zermatt. Seiler me esperaba en la puerta y me siguió en silencio hasta mi habitación.
—¿Qué ha pasado?
—Los Taugwalder y yo sí hemos regresado.
No necesitó oír más y estalló en lágrimas, pero no perdió tiempo en inútiles lamentaciones y dio la alarma en el pueblo. En poco tiempo un grupo de hombres iniciaba el ascenso a las alturas de Hohlicht, sobre Kalbermatt y Z’Mutt, desde donde se dominaba el glaciar del Cervino. Volvieron seis horas después y dijeron que habían visto los cuerpos inmóviles sobre la nieve. Era sábado y propusieron salir el domingo por la tarde para llegar al glaciar al amanecer del lunes. No queriendo desaprovechar ninguna posibilidad, el reverendo J. M’Cormick y yo decidimos partir la mañana el domingo. Los hombres de Zermatt, amenazados de excomunión por sus sacerdotes si faltaban a misa a primera hora, no podían acompañarnos. Para varios de ellos aquello era una prueba difícil. Peter Perrn declaró con lágrimas en los ojos que ninguna otra cosa le habría impedido unirse a la búsqueda de sus viejos camaradas. Los ingleses acudieron en nuestra ayuda. El reverendo J. Robertson y J. Phillpotts se ofrecieron voluntarios con su guía, Franz Andermatten. Otro inglés nos cedió a Joseph Mane y Alexandre Lochmatter. Frédéric Payot y Jean Tairraz, de Chamonix, también nos acompañarían.
Salimos a las dos de la madrugada del domingo 16 y seguimos la ruta que habíamos tomado el jueves pasado hasta Hörnli. Desde allí bajamos a la derecha del crestón y pasamos por los pináculos de hielo del glaciar del Cervino. A las ocho y media habíamos llegado a la llanura en lo alto del glaciar y nos encontrábamos ante el punto donde debían hallarse nuestros compañeros. Cuando vimos cómo un hombre curtido tras otro levantaba el telescopio y lo pasaba sin una palabra al siguiente, supimos que toda esperanza se había desvanecido. Nos acercamos. Habían llegado abajo en el mismo orden en que cayeron: Croz algo adelantado, Hadow detrás y Hudson a alguna distancia de Hadow. Pero no había ni rastro de lord Francis Douglas[96]. Dejamos a las víctimas donde habían caído, enterradas en la nieve al pie del mayor precipicio de la montaña más majestuosa de los Alpes.
Todos los muertos iban encordados con la cuerda de cáñamo o con la segunda, igualmente fuerte, y por tanto sólo había un eslabón —entre Peter el Viejo y lord Francis Douglas— donde se había empleado la cuerda débil. Esto presentaba mal aspecto para Taugwalder, porque no era posible suponer que los demás hubieran aprobado el uso de una cuerda tan inferior cuando quedaban sin usar más de setenta y cinco metros de las otras, de más calidad[97]. Por el bien del viejo guía, que gozaba de buena reputación, y por otras cuestiones, era deseable aclarar esta cuestión. Después de mi declaración ante el tribunal nombrado por el gobierno, formulé unas cuantas preguntas para que Peter el Viejo tuviera oportunidad de librarse de las graves sospechas que recaían sobre él. Me dijeron que las preguntas fueron formuladas y contestadas, pero las respuestas nunca me llegaron aunque se me prometieron[98].
Mientras tanto, las autoridades dieron órdenes estrictas de recuperar los cuerpos, y el día 19 de julio veintiún hombres de Zermatt cumplieron aquella triste y peligrosa tarea[99]. Tampoco encontraron el cuerpo de lord Francis Douglas, que probablemente quedó retenido entre las rocas, más arriba[100]. Los restos de Hudson y Hadow fueron enterrados en el lado norte de la iglesia de Zermatt, en presencia de una multitud de amigos. El cuerpo de Michel Croz yace al otro lado, bajo una lápida más sencilla, cuya inscripción rinde honroso homenaje a su rectitud, valor y dedicación[101].
Así se desvaneció la tradicional inaccesibilidad del Cervino y fue reemplazada por leyendas de un carácter más real. Otros tratarán de escalar sus orgullosas pendientes, pero para ninguno será la montaña lo que fue para sus primeros exploradores. Otros hollarán su cumbre nevada, pero ninguno conocerá los sentimientos de los que por primera vez contemplaron su maravilloso paisaje. Y espero que ninguno se vea obligado a contar cómo la alegría se convirtió en tristeza y la risa en duelo. El Cervino demostró ser un adversario obstinado. Resistió mucho y dio numerosos golpes. Al final fue vencido con una facilidad que nadie habría anticipado, pero, igual que un enemigo implacable, vencido pero no aplastado, se cobró una terrible venganza. Llegará un tiempo en que el Cervino habrá desaparecido, y sólo un montón de fragmentos señalará el lugar donde se alzaba la gran montaña, porque átomo a átomo, y centímetro a centímetro, se rinde a fuerzas irresistibles. Ese momento está muy lejano y las generaciones futuras seguirán contemplando maravilladas sus tremendos precipicios y su forma única. Por exaltadas que sean sus ideas y por exageradas que sean sus esperanzas, no quedarán defraudadas.
La obra ha terminado, y el telón está a punto de caer. Antes de separarnos diré unas palabras sobre las enseñanzas de las montañas. ¡Miremos hacia las alturas! Inmediatamente surge la palabra «imposible». «¡No!», dice el montañero. «El camino es largo, lo sé. Es difícil y puede ser peligroso, pero es posible, estoy seguro. Buscaré la ruta. Consultaré a mis hermanos montañeros y descubriré cómo han alcanzado alturas similares y cómo evitar los peligros». Así se pone en marcha (mientras todos duermen). El camino es resbaladizo y también puede ser laborioso. Al final, con precaución y perseverancia, alcanza la cima. Entonces los de abajo exclaman: «¡Increíble! ¡Es algo sobrehumano!».
Los que escalamos montañas siempre hemos tenido presente la superioridad de la perseverancia y la voluntad sobre la fuerza bruta. Sabemos que cada altura, cada paso, han de ganarse mediante un trabajo paciente y laborioso y que el deseo no sustituye al esfuerzo. Conocemos los beneficios de la ayuda mutua y nos consta que encontraremos muchas dificultades y obstáculos que han de ser vencidos o rodeados. Pero también sabemos que, donde hay voluntad, hay un camino, y volveremos a nuestras ocupaciones cotidianas mejor preparados para luchar en la batalla de la vida y para superar los impedimentos a nuestro avance, fortalecidos y animados por el recuerdo de pasadas labores y por la memoria de victorias ganadas en otros terrenos.
No pretendo hacer apología del montañismo ni usurpar el papel de un moralista, pero mi tarea quedaría incompleta de concluirla sin una referencia a las lecciones más importantes del montañero. Nos complacemos de la regeneración física, que es producto de nuestros esfuerzos, nos exaltamos ante la grandeza de los paisajes que se presentan ante nuestros ojos, el esplendor del amanecer y del atardecer y las bellezas de montañas, valles, lagos, bosques y cascadas, pero valoramos más el desarrollo de la virilidad frente al combate con las dificultades, y de las más nobles cualidades de la naturaleza humana: el valor, la paciencia, la persistencia y la fortaleza.
Algunos tienen estas virtudes en poca estima y asignan intenciones viles y despreciables a quienes se entregan a nuestro inocente deporte.
Aunque seas casto como el hielo y puro como la nieve, no escaparás de la calumnia.
Otros, que no son detractores, encuentran completamente incomprensible el alpinismo como deporte. No es de extrañar, porque todos no estamos constituidos de igual forma. El montañismo es una actividad idónea para los jóvenes y fuertes, no para los viejos o débiles. Para estos últimos el esfuerzo no es placentero, y a veces dicen: «Tal persona convierte el placer en un trabajo». Quien sube a las montañas tiene que esforzarse, pero de ahí procede la fuerza (no sólo la energía muscular, sino mucho más), y el despertar de las facultades. De esa fuerza emana el placer. También se pregunta a veces, con un tono que parece implicar que la respuesta es dudosa: «¿Y le compensa?». Bueno, no podemos medir nuestro disfrute como se mide vino o se pesa plomo, sin embargo, es real. Si pudiese borrar todos mis recuerdos y memorias, aún diría que mis escaladas en los Alpes me han compensado con creces, porque me han dado dos de las mejores cosas que un hombre puede poseer: salud y amigos.
Los recuerdos de placeres pasados no pueden borrarse. Incluso mientras escribo, acuden a mí en tropel. Primero llega una incesante serie de imágenes magníficas en formas, efectos y colores. Veo los grandes picos, con las cimas cubiertas de nubes, que parecen levantarse hasta el infinito. Oigo la música de los distantes rebaños, los instrumentos campesinos y las solemnes campanas de iglesia, y huelo el fragante aliento de los pinos. Y, después, llega otra cadena de pensamientos, los de los hombres que fueron rectos, valientes y sinceros, hombres de corazones sencillos y audaces proezas; y recuerdo amabilidades recibidas de manos desconocidas, insignificantes en sí mismas, pero que expresan esa buena voluntad que constituye la esencia de la caridad.
Sin embargo, también perdura un último recuerdo triste, y a veces flota como una bruma que oscurece la luz del sol y enfría la memoria de tiempos felices. Ha habido alegrías demasiado grandes como para ser descritas, y tristezas en las que no me he atrevido a extenderme y, con éstas en mente, digo: escalad si queréis, pero recordad que el valor y la fuerza no son nada sin la prudencia, y que una negligencia momentánea puede destruir la felicidad de toda una vida. No hagáis nada con prisa. Mirad bien cada paso y pensad desde el principio cuál puede ser el final.